Días de pesca en Patagonia
Sinopsis de la película
Tras someterse a una cura de desintoxicación para dejar el alcohol, Marco, un maduro viajante de comercio, intenta cambiar el rumbo de su vida. Como parte del tratamiento, se le sugiere que elija un hobby, y él se decide por la pesca. Viaja entonces a Puerto Deseado porque es la temporada de pesca del tiburón, pero también porque su hija Ana vive allí y no sabe nada de ella desde hace años.
Detalles de la película
- Titulo Original: Días de pesca aka
- Año: 2012
- Duración: 80
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Opinión de la crítica
Película
6.2
97 valoraciones en total
Dicen que segundas partes nunca fueron buenas. Con ellas se pierde el factor sorpresa, se pierde una innovación sin la cual, se supone, ya no se puede lograr en el espectador el impacto imprescindible para que la película en cuestión cale en él con las sensaciones agradables que, siempre en teoría, estaban reservadas para la primera entrega de la saga de turno. Pero, claro está, no hay regla que no sea confirmada por sus respectivas excepciones, y el cine, que no es la excepción, no escapa a dicho principio. En esta misma línea, la carrera artística de Carlos Sorín es quizás una de las más fieles a sí misma, es una de las que, por mucho que pasen los años, ofrece poquísimas alternativas a un discurso originario en el que han pivotado la práctica totalidad de sus posteriores propuestas.
Véase su último trabajo, Días de pesca, en el que Carlos Sorín nos lleva, una vez más, a su querida Patagonia. La cámara no se despega jamás de un personaje 100% soriniano, excelentemente interpretado por un Alejandro Awada que con su sobrecogedora voz de tenor además nos regala uno de los momentos cinematográficos de la temporada, lección maestra de cómo cautivar… mientras al respetable se le hiela la sangre. De sonrisa agradable, sencillez en la conversación y entrañable en el tacto humano, un padre ex alcohólico, en el invierno de su vida y con la excusa de la temporada de pesca de tiburones en Puerto Deseado, decide reencontrarse con su hija, a la que hace años perdió la pista. Por el camino se cruzará con personajes tan o más sorinianos que él, en lo que es un típicamente soriniano peregrinaje. La lista de ingredientes en la receta se alarga, pero como se ha dicho, no hace falta seguir leyendo, pues al fin y al cabo sigue sin haber nada nuevo pues bajo el sol de la Argentina más austral.
¿Y qué? Es más, que así siga, porque Días de pesca deja bien claro que las buenas fórmulas, las auténticas, por mucho que se repitan, no pueden llegar a cansar. En este caso en concreto, con apenas una hora y cuarto de duración de la historia (no falta, tampoco sobra un solo minuto), es todavía más difícil que surja el agotamiento. No obstante, no se trata de la cantidad de metraje, sino de cómo (retomando los adjetivos empleados para describir al personaje de la historia) lo sencillo, lo cálido y lo mínimo, empleado en la justa medida (cada elemento en la proporción adecuada para no llegar a entrar en los siempre peligrosos terrenos de la cursilería), configura un producto muy cercano a la universalidad. Tiene tanto de drama familiar como de compendio de experiencias vitales deliciosamente irrelevantes. La tragedia más dura no se muestra pero se siente.
Tres cuartos de lo mismo sucede con la ternura, que aquí se nos muestra, como era de esperar de un autor tan sincero como Sorín, en su máxima expresión. No obstante, en un filme tan cargado de bondad, la tragedia (la más brutal, la más traumática… se intuye) está igualmente presente, pero de forma elíptica, no a través de saltos temporales, no a través de amplias disertaciones, sino, como debe ser, a través de las miradas, los gestos y, en definitiva, la actitud de unos personajes tan reales que lo que más les marca es el fuera de campo, aquello que la cámara, por supuesto, no puede captar. Al final, queda la sensación de que está todo cerrado… cuando hay infinitos cabos sueltos. Parece que se haya contado todo… y quede todo por contar. Maravillosa sensación que solo puede ser fruto de la sublimación de un estilo, plasmado en una película tan directa como -efectivamente- sincera y sí, perfecta dentro de sus pretensiones, inmensa en su microcosmos.
Carlos Sorin despuntó en 2002 con Historias mínimas, película que le dio cierta fama y reconocimiento no solo en Argentina sino también de cara a Europa.
