My Blueberry Nights
Sinopsis de la película
Elizabeth (Norah Jones) es una joven que comienza un viaje espiritual a través de América en un intento de recomponer su vida tras una ruptura. En el camino, enmarcada entre el mágico paisaje urbano de Nueva York y las espectaculares vistas de la legendaria Ruta 66, la joven se encontrará con una serie de enigmáticos personajes que le ayudarán en su viaje.
Detalles de la película
- Titulo Original: My Blueberry Nights
- Año: 2007
- Duración: 90
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Opinión de la crítica
Película
6.6
33 valoraciones en total
Amar nunca fue algo fácil. Y fracasar en su intento lo convierte en una tarea doblemente compleja.
Kar-Wai es un maestro es transmitir el desamor. Su pérdida. Y la esperanza de hallarlo una vez más. Un genio del sentimiento no expresado
Norah Jones (grandioso debut de esta bellísima cantante) nos introduce a través de la vida de Elizabeth durante aproximadamente un año.
Dejaremos sus llaves en la pecera transparente.
Lloraremos a su lado.
Nos emborracharemos juntos a ella.
Contemplaremos sus labios manchados de los restos de tarta de arándano desde el otro lado de la barra del bar junto a Jeremy (acertado Jude Law).
Y ahí empieza nuestro viaje hacía la calle de enfrente. A los nuevos horizontes. Al nuevo amor que enterrará al viejo.
El hongkonés (Dios de la imagen y poesía visual), con su particular estilo e interponiendo la mayoría de veces un cristal entre el espectador y el personaje, desnuda las emociones de forma hermosísima equiparando un dulce beso al suave fluir del chocolate sobre un delicioso helado de nata.
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La historia entre Arnie y Sue Lynne es la más desgarradora y verdadera que jamás vio entre whisky y vodka un servidor. Brillantes Strathairn y Weisz en sendos personajes que hará despertar en Elisabeth la semilla del cambio. Sus fichas blancas están sobre la mesa y pronto las recoge una jugadora de póker, la bella Portman encarnando a Stu Unger en versión femenina capaz de descubrir los pensamientos de todo el que se pone por delante.
La historia de su Jaguar, su padre y sus clases sobre la desconfianza en el ser humano (sobretodo en uno mismo) le harán dar el paso definitivo para volver a aquel bar de Nueva York, una vez mudada la piel, al encuentro de su amigo Jeremy a quien ha escrito periódicamente desde su partida.
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Largo recorrido para llegar al punto de partida, pero sería un error pensar que fue en vano. Quién regresa alegremente con su gorro verde y apetito voraz no es la misma que entregó las llaves a Jeremy para que las recogiera su antiguo novio.
Ahora sabe, mientras suena de nuevo The Greatest, que esa tarta de arándano que nadie quiere y mira la vida desde la vitrina del bar está hecha para ella.
Y me relamo al disfrutar este poste que prepara el maestro hongkonés, pues se que su humilde historia de desamores y nuevas oportunidades no es para todos los paladares. Y eso le da un sabor más especial. Sabor a magnífico.
Por otra parte, su portentosa y a la vez íntima música incluye temas de Norah Jones (como no), Cat Power, Otis Redding, Mavis Staples, Cassandra Wilson, Amos Lee, Ry Cooder y Gustavo Santaolalla que crean la atmósfera necesaria para disfrutar al completo de la nueva genialidad de Kar-Wai.
Dato curioso. El cameo de Cat Power como antigua novia rusa de Jeremy.
La pena. Que esta vez el maestro no haya contado con Maggie Cheung (tengo un amigo al cual le pone).
Hasta tres veces aplaudió el público asistente del festival de Valladolid al término del film. El largometraje era sin duda uno de los más esperados de esta edición número 52 de la SEMINCI, y parece que la gente quedó en su mayoría más que contenta. El debut de Wong Kar-Wai en inglés pasa con buena nota el examen del público, y además despeja las dudas que podía levantar Norah Jones en un papel protagonista. La cámara no tiembla al mostrar primeros planos de la actriz, y ésta se desenvuelve con suficiente soltura como para no desentonar ante la talla del resto de actores.
