Un été brûlant (Un verano ardiente)
Sinopsis de la película
Paul conoce a un pintor llamado Frédéric que está profundamente enamorado de su pareja, la bella actriz Angèle. Paul acude a verla a un rodaje y se fija en otra mujer: Élisabeth. Las dos parejas deciden pasar unos días en Roma para conocerse mejor. Pero la aparición de otro personaje, Roland, provocará la ruptura de Angèle con Frédéric y el inicio de una tormenta de verano que tendrá consecuencias imprevisibles.
Detalles de la película
- Titulo Original: Un été brûlant (A Burning Hot Summer) (That Summer) aka
- Año: 2011
- Duración: 95
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Opinión de la crítica
Película
4.9
46 valoraciones en total
La verdad, una vez vista Un été brûlant, no es de extrañar el abucheo tras su finalización en el Festival de Venecia, quizás un tanto exagerado, pero no me sorprende en absoluto.
Y es que un director como Philippe Garrel, que dice que no hace películas para el público, sino en nombre del arte… pues hasta parece casi normal que reciba estos honores.
La historia, a modo de flashback, cuenta cuando Paul conoce a un pintor llamado Frédéric que está profundamente enamorado de su pareja, la bella actriz Angèle. Paul acude a verla a un rodaje y se fija en otra mujer: Élisabeth. Las dos parejas deciden pasar unos días en Roma para conocerse mejor, pero pronto entra en juego Roland, que se enamorará de Angèle y romperá el equilibrio de ambas parejas.
Rodeado de su familia (incluido el abuelo Maurice Garrel, el cual murió sin ver estrenada la película) como suele ya ser costumbre, los Garrel se meten en dos años de interminables ensayos, para, después, rodar toda la película en toma única. Curioso método, muy acorde a alguien que nació en los años de la Nouvelle Vague y que aún sigue experimentando, buscando ese arte, más allá de la historia en sí, de personajes y situaciones concretas. Y así pasa, que la historia queda vacua e insustancial, los personajes no transmiten las emociones de las que hablan y el drama romántico acaba importando bien poco. ¿Y la reflexión del arte y todo aquello? Pues alguno le sabrá ver sus virtudes, pero para los que buscamos películas y no ensayos ni teoremas existencialistas, aquí hay poco donde rascar.
Y lo curioso es que en su anterior trabajo, La frontera del Alba, que a todas luces parece más pretencioso que éste, lo encuentro más logrado y sumamente más interesante, a ambos niveles.
Aquí, hasta el título parece fuera de lugar, ni siquiera Bellucci irradia esa belleza natural en el desnudo gratuito de turno.
La voz en off es la encargada de sacar adelante un ritmo poco fluido, pero que realmente este no es el motivo de su pesadez, sino el poco interés que suscitan los hechos que acontecen en la película.
Tan sólo destaca de la insustancialidad el largo baile de Bellucci y Vladislav, algo de vida entre celos, llantos y besos de cartón-piedra.
Quizás, otro de los hechos fundamentales de que pase tan desapercibida para el espectador es que la pareja secundaria, los amigos de los supuestos protagonistas, encarnados por Céline Sallette y Jérôme Robart, llegan a ser casi más carismáticos que éstos.
Poco rescatable en una película donde hasta la música parece a veces mal coordinada con la imagen, como queriendo contar cada una cosas distintas, una película que realmente no es mala ni buena, sino anodina y desalmada, un lienzo de contornos sin relleno.
Entiendo que un director, cuando decide realizar una película, tiene claro lo que quiere transmitir, aquello que quiere comunicar a través de sus personajes, también supongo que conoce cómo quiere que sean éstos y todo aquello que desea hacer llegar al espectador. Pues, la verdad, en este caso, yo no veo nada de eso! Qué pasa con el público, el desesperado presente auditorio cuando nada, -ni la película ni los personajes, ni una decente fotografía o banda sonora, ni un guión-, nada consigue atrapar tu atención, tu mínimo interés? Cuándo terminas el relato sólo con la única esperanza agonizante de encontrar un resquicio, una diminuta llama, chispa que te compense los 90 minutos empleados! Dos parejas con conflictos amorosos realizada con tan poco interés, gracia, acierto, atractivo…, que resulta penosamente aburrida, endeble hasta la infinitud, cansancio de su nulidad expositiva, ausencia absoluta de afinidad, carencia en cualquier intento de proximidad, desapego total de unos personajes nefastamente presentados, hastío inevitable del que no te logras despegar… Y, por si fuera poco y considerando que es una coproducción de Francia-Italia-Suiza, se puede afirmar rotundamente que nunca la colaboración europea fue tan mal utilizada!!!