Ahora vuelve a filmar en la Patagonia con Días de pesca (que en España llevará la coletilla de en Patagonia, sin saber muy bien el por qué) con otro drama íntimo, donde Marco Tucci, un viajante de comercio de 52 años, después de recuperarse de su problema de alcoholismo, se toma unas vacaciones en Puerto Deseado, donde pasará sus días pescando y aprovechará para retomar el contacto con su hija Ana, de la que perdió el contacto hace años.
Se agradece el buen tacto de Sorin de no forzar dramatismos innecesarios obviando mostrar el pasado alcohólico de Marco, se prefiere mostrar la cuesta arriba que viene después para volver a la vida y al día a día, sobre todo con respecto a las relaciones familiares, cortadas a raja tabla. Tampoco se incide en estas rupturas, se esbozar simplemente para que el espectador intente deducir qué pudo ocurrir exactamente entre Marco y Ana. Ciertas miradas y gestos son los que dan las pistas para la búsqueda interior, la frialdad del reencuentro, el miedo a un pasado que ha debido hacer mucho daño en sus interiores.
Marco es presentado como un hombre nuevo, simpático y cercano, aunque con un lado introspectivo pronunciado. Y, deducimos, no siempre fue así. Le han recomendado que tenga un hobby, para apaciguar el deseo de la bebida, y ha elegido la pesca, aunque al parecer hasta bastante que no la practica.
De este guión sencillo parte Carlos Sorin para mostrar esas historias mínimas que tanto le gustan, de sentimientos no mostrados pero a la vez palpables. ¿El problema? Es todo tan sencillo que casi no despierta el interés del espectador, la poca información que tenemos de los protagonistas acaba jugando en su contra, y los ochenta minutos que dura se acaban haciendo pocos. Es raro que se eche en falta metraje y no sea al revés, pero en Días de pesca, se hecha en falta más subtramas atrayentes, ya que la del amigo que lelva luchadoras de boxeo o la de la misma pesca quedan bastante pobres, y si la historia principal no tiene la fuerza necesaria para enganchar y no hay tramas secundarias que levanten el vuelo, la interesante trama acaba haciendo aguas en un espectador anestesiado.
Una pena que un producto interesante en su propuesta, con una fotografía trabajada y una banda sonora monotemánica pero preciosa, acabe sucumbiendo por falta de fuerza en la historia y en la puesta en escena. Con un repaso al guión, sin cambiar grandes cosas, se podría haber conseguido una película igualmente sencilla pero de mayor calado.
Seguramente habrá quien piense que así está perfecta, pero queda limitada a un sector muy minoritario, y más supeditada a que la historia que se imagine el espectador sobre el pasado de Marco y Ana sea lo que realmente le otorgue los puntos extra que le faltan a la película.
Aun con todo, un interesante ejercicio el de Carlos Sorin, aunque no llene las expectativas como uno desease.
Hay cineastas que entienden las películas como simples trazos de la realidad que los rodea, que anteponen la sinceridad de una imagen a la ambigüedad de lo forzadamente impostado. El argentino Carlos Sorín ha sido fiel a esta manera de narrar desde la sorprendente historias mínimas hasta el filme que ahora nos ocupa, con algún pequeño adulterio para frecuentar otros géneros sin renunciar, no obstante, a su estilo directo y semidocumental.
Siguiendo los pasos al comercial de una empresa de rodamientos que ha decidido pasar sus vacaciones en la Patagonia con la intención de pescar tiburones, aunque esto sea sólo el ‘macguffin’ para contarnos el reencuentro con su hija, a la que no ve hace años, Sorín, valiéndose nuevamente de actores no profesionales, indaga sin artificios en el itinerario de este ex alcohólico, secundado por un entrenador de boxeo y el propietario del barco en el que pretende salir a pescar.
Sin moralinas ni juicios sobre los personajes, al realizador argentino le bastan dos o tres pinceladas secas para darnos su medida exacta. Algo a lo que contribuye el hecho de que la película esté narrada prácticamente en tiempo real, con la cámara a ras de sus protagonistas, sin intervenir en sus vidas más de lo necesario. Cine honesto y sencillo, fugitivo de altisonancias y regodeos, creíble y con vocación de humildad.
