La calle de la amargura
Sinopsis de la película
De madrugada, dos putas de mediana edad vuelven a sus cuchitriles. No están cansadas de trabajar. Están cansadas de no hacerlo. Una tiene problemas con una hija adolescente y un marido travestido. La otra tiene que enfrentare a la soledad. Pero esa noche van a ir a celebrar la victoria en el ring de dos luchadores enanos. En el hotel, para desvalijar a los hombres, los narcotizan con gotas oftalmológicas. Pero están tan asustadas y confusas que cometen toda clase de errores.
Detalles de la película
- Titulo Original: La calle de la amargura
- Año: 2015
- Duración: 99
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Opinión de la crítica
Película
6.1
68 valoraciones en total
Vuelve el gran Arturo Ripstein a la cartelera, no hace muchos años autor consagrado por los festivales – ganó la Concha de Oro de Donostia dos veces, que yo recuerde- , últimamente eclipsado por los nuevos valores del cine azteca (Gonzalez Iñarritu, Cuaron, Del Toro y Reygadas) y no hay razón para el olvido, el que fuera discípulo del Buñuel mexicano sigue fiel a su trayectoria autoral y nos muestra impúdicamente la miseria de el sórdido submundo urbano en el que se mueven una serie de grotescos supervivientes: prostitutas añejas, enanos luchadores… cuyas vidas se cruzan provocando un fatídico desenlace.
En la tarea le acompañan entre otros sus colaboradoras habituales,la siempre espléndida actriz Patricia Reyes Spindola y la guionista Paz Alicia Garciadiego. El resultado no está a la altura de sus mejores films – para mí, Profundo Carmesí , Principio y fin y La mujer del puerto – pero es una notable película dentro de su filmografía.
Si te gustan las terribles historias de Ripstein/Garciadediego disfrutarás de la peli, si no te gustaron sus anteriores obras, déjalo.
Constato que es difícil escribir sobre ‘The assassin’ (2015, Hou Hsiao-Hsien) sin mencionar el género ‘wuxia’. Como si el uso de ese término le otorgara al texto un aura o brillo intelectual más allá de los argumentos e impresiones expresados.
En los (horripilantes) debates de política y pseudodeporte (ambas temáticas comparten la chabacanería más absoluta en forma y fondo), se repiten una y otra vez y desde uno y otro lado, las mismas infumables coletillas.
Siento que vivimos (todos, yo el primero) en un infierno de Pávlov. Repetimos, salivamos. Sin apenas consciencia. Desatendemos lo que hay de mejor en cada uno de nosotros. En vez de amar, mordemos. Y lo peor de todo es que lo hacemos de un modo visceral casi mecánico. Sin pararnos a pensar que, como advirtiera amargamente Jean Renoir en ‘La regla del juego’ (1939), todo el mundo tiene sus razones.
El cine de Arturo Ripstein tampoco escapa a nuestro mundo de reflejos pavlovianos. Al invocar su nombre, surge, de manera automática, el nombre de Buñuel. Las razones –México y el lumpen, entre otras– parecen evidentes. La admiración confesa del propio Ripstein por el director aragonés apoya tal paralelismo. Sin embargo, en ‘La calle de la amargura’ yo veo más a otros autores: por un lado, en la temática y estrechez de los planos y lugares, he creído percibir amargas resonancias de ‘La calle de la vergüenza’ (1956), último film de Kenji Mizoguchi. Por otro lado, en la planificación, puesta en escena y, muy especialmente, en la magnífica fotografía de Alejandro Cantú, observo a Béla Tarr. El fatalismo –y, quizás, la falta de horizonte– es factor común de todos estos grandes cineastas pesimistas.
Arturo Ripstein es, en esta cinta, urbano. Béla Tarr tiende a ser rural. Pero los charcos –internos y exteriores– que retratan son muy similares.
