La puerta de la carne (Gate of Flesh)
Sinopsis de la película
Aclamado y tórrido drama de alto contenido erótico. Prestigiado por la crítica por ser Suzuki uno de los directores japoneses que rompió los modelos clásicos al tiempo que varios realizadores hacían lo mismo en Europa, el film, no exento de un notable sadomasoquismo y mucha naturalidad en la filmación del arte del amor, narra la historia, en el Tokyo de la Segunda Guerra Mundial, de una prostitutas japonesas que cobijan a un criminal, por el cual acabarán todas suspirando.
Detalles de la película
- Titulo Original: Nikutai no mon (Gate of Flesh)
- Año: 1964
- Duración: 90
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Opinión de la crítica
Película
6.6
27 valoraciones en total
Gate of Flesh es una película que, si bien tiene una fuerte base en la realidad histórica del Japón de postguerra, posee también un fuerte componente de irrealidad, de ensoñación, mediante el uso del color, los decorados, las sobreimpresiones… Suzuki estiliza y se ensimisma sobremanera, y donde tenía que realizar un crudo melodrama de prostitutas, hace otra cosa, de igual manera que, cuando tenía que limitarse -desde el punto de vista de la Nikkatsu, su productora- a hacer películas de yakuzas – Tokyo Drifter (1966)- o de asesinos a sueldo – Branded to Kill (1967)- hace otra cosa, o le sale otro tipo de cine (un musical, en el primer caso, y un delirio vanguardista, en el segundo).
Nikutai no mon es un indiscutible retrato de la sociedad japonesa de la posguerra, suicidio, prostitutas y asesinatos por doquier, una época en la que la gente sobrevivía como podía y cuya moral equivalía a poder echarse un puñado de arroz a la boca y en donde a fin de cuentas, nadie echa de menos a nadie. 4 prostitutas. Una de rojo, otra de verde, otra de morado y la gorda, que no puede faltar, de amarillo.
Entonces aparece, la chica del kimono, la peor y la mejor, rompe con sus hermanas de convento y se enamora del tipo equivocado, una especie de nuevo Tanaka surgido después de la guerra y que todavía subsiste hoy en día, el que se encarga de alimentarlas prácticamente, pero putero, fascista y cargado de vicios hasta la médula.
La mejor, porque ese kimono es un símbolo claro del Japón tradicional en la sociedad moderna, solo una fachada, algo así como un pequeño templo sintoísta situado a la entrada de una gran metrópoli llena de pachinkos y karaokes.
Lo del cura negro, impagable, su desenlace es el precio a pagar por la buena fe cristiana, que suelta su moralina barata hasta en medio del mismísimo infierno, curioso que el tipo no hable una palabra de japonés, soltando sus ñoños sermones en inglés, detalle con el que Suzuki acentúa la incapacidad de entendimiento entre el puritanismo cristiano y una convulsa sociedad japonesa que acaba de perder una guerra y que intenta sobrevivir de entre sus propias cenizas.
Y ente todo esto una consigna, las prostitutas se rigen bajo una norma, ninguna debe enamorarse, y dar su cuerpo por algo que vale tan poco como el amor, romper esta regla puede significar ser torturada, con mucho dolor y sufrimiento.
El final no puede ser otra cosa que la descripción de un desastre social. Suzuki lo sabe llevar a la pantalla sin problemas. Los decorados, el uso del color, de la sugerencia. El sabor a derrota se masca una vez acabada la película.
Tras la guerra americano-japonesa que terminó con la rendición incondicional del imperio Japonés surgieron una serie de películas cargadas de pesimismo y que mostraban de forma manifiesta las consecuencias de la guerra, (Godzilla de 1954, radiactividad), esta película forma parte de ellas y es un magnífico retrato de la postguerra, todo vale, el objetivo: llevarse comida a la boca, bajo esta premisa tenemos a varias prostitutas que con ese objetivo han creado una única ley, no enamorarse, su situación no lo permite, como se diría en el Padrino: nada personal, tan solo un negocio .
Conviene resaltar el principio por su magnífica presentación del panorama de la sociedad, y del cómo los invasores americanos toman partida de ello. En esta parte nos presentan las prostitutas, así como su día a día, señalar cómo la pillería, los abusos, o el juego por el poder está a la orden del día, y su final en el que el ciclo se cierra, y volvemos al principio: animales sin principios y sin palabra.
Precisamente por estas razones es un film que no envejecerá, ya que olvidando la nacionalidad de invadidos e invasores, se le pueda colocar en cualquier momento histórico, véase cambiando Japón por Irak
En primer lugar, la película es ya tan sólo muy recomendable por su gran fuerza (en la imagen: y la imagen es fundamental en cine, como sin ir más lejos demuestra denodadamente Truffaut). En segundo lugar, recoge de una forma velada (aunque en su conclusión ya es manifiesta) una reflexión irrevocable sobre la envidia y como ésta opera en toda sociedad para el dudoso regocijo del individuo típico que la compone, incapaz de prestar atención a ningún ideal, mas que no sea el del estómago. No es tan importante, en última instancia, el contenido social, ni el del retrato del Japón de posguerra, sino el estrictamente humano y el de sus aspiraciones, que hayan, por medio de la carne, como indica el título, sublimación, consuelo.
El olor de la decadencia, el sonido de la degradación, el sabor de la pobreza, ruindad y desesperación que ha dejado la guerra en la civilización es abrumador y resulta imposible escapar de él.
Entre los esqueletos de lo que un día fueron ciudades sólo existe un mundo: el de la avaricia, el asesinato, la delincuencia, la suciedad, los sueños rotos y el comercio de la carne.