My Blueberry Nights es una hora y media larga dividida en tres historias casi independientes, enmarcadas en el particular viaje de Lizzie por encontrar su camino en el amor. Un escape emocional por la ruta 66 que lleva al personaje de Norah a tres lugares distintos, donde conoce a varias personas con las que de un modo u otro comparte su experiencia y aprende (o no) del resto. Historias de adicción, alegría y tristeza. Ilusiona y entristece por momentos, de forma velada, sin grandes sobresaltos, pero tocando el corazón.
El particular uso de la cámara del director oriental sigue presente en este acercamiento al cine occidental, que saca una gran belleza visual de todos los rincones. Su maestría y experiencia está presente, se nota en cada escena. Hay tomas, muchas tomas, a través de ventanas y cristales, con los protagonistas fumando o comiendo, desarrollando en silencio los sentimientos que quieren transmitir. Todos los actores están en ese sentido a muy alto nivel, especialmente David Strathairn en el papel de Arnie, un alcohólico con el corazón roto. Me encantó. Es su historia además, protagonizada junto con Rachel Weisz en plan femme fatale, la que mejor resuelta está, y probablemente la que más sensaciones transmite hasta la butaca.
No decepciona, es una película casi redonda en lo técnico y en sus pretensiones, y como introducción de Kar-Wai a un nuevo mercado es más que notable. Yo he quedado muy satisfecho, My Blueberry Nights es suficientemente buena por sí misma, aunque los seguidores del genial director quizá la vean por detrás de otras suyas.
Yo ya quiero más Wong Kar-Wai.
Wong Kar-Wai viene ilustrando en sus preciosas (o, mejor, preciosistas) películas una única idea: el amor es la peor de las adicciones. Sus personajes (siempre muy estilosos) circulan por los fotogramas con una elegancia muy medida, pero todos son yonkis del amor con síndrome de abstinencia. La euforia (fugaz) y las larguísimas resacas y desintoxicaciones de los amantes/enamorados con sus correspondientes recaídas es el tema que Wong Kar-Wai explota siempre y que ahora, en «My Blueberry Nights» (junto al alcoholismo y la ludopatía), nos presenta como si fuera una mona de Pascua cinematográfica: figuritas de chocolate, frutas escarchadas de colorines y mucho celofán y lacito. Todo muy aparente para verlo en el escaparate de una pastelería: luego nos damos cuenta de que abusa de los aditivos artificiales y que su postre es pura bollería industrial.
En otras palabras: Wong Kar-Wai cuida lo visual, pero desprecia lo narrativo: su especie de road movie de crecimiento espiritual es muy endeble, recurre a todos los tópicos y emplea personajes inverosímiles. Todo lo que aquí pasa o se dice se justifica únicamente porque está escrito en el guión, no porque en la vida real las cosas sucedan o se sientan así. Sospecho que Wong Kar-Wai habla de lo que no conoce: sus personajes no son personas, son figurines, entelequias, pura sublimación, y sus sentimientos, puro papel (además, papel couché). En esta película se han gastado más en laca que en el guión y eso se nota. Todo es peliculero, blandito, estiloso y está falto de vida.
Jude Law sale muy mono, eso sí.
Jude Law tuerce su boca con una visible mueca cada vez que sonríe, Norah Jones se desvive por una sombra del pasado y grita desconsoladamente por ello, Rachel Weisz impone con su presencia y derriba el celuloide con ese marcado carácter, David Strathairn bebe, olvida y se tambalea de un lado a otro, y Natalie Portman se mueve como si estuviese en un escenario de Broadway, con una garra y un descaro que servidor pocas veces había vislumbrado en un film de Wong Kar-Wai.
¿Y cual es el dilema? podría preguntarse más de uno.
El dilema es que no hay dilema. Que Wong Kar-Wai ha pasado de la sutileza, delicadeza y tacto de su etapa hongkonesa, donde los intérpretes orientales lograban que se palpase una armonía y una calma patentes en pantalla, a la contundencia de unos caracteres mucho más marcados y descomunalmente distintos, que están directamente en el extremo opuesto.
