Pájaros de verano
Sinopsis de la película
Basada en una historia real que explica el origen del narcotráfico en Colombia, la película se sitúa en los años 70 cuando la juventud norteamericana abraza la cultura hippie y con ella a la marihuana. Esto provoca que los agricultores de la zona se conviertan en empresarios a un ritmo veloz. En el desierto de Guajira, una familia indígena Wayuu se ve obligada a asumir un papel de liderazgo en esta nueva empresa. La riqueza y el poder se combinan con una guerra fratricida que pondrá en grave peligro a su familia, a sus vidas y a sus tradiciones ancestrales.
Detalles de la película
- Titulo Original: Pájaros de verano aka
- Año: 2018
- Duración: 125
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Opinión de la crítica
7
60 valoraciones en total
Se podría leer ‘Pájaros de verano‘ como una secuela espiritual del anterior trabajo de Ciro Guerra ‘El abrazo de la serpiente’ pues son evidentes las preocupaciones que comparten dichas obras. Guerra, acompañado en la dirección esta vez por su habitual productora Cristina Gallego, sigue indagando en los peligros e intereses que surgen del choque entre el mundo occidental y las culturas indígenas de Latinoamérica. En este nuevo filme, que vuelve a extraer una parte de la historia de Colombia, los protagonistas son los miembros de las diferentes comunidades indígenas Wayúu, quienes pronto se verán enfrentados en el desarrollo del narcotráfico, como consecuencia del capitalismo occidental más salvaje.
Bajo la aparente faceta radiográfica de las culturas del desierto de La Guajira, se esconde una inusual cinta de gánsteres que encuentra no pocas resonancias con la trilogía de ‘El Padrino‘ o con ‘Uno de los nuestros’ de Scorsese. Trabajando dentro de los parámetros de la epopeya del crimen (incluso la estructura narrativa está dividida en capítulos, trasladados aquí en forma de cinco cantos de la folclore wayúu), la pareja de directores utiliza una plantilla marcada del género como dispositivo para explorar y examinar la pérdida identitaria de las culturas indígenas, tomando el modelo de ascenso y caída constituido ya en 1932 por el ‘Scarface’ de Howard Hawks. Aunque lo que realmente brilla en la propuesta no es el simple traslado de códigos, sino la recuperación de las formas del cine etnográfico, acompañado de coloridos rituales y pensamientos mágicos comunitarios.
Es justamente la secuencia que abre ‘Pájaros de verano’ la que mejor subvierte las convenciones del género. El joven Rapayet, pide la mano de Zaida, hija de la mayor representante de la comunidad wayúu, acto que trágicamente unirá a las dos comunidades, escena nupcial con la que también inicia la trilogía de Ford Coppola. Sin embargo, la escena reniega de cualquier realismo para acercarse a una puesta en escena onírica que abraza de manera más contundente el espíritu de ‘El abrazo de la serpiente’. El suceso se desarrolla al aire libre, dentro de unos espacios desérticos que dan impresión de infinidad, y la fisicidad del viento empuja las telas rojas y los cabellos de los dos sujetos hacia una vastedad que sugiere una presencia espectral. Forma y fondo en perfecta sintonía. Rituales, colores y movimientos de cámara, que parecen seguir el ritmo de las danzas folclóricas, relatan el punto de partida clave de la película, sin falta alguna de diálogo.
Será a partir de la boda cuando la película irá cayendo gradualmente en los lugares comunes del género y donde irá despojándose, poco a poco, de la vocación y el estilo que parecían distinguir la película de manera tan abismal de productos más accesibles y convencionales como la serie ‘Narcos’, donde toman más importancia las persecuciones con cortes rápidos y una musicalidad acorde al género. Este cambio en las formas, que también podría leerse como una pérdida de la espiritualidad de la comunidad en favor de los bienes materiales, termina por decantarse demasiado por un modelo de cine de entretenimiento, delegando al ostracismo toda la vertiente reflexiva que contenía la película.
El último destello-milagro de ‘Pájaros de verano‘ se obra al final de la misma, al revelarse que la voz en off que acompaña a los cinco cantos que compartimentan la película pertenece a un anciano, sobreviviente de la guerra entre los clanes, que hace de figura rescatadora de las costumbres de los pueblos indígenas de Colombia, donde la transmisión oral se ha convertido en la única forma de contar las tradiciones que nutrieron un país.
Leer en: https://macguffin007.com/2019/02/21/critica-pajaros-de-verano/
Considero que el interés que proyecta su director sobre ella, viene totalmente marcado por un planteamiento más poético, que leal a un enfoque veraz.
