Verano 1993
Sinopsis de la película
Frida (Laia Artigas), una niña de seis años, afronta el primer verano de su vida con su nueva familia adoptiva tras la muerte de su madre. Lejos de su entorno cercano, en pleno campo, la niña deberá adaptarse a su nueva vida.
Seleccionada por España para los Oscar 2018.
Detalles de la película
- Titulo Original: Estiu 1993 (Verano 1993)
- Año: 2017
- Duración: 97
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Opinión de la crítica
Película
6.8
24 valoraciones en total
Es arriesgado hablar mal de una película que ha puesto de rodillas a la crítica y a los jurados festivaleros, que ha convencido a la academia de cine para presentarla a los Oscar, y que encima está inspirada en unos hechos reales que la directora ha vivido en su carne. Comprendo plenamente las razones y los sentimientos que pueden haber llevado a Carla Simón a rodarla, pero entiendo de la misma manera que el espectador no tiene ninguna obligación de conocer el entorno o las circunstancias de la obra más allá de la mera ficción que se le presenta (a cambio del precio de una entrada, no lo olvidemos tampoco), venga de donde venga la materia prima.
La primera media hora de Verano 1993 está muy cerca de provocarme irritación. Todo me huele a ejercicio de postureo naturalista, a la típica película endogámica que parece hecha para un festival de hooligans de la nouvelle vague o para un seminario de teoría cinematográfica dirigido a alumnos de la ESCAC.
Se supone que eso que estoy viendo debería recordarme a Eric Rohmer, pero me remite más bien a esos suplicios de videoaficionado que todos hemos sufrido alguna vez por cortesía vecinal o familiar. Miro el reloj y compruebo que la tarde avanza sin que conecte con la historia. Algo que tendría que ser emotivo se me hace insulso, y a ratos hasta repelente, afectado pese a —o tal vez debido a ello— su pretensión de ausencia de efectismo.
Entonces llega la primera escena que de verdad me remueve. La reacción de un personaje secundario ante un simple contratiempo de patio de colegio provoca el primer asomo de conflicto dramático. Además, nos confirma por qué la historia está ambientada hace veintitantos veranos y no, por ejemplo, en el que acabamos de dejar atrás.
A partir de aquí el interés aumenta, aunque no lo suficiente. Se nota que Simón sabe sacarle provecho al plano en su totalidad, que domina el arte del iceberg que Hemingway defendía como la mejor manera de narrar (lo que no se ve es tanto o más que lo que se muestra), y aun así me quedo con la impresión de que habría salido un excelente cortometraje o aun un falso documental, porque igualmente detecto que hay la misma cantidad de sustancia que de relleno.
Si leéis las demás críticas que circulan por ahí pensaréis que estoy loco, ciego o que no tengo corazón. Casi todas hablan de una mirada minuciosa y llena de sensibilidad, de un trabajo de hondura emocional mediante la observación milimétrica, de una película grandiosa, bella, madura, deslumbrante, magistral, y no es que mientan: es que se refieren sobre todo a la intención y el trasfondo. A veces eso basta para ser condescendiente con el resultado.
Repito: no dudo de que detrás de Verano 1993 hay dosis ingentes de sinceridad, honestidad, integridad, talento y sensibilidad, y tal certeza no es incompatible con mi opinión de que a menudo se sobrevalora la espontaneidad para justificar otras carencias, como si pedir una trama sólida y unos diálogos bien escritos —en vez de improvisados por los actores— fuese una vulgaridad (o un crimen).
Puede que para algunos filmar una película usando criterios opuestos a los que se utilizan en los denominados blockbusters es suficiente para considerarla merecedora de premios y alabanzas exaltadas. No tengo nada en contra, pero cuidado con confundir la sencillez de estilo con la humildad artística.
Baste señalar un detalle: en el desfile de créditos finales no aparece la referencia al guion, supongo que para reforzar esa idea de naturalidad que a muchos les provoca gozo pero que, en mi caso —respetad mis rarezas—, me aleja de lo que entiendo por una experiencia cinematográfica memorable.
