Un vaso de whisky
Sinopsis de la película
Víctor es un apuesto muchacho, escéptico y amante de los placeres de la vida. No tiene oficio ni beneficio y vive de las mujeres sin darse cuenta de que su conducta desencadena dramas y decepciones, dolor y desesperanza.
Detalles de la película
- Titulo Original: Un vaso de whisky
- Año: 1958
- Duración: 88
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Opinión de la crítica
Película
5.9
44 valoraciones en total
El que un hecho desencadena otros hechos en consecuencia es el planteamiento como teoría moral que aborda esta estupenda película, y a la vez policíaca de denuncia social de Julio Coll, guionista y cineasta, un lúcido cronista de su tiempo que nos legó un puñado de films interesantes, siempre preocupado de recrear y defender los valores íntegros del ser humano, en el marco de la España de finales de los 50. Con tonos de intriga y aura de cine negro, el mundo del boxeo, la música de jazz, los locales nocturnos con el humo y alcohol de los cabarets. Son el escaparate de una jungla humana donde sólo existe vacuidad hasta que la luz del alba pone al desnudo el artificio social. Seguramente el cineasta hubiera ido más lejos si la censura se lo hubiera permitido, buena prueba es el obligado prólogo moralista que aparece en pantalla, no obstante, lo que no se ve, se intuye, me refiero a prostituirse en lugar de extraerlo del bolso de sus conquistas disimuladamente.
Se trata de la vida de un libertino vividor, que bordea constantemente el límite de la ley, Víctor (Arturo Fernández) es un parásito sin oficio que vive de las mujeres de una forma que todos imaginamos pero que la férrea censura no permitía expresar, es decir, un gigoló que aquí conocíamos como ligón de playa, seduciendo con su buena percha a hedonistas extranjeras de vacaciones como fruto del desarrollismo económico, hambrientas de sexo y alcohol. Es la degradación moral de un tipo sin escrúpulos que no vacila en mentir con descaro, a su novia Laura a la que engaña y esquilma económicamente, que opina que los sentimientos son un engorro y las mujeres un incordio, que roba las ilusiones de quienes se aferran a los sentimientos nobles.
Mientras se corre sus juergas con su amigo ocasional Carlos (Carlos Larrañaga) un atractivo joven que aspira a ser médico y persigue a una compañera de estudios, el disoluto punito ha conocido a María (la italiana Rosana Podestá) que regenta un pequeño hotel de playa cayendo víctima de sus artes. Por otro lado el modesto boxeador Raúl (Carlos Mendi) ama locamente a Laura (Yelena Samarina) que es víctima del alcohol por el fracaso amoroso con Victor. Él ejerce de ángel vengador y protector de la infortunada mujer. Así sucede en esta amplia descripción de unos seres fracasados y sin futuro que sirven como testimonio no complaciente de una gris realidad circundante.
Detalle destacable es el personaje del inspector (Jorge Rigaud) que ejerce como reclamo de nuestras conciencias y conocedor de este tipo de situaciones que va dejando frases lapidarias. Sus planteamientos visuales, los planos largos y encadenados en el montaje nos transmiten esa idea de escenas e historias encadenadas con dependencia personal que afectan unas a otras, los encuadres con profundidad de campo, en contrapicado donde vemos los actores y los techos como símbolo de opresión de los personajes, la fijación de los objetos y elementos del decorado. Sus recursos expresivos basados en juegos de miradas, recursos musicales como ese silbido que sirve como hilo argumental que se anticipa al Morricone de la Trilogía del dólar. Un film que propugna la libertad de ideas y ama a los personajes atados por el destino. Y es que, por encima de todo, nosotros somos responsables de nuestros actos, sean buenos o malos, que generalmente suelen tener consecuencias no sólo para nuestra vida sino que también afectan a quienes nos rodean porque estamos unidos con lazos invisibles.
Tanto en literatura como en cine existen obras de sol y obras de sombra. La que nos ocupa es a todas luces nocturnal, oscura como un whisky de malta sometida a penetrante turba.
Arturo Fernández interpreta a un ángel de la noche que se gana su vida de placeres procurándolo a hembras que lo reclaman, con lo cual cumple una labor de higiene social.
Pero es también un ángel perturbador. Con sus reclamos aparta al amigo de sus deberes de estudiante de medicina. Se aprovecha sin el menor escrúpulo de la pasión que despierta en una pobre mujer que por su culpa sucumbe al alcool, desecha el amor de un Macías boxeador y acaba suicidándose, aunque este último punto queda en mera conjetura.
Su relación con la sublime Rossana Podestà ofrece más matices. Es cierto que su llegada al idílico entorno donde reside Rossana supone la irrupción del diablo en una suerte de jardín de Edén marítimo. El asesinato del gato blanco, símbolo de la virginidad femenina, exprime sutilmente que su presencia es destruidora de inocencia. Sin embargo, por un momento se podría creer, o esperar, en un cambio radical del rumbo de su sino, hasta que de pronto resuena imperioso el clamor de las tentaciones olvidadas, figurado magistralmente por la llegada al hotel de la orquesta de jazz y sus frenéticos acordes. Por cierto y de paso, cabe descatar la estupenda banda sonora a cargo del maestro Montsalvatge.