Resulta muy complaciente, producida en apariencia, para ser nominada a premios, por la distancia que toma hacia sus personajes, siempre rodeados de una curiosa complejidad, que se nos presenta desde ese lado poco común, que tanto gusta en festivales.
Es necesario que el cine evolucione, lo que entiendo menos en este caso, es la exhibición de curiosidades locales de un pueblo que trata de mostrar otra realidad, que ignoro si es tal como se ofrece, generando en mi… fuertes dudas.
Ni siquiera hace falta el ser Colombiano para enamorarse de esta película. Si usted gusta del cine, de las historias bien y bellamente contadas, corra ya al cine y vea esta maravilla. Es cierto que esta obra bebe de las películas del género western y del cine sobre las grandes familias de mafiosos, tales como la mismísima película de El Padrino, demostrando una vez más como las grandes historias desafían su propia manufactura y comienzan a dialogar entre sí (pues hay un punto en que el relato parece digno de una tragedia griega) al tiempo que mediante su narrativa fresca (aunque sabe muy bien cuándo apretar el acelerador y cuando frenar en seco), su hermosa fotografía y su bien pensada estructura son, por mucho que el término ya esté agotado, una carta de amor al cine .
No obstante, la película va más allá y como sucedió con la aventura amazónica de hace ya 3 años, retrata detalladamente la identidad fragmentada de los pueblos indígenas de Colombia, siendo esta vez el turno de los Wayuu, enalteciendo sus costumbres y los cimientos de la realidad que cantaron sus ancestros y que nos grita mediante todo tipo de símbolos incomparables lo trágico que sería que estas voces llegaran a extinguirse.
Y finalmente, para resaltar una tercera gran virtud de la cinta, también está el hecho de cómo en medio de de su finura y naturalidad para contar una historia tan bien contada, y de los invaluables y perfectamente logrados acercamientos a las tradiciones ancestrales y su lucha en época moderna, puede el poder del cine transformar todavía con mayor sutileza, camuflando todo entre sus escenas y diálogos, lo que se piensa de las culturas indígenas y del país en cuestión país (pues sí es una película en cierto punto sobre el narcotráfico) al enseñar una mirada más personal sobre cómo un el poder y el dinero terminan por corromper hasta a los más inocentes de manera que ni el desierto de la Guajira consigue quedar virgen de un derramamiento de sangre que se da cuando los peores males del hombre tocan a la puerta en formas de las que no se puede llegar a sospechar todo el mal que traerán a la identidad y unidad de un pueblo que no se mereció nunca lidiar y pagar por los errores y problemas de toda la humanidad.
Simplemente recomendadísima. Un gran historia que lo hará salir del cine lleno de contradicciones, como lo son la plenitud y el deseo de mas, el orgullo y la vergüenza, la inocencia y la culpabilidad.
Los Wayúu son los hijos del viento y la primavera. Son una nación con más de seiscientos mil integrantes y la primera fuerza indígena en Colombia. Su cosmogonía tiene fuerte relación con el territorio, sus ideas del mundo, les han permitido construir una identidad y una serie de principios, donde la mujer mantiene el linaje (un tipo de matriarcado) que cuenta con un papel de dominio. El Putchipü es el artífice y al tiempo la columna vertebral de la comunidad: traen y llevan la palabra, como el despliegue del viento y el mar. Esa base fundacional, de confiar en lo que se dice, les ha permitido sobrevivir luego de siglos como una cultura de diálogo. Aunque la historia debe contar que también ha habido (y hay) muchas guerras entre ellos, sus familias y clanes. No obstante, se sostienen por creer en el palabrero, tanto que se considera un patrimonio de la humanidad y sus ejemplos de paz/paces han trascendido. Esas intimidades, son las que podemos ver, como si fuera un documento etnográfico, a través de Pájaros de verano, la película de Cristina Gallego y Ciro Guerra. Aunque esa es una primera película, luego el vuelo como espectadores, nos llevan hacia otras latitudes.
Se trata de nuevo, como en las producciones de Ciro, de un viaje y una experiencia audiovisual muy enriquecedoras con ciertas incertidumbres, pasó en La sombra del caminante (2004), con el que deambulamos exorcizando culpas y demonios, se hizo el recorrido de los juglares y de una buena parte de la costa Caribe en Los viajes del viento (2009) y tuvimos un viaje cósmico e histórico en El abrazo de la serpiente (2015). Con un talante de fuerza narrativa, donde ya no se tiene en cuenta, tanto lo exótico de la historia, para contemplar dirían unos, sino que, a través de un ritmo sostenido y vibrante, nos mantiene expectantes de los sucesos, de la trama. Es una película con muchos pliegues y también -siendo el foco central- sobre la violencia, cruzada con el tráfico de drogas, en este caso, de marihuana, por allá a finales del 60 y principios del 70.