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Película que se centra en los recuerdos de infancia de su directora. Creo, sin duda, que esta es la base del problema. Es muy difícil evocar la propia infancia (o cualquier otra parte de la vida propia) sin acabar enseñando, sencillamente, una retahíla de imágenes inconexas, con sentido solamente para quien las ha vivido. La película es emotiva, sin duda, y muy bien interpretada, pero es aburrida. La mayor parte del tiempo carece totalmente de ritmo narrativo, enseñándonos solamente dos niñas jugando. Es lenta y monótona, aún estoy esperando algo que rompa un poco el ritmo y le dé emoción a la película. No lo esperéis. Pocas veces he sentido la tentación de ponerme a mirar mi Instagram en el cine…
Aunque sin duda las intenciones de Carla Simón eran buenas, los setenta minutos de metraje que se reducen a juegos infantiles se hacen cansinos. Creo, francamente, que para expresar lo mismo habría sido suficiente con un cortometraje de apenas quince minutos.
Carla Simón dirige su primer largometraje, Verano 1993, basado en su propia infancia. La conmovedora historia de una niña de seis años que acaba de perder a su madre, es por el momento la película española mas galardonada del año, con los premios de Mejor Ópera Prima y el Gran Premio del Jurado Internacional de la Sección Gen. KPlus en el pasado Festival de Cine de Berlín, además de la Biznaga de Oro y el Premio Feroz de la crítica en el Festival de Málaga 2017. Estreno 30 de junio.
A raíz de la muerte de los padres de Frida (Laia Artigas) por el Sida, es enviada a vivir a un pueblo de montaña con el hermano de su madre, su tío Esteve (David Verdaguer), su mujer Marga (Bruna Cusi) y su hija, Anna (Paula Robles). La película está basada en las propias vivencias de la directora Carla Simon cuando en el verano de 1993 perdió a su madre y tres años antes había muerto su padre también. Verano 1993 se filmó en el mismo pueblo donde Carla fue enviada cuando tenía 6 años.
Demasiados cambios y tan transcendentales, en tampoco tiempo, transcurren en la vida de una niña de 6 años para poder asimilar y comprender: el traslado de residencia a un remoto pueblo diametralmente opuesto a su antiguo hogar (una concurrida y bulliciosa Barcelona), unos nuevos progenitores bajo la figura de sus tíos que se han convertido en los recientes tutores legales y una hermana pequeña de cuatro años con la que tiene que competir por las atenciones y el amor de sus nuevos padres. Ante la falta de una explicación convincente por parte de los adultos, Frida lucha de forma desgarradora por comprender lo que ha sucedido y adaptarse al nuevo entorno, se consuela con las visitas esporádicas de sus abuelos e inocentemente, con una virgen a la que lleva objetos para tratar de recuperar a su madre.
La soledad y el desconcierto de Frida están bellamente representados en las primeras escenas de la película y deja magníficamente retratado el tema principal de Verano 1993 a través del cual girará el resto del metraje, la figura de un niño tratando de combatir con su dolor interior, incapaz de exteriorizarlo y buscando un lugar en su nueva familia. En ese marco de confusión inicial, vemos a la niña desorientada observando a muchos adultos como invaden su casa de Barcelona, empaquetando todas sus pertenencias para hacer la mudanza. Allí, aparece Frida, casi siempre sola y si hay alguien más a su lado, apenas se hace visible, porque la cámara con constantes primeros planos de ella no se despega de su figura. Carla Simón centra toda la atención en las miradas y percepciones de la niña por su entorno y el mundo que la rodea, es decir, la cámara gira en torno a ella, de tal forma que, cuando no aparece en el encuadre, es como si estuviéramos viendo a través de sus ojos.
Es un emotivo drama, en el que a pesar de la dureza del tema tratado, Carla Simón jamás cae en el sentimentalismo fácil ni tampoco trata de manipular las emociones de los espectadores. La historia nunca toma el camino del melodrama sino más bien abre una ventana a la esperanza y, refleja de forma muy realista, el mundo a través de los ojos de una niña, que tras la pérdida de su madre intenta comprender el significado de la muerte. El nombre de la enfermedad de la madre nunca se menciona, se trata de algo vergonzoso y deshonroso para la familia en una época donde la información sobre el Sida era algo confusa y estaba relacionado, de forma equivocada, a un estilo de vida oscuro.