Carlos Sorín vuelve a competir en el festival de San Sebastián con una nueva creación, Días de Pesca. Hay en esta nueva propuesta muchos de los motivos por los que anhelamos sus historias. Patagonia vuelve a ser el escenario perfecto de unos personajes desnudos, con mirada afable que esconden heridas antiguas, pero que apuestan por la superación a pesar del dolor y el sufrimiento. El marco idóneo de esos encuentros en mitad de la nada, con personajes insólitos y entrañables con los que mitigar por breves momentos, la soledad que acarreamos sin quererlo.
En esta ocasión vuelve a mezclar actores no profesionales, que dotan la narración de frescura, con otros con oficio, sólidos, que delatan con la mirada todo un mundo de emociones. Hay en esta historia personajes con ganas por recuperar lo perdido y sobre todo con deseo de lograr compartir lo ganado. Para ello recurre a la construcción de un mundo interno dónde los protagonistas se expresan con pocas palabras. Lo que no se dice es casi más importante que lo que se dice. Pesan más las miradas, de miedo, de reproche, de dolor, pero también de anhelo por encontrar un resquicio para recuperar lo único inmutable e imperecedero, el afecto. Nos conmueve su mirada, aunque lástima que a veces nos sepa a poco esa rendija y deseemos una ventana más amplia dónde lograr saborear desde otros ángulos su propuesta.
Carlos Sorín vuelve al desolado paisaje patagónico pero esta vez no se queda en la meseta sino que llega hasta el mar, de la mano del protagonista principal Marco (Alejandro Awada), un hombre de poco más de cincuenta y al borde de la jubilación, que ha decido pasar sus vacaciones con dos objetivos: pescar tiburones (algo que nunca hizo) y reconectarse con su hija de la que ha estado distanciado en los últimos años.
Los datos sobre el personaje van apareciendo a medida que se encuentra con seres fortuitos, el primero un ex boxeador y su pupila, a los que conoce en la estación de servicio donde queda varado por falta de combustible. Allí devela el móvil de su viaje y cuando es invitado a tomar alcohol aclara que acaba de salir de un tratamiento de recuperación. Precisamente, lo veremos insistir en una actitud superadora de esa adicción, cuidándose en la comida, haciendo footing por la playa, informándose sobre cómo son los equipos y los secretos para pescar una presa difícil y hasta peligrosa. Sin embargo, las cosas no van a suceder como él las ha planificado y el reencuentro con su hija tendrá idas y vueltas, sacando a la luz un pasado que no sirve para reconstruir la relación interrumpida durante demasiado tiempo.
Alejandro Awada y la debutante Victoria Almeyda son los intérpretes intensos y expresivos para darle carnadura a ese vínculo que tiene su momento descollante en una cena que transcurre en tiempo real, donde más que el diálogo, se imponen las miradas y los gestos que crean un clima emocional capturado magistralmente por la fotografìa en planos largos y tiempos muertos resignificados. Es memorable el momento en que la hija le pide al padre que entone una canción que recuerda de cuando era niña Bella figlia del amore y Che gelida manina, donde el tiempo se patentiza como un soplo que salta desde un recuerdo entrañable de la infancia seguido de una ausencia que cuesta restaurar desde el presente.
El film es tan austero que solamente la música resulta algo grandilocuente como marco del relato. Existen muchas similitudes entre la literatura minimalista de Raymond Carver y las historias de Sorín, confeso admirador de los cuentos del narrador americano que ha encarado las relaciones familiares desde una perspectiva donde el drama no excluye una candorosa ironía plasmada en un relato conciso, breve y profundo.
Más que disfrutable resultan también los entrañables personajes secundarios que ya son marca autoral en Sorín: el entrenador de boxeo y su pupila que van a Puerto Deseado a ganarse la vida con una pelea que no será tan fácil como piensan, unos jóvenes turistas colombianos que abruman al protagonista con su experiencia del mundo, el veterano instructor que lo llena de explicaciones para que aprenda a pescar a lo grande, o la enfermera que le trae una información fundamental.
Todos tienen el mérito de ser no-actores que hacen de sí mismos incorporándose con naturalidad frente a la cámara. Ellos siempre aportan momentos divertidos, una cuota de solidaridad o alguna enseñanza que el personaje asimila en su conmovedora obstinación por superar el pasado y ganar el afecto de los pocos lazos que aún le quedan. Como en Historias mínimas (2002) o El perro (2004), Días de pesca es un film de viajes literales e interiores que reconfortan el alma, a la par que se disfrutan por la excelencia de su realización.