Hay por ahí un buen puñado de directores nipones que no figuran en la lista de los más brillantes pero que sin duda merecen descubrirse, artesanos especializados en producciones independientes, de serie B o bajo presupuesto que sorprenden por su inventiva, por su innovadora y audaz técnica que les hace representantes de un nuevo tipo de cine, más arriesgado, más provocativo. Son los que pertenecen a una especie de nueva ola , y ahí podemos hallar a Kaneto Shindo, Masahiro Shinoda, Hideo Gosha, Nagisa Oshima, Hiroshi Teshigahara, Yasuzo Masumura o Seijun Suzuki.
Este director, maestro sobre todo en las películas de yakuzas y criminales, siempre se ha caracterizado por sus imaginativas propuestas, plasmando sus historias con un humor muy irreverente, una dura crítica a la sociedad llena de realismo pero combinando eso con unas atmósferas surrealistas, extrañas. A pesar de que la Nikkatsu era bastante inflexible y de que el presupuesto del cual disponía el cineasta no era precisamente holgado, conseguía dotar de un personalísimo sello a sus films, y eso era porque no tenía dificultades para ser original.
De él y su cine bebieron cineastas como Takashi Miike, Quentin Tarantino, Takashi Ishii, Sion Sono o Takeshi Kitano. La Puerta de la Carne es quizá una de sus más conocidas películas junto con Marcado para Matar , donde lleva a la pantalla la famosa novela de Taijiro Tamura, la cual fue adaptada muchas veces al cine. En ella no se nos cuenta otra cosa que la reconstrucción del mundo destruido por el conflicto bélico, en concreto de ciudades japonesas como Tokyo, que vivieron el caos de la 2.ª Guerra Mundial, donde las gentes, refugiadas entre los esqueletos de lo que otrora eran edificios, no tienen otro método para subsistir salvo el pillaje, el asesinato, la prostitución o el comercio ilegal.
En todo este pequeño mundo donde la anarquía campa a sus anchas la historia se centra en un grupo de viles prostitutas que simpatizan con un criminal superviviente de la guerra. Este es el universo que se nos presenta en el film, retratando Suzuki de una manera brusca y amarga la situación de esas personas empujadas a vivir de lo que la calle les daba. Pero si algo hace interesante a esta Puerta de la Carne es por el poco corriente y llamativo estilo del que hace uso su director, puede que sea una película muy fiel a la realidad pero a la vez se destapa lleno de momentos donde cobra importancia lo surrealista, lo ilusorio.
Vemos secuencias que se asemejan enteramente sueños, impregnadas de colores vivos y sugerentes heredados del cine de Teinosuke Kinugasa (las cuatro chicas hablando del hombre y detrás esos fondos rojos, verdes, del mismo tono que sus vestidos) y otras donde se mezclan la visión real de los personajes con sus propios pensamientos, deseos o elucubraciones, como cuando Maya observa a ese borracho de Shintaro bailando y aparece superpuesta la imagen de su hermano con el uniforme de soldado. Destaca también el uso de un humor negro a veces demasiado incisivo e irreverente, de una alta carga erótica que servía para recalcar las libertades de las que gozaba el cine nipón por entonces, y como no Suzuki adereza de cinismo, hipocresía y abyección los diálogos o las acciones de sus protagonistas.
Hablando de los personajes que van y vienen por la pantalla, y los cuales la trama no termina por centrarse en ninguno de ellos en concreto (a pesar de estar narrada la historia por la joven Maya), no son simpáticos ni mucho menos, ni leales tampoco, sino despiadados, guiados por su codicia, envidia, desconfianza y tan desagradables y sucios como las ruinas donde procuran sobrevivir en su día a día. El cuarteto de prostitutas formado por Sen, Maya, Mino y Roku no tiene nada que ver con el que aparecía por ejemplo en La Calle de la Vergüenza de Kenji Mizoguchi (que lograban nuestra simpatía).
Son difíciles, vengativas, brutas, muy odiosas, sujetas a unas estrictas reglas que mejor no romper, y en el fondo sin respetar nada salvo su individualidad. Satoko Kasai, Yumiko Nogawa, Kayo Matsuo y Tomiko Ishii las interpretan de manera directa, violenta y realista. Si hay que destacar algunas de las escenas que juntas protagonizan es ese castigo brutal (que recuerda inevitablemente a aquel desgarrador clímax donde se pega una paliza ante la iglesia en ruinas a la protagonista de Mujeres de la Noche ) impuesto a la pobre Machiko, la más compleja de las féminas del film, encarnada por la hermosa Misako Tominaga.
Joe Shishido, un habitual en el cine de yakuzas (y asiduo colaborador de Fukasaku y Suzuki), queda genial como el duro Shintaro, con un personaje en la misma línea de los que también interpretaban sus contemporáneos Bunta Sugawara o Tetsuya Watari. El de ese sacerdote, al que da vida Chico Rolando, es para enmarcarlo (reflejo de la crítica a la falsedad de la religión que también se disponía en las miras de Suzuki), y que queda más que evidenciado en aquella cruda escena donde al final es arrastrado a tener relaciones sexuales con Maya.
Tal vez no estemos ante una joya del cine japonés, pero igualmente es importante de descubrir tanto como otros títulos nipones de más repercusión o trascendencia.
Aunque La Puerta de la Carne , más que satisfactoria, sea una experiencia desesperante, sádica, obscena, violenta, sucia, visceral y demoledora, es, fuera de duda, toda una experiencia.