Las actuaciones de los adultos son correctas y tanto David Verdaguer como especialmente Bruna Cusí están magníficos en sus respectivos papeles. Sin embargo, uno de los mayores atractivos de Verano 1993 reside en la excelente interaccción de las niñas, Frida y Anna, encarnadas por Laia Artigas y Paula Robles. Sus actuaciones son increíblemente naturales, no parecen interpretar a nadie y si, interactuar de verdad. Debido a la espontaneidad y frescura que irradian ambas, da la sensación de ser observadas a través de una cámara oculta sin que ellas se den cuenta, jugando y hablando entre sí. Todo el mérito es para la hábil dirección de Carla Simón que ha sabido extraer de forma magistral esa naturalidad tanto en los diálogos como en el lenguaje corporal de los jóvenes actrices.
Una de las escenas donde vemos con mayor claridad esa espontaneidad y naturalidad de las niñas, de la que he hablado antes, es en la que ambas están jugando, Frida en una tumbona de piscina haciendo el papel de mamá, con la cara pintada, botas camperas, fingiendo que fuma y hablando de la misma forma que supuestamente lo hacía su madre con ella, y por otro lado, Anna haciendo de hija servicial preparándola la comida. Se trata de una simpática escena que produce sufrimiento y horror a la vez, porque dice mucho de la relación disfuncional que tenía Frida con su madre.
Verano 1993 es una conmovedora historia magníficamente dirigida por una realizadora novel, Carla Simón, filmada con mucha sensibilidad y ternura, con unas soberbias actuaciones de las dos niñas, Laia Artigas y Paula Robles, y como broche de oro, posee una poderosa y hermosa escena final que describe de forma magistral todo el sentir de Frida. En resumen, una maravillosa película que seguramente después de los créditos finales, nos la llevaremos a casa con cariño guardada en nuestra mente.
He ido a verla con grandes expectativas, debido a las estupendas críticas y alta puntuación. Pero hacía mucho tiempo que no me aburría tanto. A pesar de algunas buenas actuaciones, del maravilloso entorno y la gran calidad de la fotografía y el manejo de la luz, la historia no logra conmover. Seguramente, esos recuerdos tendrán mucho valor para su creadora, pero, francamente, no ha conseguido mi empatía ni por un segundo. La única que me ha despertado cierta ternura y me ha hecho sonreír unas cuantas veces ha sido la pequeña Anna, que es un amor de niña (y debo subrayar que rara vez me gusta un niño en pantalla, en eso soy bastante hitchcockiana). No puedo entender los buenos comentarios de la gente aquí, incluso de personas con las que suelo coincidir. En las críticas profesionales dejé de creer hace mucho tiempo, suelen ser interesadas y pedantes.
Lo menos que se puede exigir a una historia como ésta es que emocione, pero a mí me ha dejado fría y mirando el reloj continuamente. La directora debería haberse trabajado un poco el guión, la impresión que da es la de haber rodado escenas, cámara al hombro, según le venían los recuerdos a su mente y, una vez considerado que había suficiente metraje, haberlas montado sin descartar nada ni establecer un hilo conductor. Con retazos de recuerdos no se construye una historia, al menos, no para contarla al público.
Es difícil escribir sobre una película tan profundamente salida del alma de su directora. Una película cuyo desenlace (*) expresa todo lo que un crítico quisiera describir. La dedicatoria final es una pedrada de emoción, de estima –en el sentido catalán de la palabra– que arrasa las defensas del espectador.
‘Estiu 1993’ no contiene un solo personaje que se salga de lo humano, ni una sola situación forzadamente literaria –pero su guión sí es literatura, sutil y transparente, pausada y honda–. Los juegos de niños y sus actuaciones resultan naturales –peste arriba, peste abajo, al fin y al cabo el VIH es la peste de los siglos XX y XXI– y las conversaciones, sotto voce, las conversaciones… a las que asiste Frida como sin quererlo, nos ponen un nudo en la garganta. Cuántas veces (no) hemos advertido que un niño escucha aquello que, quizás, no debería comprender. Y sin embargo, su radar infantil supera código de adultos y trampas del lenguaje. La comprensión, a cierto nivel, trasciende la semántica, la significación formal de las palabras, es pura vibración emocional.
El punto de vista, en mi opinión, es uno y doble. El de la niña, Frida, y el de la propia directora, evocando –intuyendo– la misma Frida que ella fue.
La película nos enseña a distinguir entre una col y una lechuga –¿se entiende lo que digo?–, a detenernos en el polvo que queda suspendido cuando un coche sale del encuadre, a ver flaquezas y riquezas.
Cuando la noche es muy oscura, hay una luz que mueve a regresar.