Otro reflejo pavloviano surge cada vez que se menciona a Paz Alicia Garciadiego, guionista/compañera de Ripstein. Verbo florido, personajes marginales, esperpento… Todo ello nos lleva de la mano a Valle-Inclán. Comparar el tejido verbal, estilizado y sublime, del gallego, con los diálogos que urde la guionista para ‘La calle de la amargura’ es, en mi opinión, ir demasiado lejos. En cine, la creación verbal es accesoria –no digo irrelevante, sólo digo que no ha de ser lo principal–. En el entramado de imagen y sonido está la pulpa de la obra. El exceso de reflexiones hondas en boca de los personajes le quita realidad a la ficción. Diálogos que son cargas de profundidad literaria e ideológica tan manifiestamente dirigidos al espectador que apenas incomodan. Esas sesudas reflexiones, en boca de las prostitutas, para mí son innecesarias. Y no porque las prostitutas no sean aptas para hacerlas, sino porque sus cuerpos y sus caras (qué espléndidas están Patricia Reyes Spíndola y Nora Velázquez) hablan por sí mismas.
La película transmite, con gran fuerza y gracias a un preciso y acertado diseño visual, la idea de que los personajes viven encerrados: un ring, camas estrechas, un armario con espejo que devuelve la imagen sucia y fea de quien se asoma a él (ahí está, de nuevo, el esperpento, como en el uso de la vieja madre demenciada), las persianas metálicas, la escalera de forja, las rejas –tanto en la farmacia como en la comisaría–… La cámara bucea por ese laberinto sin salida como en busca de aire, y no lo encuentra. Las máscaras omnipresentes –que me hicieron pensar en el Rorschach de Watchmen– son un acierto incuestionable. Los luchadores en miniatura –sombras o mascotas, les dicen– replican a La Muerte y el AK-47, sus mayores, del mismo modo que la calle de la amargura es símbolo en chiquito de la miseria universal.
Cuando las prostitutas suben con los dos gemelos por las escaleras del Hotel Laredo y pisan la deslumbrante cuadrícula de luz de su recibidor (la secuencia es memorable) quisiéramos creer que el enrejado luminoso lleva al paraíso.
El plano final, con la calle vacía, nos da de bruces con la realidad.
Visualmente osca, dramáticamente hostil, nos sumergimos en un mundo de diversidad y diversificación, en ese club de los horrores, en esas clases marginales, en esos sentimientos brutales. Ripstein narra con valentía, simplicidad y carácter una historia que podría llegar a ser sórdida con unos personajes arrebatadoramente disfuncionales pero que al final no llenan, no llegan a transmitir y no enganchan al espectador. Fría, insensible y con interpretaciones cuestionables nos quedamos en lo kitsch, con lo armónicamente desesperado. Entretenida y opaca el sabor es agridulce ya que el guión no llega a unir todo lo que nos cuestionamos o esperamos.
La fidelidad a un estilo imperturbable y a unos temas grotescos, habitados por seres insignificantes, perdedores natos sin saberlo, en fin, al melodrama descarnado y punzante es digna de elogio. Pero esta vez Arturo Ripstein ha errado el tiro y nos ofrece un acerado compendio de sus tics y obsesiones pero sembrando a su paso la más soporífera de las indiferencias. Quizás se deba a que el guión de su colaboradora habitual (y esposa), Paz Alicia Garciadiego, resulta plano, torpe, moroso y cansino, sin garra ni fuerza, exangüe y malogrado. Pone en pie dos personajes interesantes – dos rameras añosas y míseras – pero les hace habitar una historia previsible, exhausta, desmayada y triste que no despega nunca y acaba por aletargar al espectador.
Ni siquiera la siempre estimulante presencia de la veterana actriz Patricia Reyes Spíndola consigue salvar la función. Ella encarna con convicción y valentía una figura paradigmática del mundo desalmado y cruel del México marginal, alma estéril y menesterosa impregnada de soledad y fracaso, pero con una dignidad y arrojo dignos de una empresa más fructífera o de mayor calado. Los demás actores cumplen sus cometidos, pero no aportan nada que hagan soportable el sinfín de desgracias, pesadumbres y tribulaciones que se amontonan en la narración como quien apila escombros, detritus o penas. ¡Qué fatiga más insustancial y desgarbada!