No, no se engañen. No hablo de que Kar-Wai haya perdido esas virtudes que le hacían único, hablo de que, no sólo las ha conservado trabajando con unos actores que no tienen nada que ver, sino además ha sabido componer tres relatos trágicos, lúcidos, bellos y ponerme, de nuevo, un nudo en la garganta con esas composiciones de imágenes, neones, luces y música tan espléndidas, que llenan la pantalla y la retina del espectador, y le invitan a seguir disfrutando y padeciendo con esas desoladoras historias de búsqueda, amistad y comprensión. Historias en las que no es necesario entrar, ellas te invitan a sentarte entre sus personajes, y a ser uno más.
Pasen pues, y acomódense en esos pequeños baretos, a observar las cintas de Jeremy y tomar tarta de arándanos, a oír, de nuevo, como Arnie comenta que es su última noche, a sentirse cautivados ante el radiante ímpetu de Sue, a acompañar a Leslie en su pequeño periplo. Pasen y siéntense, a disfrutar, a padecer, con Wong Kar-Wai.
Y llegó otra campanada del cineasta hongkonés. Si ya se había consagrado en la filosofía del desencuentro y de la búsqueda y pérdida del esquivo amor en In the mood for love , 2046 y Days of being wild (para mí sus mejores obras junto con la presente), en My blueberry nights coloca el broche a una inspiración profusa y variopinta con los exponentes comunes de su cine.
Le fascina la noche. Tanto como le entristece. No importa si el escenario es Hong Kong, o Nueva York, o Memphis, o una ciudad de Nevada. Noches de neón, de calles mojadas de lluvia, casi desiertas. Los trenes circulando y atronando en el silencio, indiferentes. Resplandores de rojos, azules, verdes.
La fotografía posee una individualidad característica y un encanto que encandila y remueve. Experimenta, juega con los encuadres, con los ritmos sincopados, ralentizados y acelerados, se desenfoca con su objetivo inquieto que raras veces parece encontrar lo que busca. Porque tal vez lo que busca es imposible de cazar al vuelo con un fotograma. Tal vez intenta, ambiciosamente, encontrar un modo de fotografiar las almas y nunca termina de lograrlo.
Como esas personas que siempre persiguen algo que se escapa.
Jeremy regenta en Nueva York su café especializado en pasteles para postres. Él espera junto con esas llaves que muchos clientes se dejan olvidadas. Llaves que ofrecen la posibilidad de abrir puertas y corazones. Jeremy aguarda su posibilidad y recuerda la historia de cada llave abandonada. Pero no hay llave más especial que la de Elizabeth, quien acude a su local quizás en busca de compañía, de consuelo y de olvido. Entre pasteles de arándanos y helados, ella va forjando la determinación de marcharse en pos de su propio rastro extraviado. Para restaurar por el camino sus pedazos rotos. Y Jeremy contempla sin pestañear su angelical rostro dormido sobre el mostrador y con los labios manchados de helado, ambicionando robarles algún beso.
Quienes trabajan en cafés y bares saben mucho acerca del áspero aislamiento de los corazones y de las penas ajenas, como un espejo de las propias. Muy bien lo sabe Jeremy, y así lo reafirma Elizabeth en su viaje. Las barras de los bares siempre albergan a algún pobre diablo que se ahoga en alcohol. Como Arnie. Su desamor crudo y desgarrador tiene la figura de una mujer de rompe y rasga, Sue Lynne, con las bellísimas facciones de Rachel Weisz.
Y continúa el viaje hacia lo desconocido. Natalie Portman y sus noches ludópatas, fingiendo tener un corazón más duro de lo que es en realidad.
Miles de kilómetros hacia la libertad y el descubrimiento. Puede que no tenga mucho sentido, pero Elizabeth se siente revivir mientras es testigo de las soledades despesperadas por aferrarse a alguna fuente de calor.
Y Jeremy siempre esperándola en Nueva York.