Antes de caer fulminado por los rayos desatados de puños boxeriles, nuestro ángel negro arranca de su negra cabellera una cana anunciadora de tiempos peores. Se despide ¡suerte la suya! de la vida sin experimentar el insulto de la vejez.
Como en otras muchas ocasiones, buceando en las profundidades del cine patrio de los 50, rescato una película y un director de los que no se mencionan ni por asomo en los eminentes círculos cinematográficos de la actualidad, en los que sólo se cita la terna Buñuel, Bardem y Berlanga como referentes del cine de los 50-60, como si no hubiese ni más películas, ni más directores, ni más nada. Haberlos, afortunadamente, haylos y del mismo nivel e incluso superior que el de los enchufados de la triple B.
En esta ocasión redescubro a Julio Coll – pues ya había disfrutado como un enano con Distrito Quinto – y se repiten las mismas agradables y estimulantes sensaciones que recibí con la ya citada. Ahora, gracias a Un vaso de whisky me incorporo a la lista de fans (si es que la tiene, espero que sí) de Julio Coll, excelente artesano, capaz de realizar con escasos recursos películas tan buenas como esta. Y es que cuando se unen talento y esfuerzo, a pesar de ciertas deficiencias (más bien relacionada por la pobreza de los medios técnicos, creo yo) el resultado es tan óptimo que el debate que nos plantea la película se alargará por unos cuantos días más. ¿Es Víctor el causante de todo? ¿Es el único culpable? ¿Arrastra a los demás a la infelicidad como la primera ficha del dominó puesta en pie arrastra a las demás en su caída? He discrepado con mi esposa. Para ella sí. Para mí es el menos culpable de todos. Yo no he visto que engañe a nadie. Los demás se dejan engañar y, lo que es peor, se engañan a sí mismos. El lema de todos ellos es: Como ya no me quiere la vida es una m…. Mi esposa alega que son personas débiles. ¡Ostras! les aseguro que comprendo las debilidades ajenas (yo soy el primer débil) pero hay que saber recuperarse de los golpes ¡corcho!
Como toda película que no solo es un éxito sino que además nos lleva a una profunda reflexión, hemos de dar las gracias a la credibilidad y a la pasión que nos transmiten los actores. Un diez para Arturo Fernández y para Rossana Podestá. Sin ellos el debate hubiera sido menor.
Es interesante el ejercicio de ver aquellas películas españolas de finales de los 50 y principios de los 60 que, pese a las inmensas trabas de la censura, intentaron forjar una especie de cine negro hispano, sobre todo entre los cineastas que trabajaban en Barcelona. He descubierto alguna perla, como Cita imposible y Senda torcida, de Antonio Santillán, o Rueda de sospechosos, de Ramón Fernández (nada menos), y por eso afronté el visionado de Un vaso de whisky con ciertas expectativas, pues siempre ha sido uno de esos títulos míticos con aureola de prestigio. No obstante, y pese a su correcta factura, es el típico caso del quiero y no puedo, aparte de que sólo toca el noir de refilón. Arturo Fernández se encuentra cómodo en su papel de vividor (o sea, de gigoló) que se deja agasajar por hembras preferentemente extranjeras. Jorge Rigaud es la voz de su conciencia, el inspector de policía que le avisa de que quien la hace la paga, Carlos Larrañaga es su amigote de juergas (aunque ya se insinúa hacia el final que se dedicará a sus estudios y se pondrá de novio formal con la compañera de turno), y Rosanna Podestà es la mujer que no logra salvarle de la condenación, encarnada en el boxeador que venga la muerte de su amada, chuleada por el incansable Fernández. Se nota claramente que no se puede decir y/o rodar lo que sería deseable para crear una historia más potente y veraz, pero aún así hay escenas interesantes que te hacen pensar en lo que podría haber sido. De todos modos, vale la pena echarle un vistazo.
Esta obra indudablemente lograda introdujo en el cine español la figura del tipo más bien despreciable que vive de las mujeres, el gigoló. Lo hizo con una estética más austera que la de otras películas posteriores de autores españoles que abordaron el tema como El chulo de Lazaga o Donde tú estés de Lorente potenciando más lo sórdido y mezquino de los ambientes reflejados y añadiendo un toque de tristeza amarga que envuelve toda la película. Una de las mejores escenas es aquella en la que se prende fuego junto al mar con un automóvil y unas chicas que rodean a un eficaz Arturo Fernández terminando de componer unos planos en los que se consigue una atmósfera bastante especial. Otros elementos interesantes son la muy brillante interpretación de Rossana Podestá y un comentario musical envolvente compuesto con verdadera inspiración. La película funciona a nivel formal teniendo la misma serenidad narrativa que otros títulos de Julio Coll como Distrito quinto o La cuarta ventana y además hay diálogos buenos, un argumento bien expuesto y el tono peculiar que el notable cineasta supo imprimir a sus obras y especialmente a las que fueron filmadas en blanco y negro. Sin duda Coll merece un puesto especial en el cine nacional y este film áspero y duro en varios momentos pertenece a una época donde había un gran sentido de la estética en la pantalla española. Tras la mentada Distrito quinto Julio Coll volvió a triunfar merecidamente con Un vaso de whisky .