Los largos planos característicos de su director aquí resultan deslavazados, gratuitos y superfluos, demorando aún más una trama morosa y deprimida que avanza a pasos de tortuga provecta y achacosa. Se podría alabar la fotografía en blanco y negro que recalca aún más el tono de tristeza exánime de la cinta. Se podría alabar que sus autores fijen la atención sobre personajes marginales y marginados. Se podría alabar el interés y apego que sienten por sus derrotados personajes envueltos en mugre, codicia y ahínco por sobrevivir ante las adversidades. Se podría. Pero lo lamentable es que todas esas mínimas virtudes nos dejan indiferentes y fríos, sin empatizar en ningún momento con las innumerables desdichas, sin emocionarnos con sus empecinados padecimientos. Todo resulta gélido y lejano, vacío y tramposo. Una farsa fallida.
En definitiva, el mero reencuentro con el reconocible mundo desencantado y esperpéntico de su director y guionista no es aliciente suficiente para asistir a la calamitosa y somnolienta proyección de este manual de infortunios. Aprovechen su tiempo en rescatar otras obras de mayor enjundia e interés. Ésta no lo vale.
El matrimonio perfecto, el más grande y querido, ataca de nuevo. Arturo y Paz, Ripstein y Garciadiego. Él pone la cámara, ella, la escritura. Y siempre es o debería ser un regalo, una fiesta de guardar, un día señalado.
Tramas mínimas que sirven de excusa para lamentos sin fin, desahogos, quejas y letanías, confesiones, diatribas y agonías.
El corazón de su mundo lo encontramos en la lengua recreada, inventada, puesta de largo, otra vez. Suma maestra de diálogos, monólogos y exabruptos, filtrado perfecto de un idioma que en sus manos y sus voces parece despertar, renacer de entre los muertos del día a día y del horror del discurso oficial tan consabido.
Mundos opresivos y desesperados en los que pobres criaturas agonizan entre penas sin cuento. El canto del cisne de un enjambre de perdedores sin nombre. Corte de los milagros mexicana que nos muestra la derrota en todas sus formas. Sin concesiones ni buenos modos. A muerte.
Y, a pesar de todo, con piedad y sabiduría, con una retranca infinita, un jugoso sentido del humor que derriba a golpes de inteligencia cualquier atisbo de impostura, pedantería o demagogia. Son víctimas, pero no inocentes, o lo son, pero no buenos, o quizás sí, pero a su manera pícara y desolada. Sobreviven, pelean, se hablan y se miran, se juntan y se, más o menos, entienden.
Caída de máscaras (valga la parajoda en este caso tan mascarado) de una sociedad y un mundo que emerge poderoso y luminoso en su cruel sordidez.
Lo humano sin disimulos ni falsas esperanzas, mirado a la cara, reducido a lo esencial, al instinto y la fragilidad, al dolor y la inutilidad.
Fatalismo ineludible que cubre como una capa de polvo las vidas de estos pobres desgraciados dejados de la mano de Dios, arrojados a la nada, obligados a luchar por las migas, por las miserables babas del diablo.
La verdad de las verdades. De putas y liliputienses. De tarugas y enanos.
La historia que nos ocupa muestra a dos viejas fregadas (sexoservidoras, valga el sano cachondeo) que se cruzan en el destino de dos retacos de cuidado (chaparros, no más). Vemos sus vidas y meneos con minuciosidad jocunda y disparatada, tan tierna como triste.
El resultado es un pequeño milagro. De acontecer anodino y prescindible, pero de enorme fuerza, libertad y certeza. Cine así, por raro y personal, este de verdad sí es necesario.
¡ Y viva, también, Patricia Reyes Spíndola! Bendita de entre todas las mujeres