Más, una historia de familia, en el que se presume de poder potenciar el linaje y el honor. He ahí una segunda película, una experiencia trepidante, de gánsteres han dicho ya varios. Pudo haber sido otra la cultura, otro el contexto y obtendríamos testimonios muy similares de ese creciente negocio e industria del narcotráfico. La Guajira también habrá de narrarse, no sólo en modo de culturas y capacidades de sus comunidades, sino que también han convivido con el contrabando y otra serie de situaciones como el de ser zona limítrofe.
La película nos muestra la madurez del cine colombiano, como también sus clichés. Trascenderá lo contado en Pájaros de verano y como ya ocurrió en Cannes, europeos y espectadores de otros contextos, gozarán con el exotismo de culturas de las que poco saben. Más el atractivo de la violencia mezclada con drogas. El cóctel es explosivo y salta lo hecho en El abrazo de la serpiente, en el que primaba más lo étnico, en Pájaros, sus directores la hicieron, para decirle al mundo que son de Colombia, pero que hacen cine teniendo en cuenta la aldea global.
Pájaros de verano, cuenta con su propia capacidad de vuelo. No idealiza las comunidades indígenas, pero esa combinación de sus ceremonias y creencias con temas de índole macabra, deja muchas inquietudes y molestias. Y lo que hace de forma sagaz es articular los principios de los Wayúu y su enfrentamiento a un fenómeno que no sólo los reventó a ellos, sino a todos los colombianos. Pocas películas, para un tema de tantas dimensiones, han sido grabadas en Colombia, y con este matiz, no tenemos muchos antecedentes. Seguro volarán muy lejos, aunque desde cerca, se sienta que tal aire, no es como la primavera, que dicen ser los Wayúu. Ppor supuesto, Los Wayúu han sido condenados a vivir como marginales y de ellos se han aprovechado, y su cultura ha sido más el beneficio del museo que de su propia nación.
Ya La Guajira había sido tratada en cine. La eterna noche de las doce lunas (2013) se convierte como el preámbulo a Pájaros, dado que la película empieza con la ceremonia o el paso de ser niña a mujer en la cosmovisión Wayúu. Luego en la de Cristina y Ciro se encuentra un hombre -Rapayet- que pretende que una niña-mujer -Zaida- sea su prometida, y de repente pasamos a la película dos: el cortejo entre ella y él y las implicaciones de construir una familia. Vemos entonces, un paisaje de la árida tierra de La Guajira y como ciertos oasis la dejan más derruida, también esas costumbres y rituales: el aprecio a la vida, la manera de tomar la muerte, el pulso entre las familias mediadas por el palabrero, los diálogos en Wayunaiqui que nos muestran un modo del pensamiento de los Wayúu y ese cáncer incubado hasta en los pensamientos de cada colombiano como lo es el narcotráfico.
El lema con el que se promociona atrae: Si hay familia, hay honor. Si hay honor, hay palabra. Si hay palabra, hay paz. Diríamos desde el cine: Si hay historia, hay cine. Si hay cine, hay emoción. Si hay emoción, obtendremos espectadores. Si tenemos espectadores, hay cine.
Esto es cine colombiano del bueno, del que visita las regiones casi desconocidas del país y no solo las muestra con gran belleza (como solo las obras de arte lo saben hacer), sino que también da una mirada crítica y humana de su propuesta.
Hablada casi en su totalidad en Wayú (son pocos los diálogos en español), Pájaros de Verano es una historia sobre la importancia de la identidad cultural (en este caso indígena) y la absurda veneración que tenemos hacia el dinero y el poder.
Dividida en CANTOS (a lo Dante en la Divina Comedia), arranca como un relato etnográfico mostrando las costumbres Wayú y termina como un sangriento exponente de genero ligado a las luchas del narcotráfico, al mejor estilo Scorsese. Una hermosa fusión de cultura indígena y estilo gánster.
A nivel técnico, la película también funciona más que bien: los paisajes y la fotografía dan vida a la pantalla, las actuaciones sobresalen, especialmente Carmiña Martinez quien hace el papel de Úrsula (líder comunal que por momentos me recuerda a Lady Macbeth cuyo poder sobresale en la segunda mitad del film) y finalmente la Dirección a cargo de Ciro Guerra y Cristina Gallego que demuestran su capacidad de contar una historia bien elaborada y visualmente potente.