Realmente no parece Un verano ardiente una película de alguien con casi cinco décadas de carrera cinematográfica a sus espaldas. Más bien al contrario parece el producto de un director novato. Tal es su torpeza narrativa, a la que tampoco se puede achacar al ser una película de autor el afán en el montaje de algún productor con afición a la tijera, que hace avanzar la historia a trompicones en la cual se echa de menos un mayor desarrollo de los personajes y en cambio sobran muchas de sus escenas algunas de ellas alargadas hasta la desesperación. No se acaba de entender tal desaguisado, sobre todo teniendo en cuenta que Un verano ardiente no cuenta nada del otro mundo ni que no se haya visto ya en el cine una y mil veces. La historia de la ruptura sentimental de una pareja en la que ella cae rendida en brazos de otro hombre y él hace gala de un cinismo y un machismo que en teoría no cuadra con el tipo de personaje que se nos presenta en un principio no acaba de funcionar no tan solo por una mala dirección si no también por unas interpretaciones que dejan mucho que desear. Monica Bellucci transpira sensualidad, es innegable, pero su química con Louis Garrel es inexistente. De la otra pareja protagonista es difícil decir quien lo hace peor. Todo ello convierte al film de Philippe Garrel en un despropósito de principio a fin, bien merecedor de la pitada que se llevó en el festival de Venecia.
Lo mejor: Monica Belluci, quien tuvo retuvo.
Lo peor: las escenas de los rodajes, totalmente prescindibles.
La nouvelle vague rompió con las tradiciones técnicas y temáticas audiovisuales de la mano de Truffaut y otros muchos que abogaron, en los años 50 franceses, por la plena libertad de expresión. Algo así como una revolución. En Francia. Triunfaron, claro. El director y coguionista de Un été brûlant, Philipp Garrel, fue concebido cuando las ansias de libertad se estaban peleando, pero arrastra hasta hoy la ambición libre de contar el qué y el cómo a su manera. Los juicios, en libertad, son menos juicios.
Frédéric y Angèle viven en Roma: él es un pintor acomodado que vive la vida, ella es una actriz que empieza a darse a conocer en Italia. El artista invita a pasar unos días en su casa a su amigo francés Paul, que llega acompañado de su reciente conquista, Elisabeth. A pesar del planteamiento inicial, las parejas no se intercambiarán entre sí ni el sexo se interpondrá entre ellos. No es una de esas películas. Garrel quiere desentrañar las relaciones amorosas, el dolor de la posesión soñada y la mirada furtiva que se pierde entre la amistad.
El peligro de convertir a alguien en el único motivo para vivir, el miedo al vacío, el suicidio, el desengaño y los celos: las parejas según Garrel. Está bien explicado, se enmaraña pocas veces, aunque la espiral de recelo y odio-amor es demasiado larga para una intensidad tan fuerte como pretende transmitir. La fotografía logra hacer esperar al espectador, dejar que los planos descansen y que la mirada se limpie. Sin embargo, eso hace que muchas escenas sean prescindibles y algunos minutos coleen sin demasiado sentido.
La historia transcurre apta aunque monótona, pero lo estético no es el punto fuerte cuando todos los actores lucen un pelo demasiado descuidado y un maquillaje sucio, cansado, que desmerece las sensaciones para caer en lo común mientras quiere ser especial. Las pretensiones de gozar de una Monica Bellucci ya entrada en cierta edad que poco le favorece se encuentran con la genial actuación de Louis Garrel (Soñadores), hijo del director, que convence una mirada intensa que siempre encuentra una caída de párpados perfecta para cada toma.
El arte de titular es difícil. Un verano ardiente resulta un título extraño, que poco tiene que ver con lo que narra esta película. Pero su extrañeza no termina en el título: Philippe Garrel parece situarse en tierra de nadie, en un punto intermedio igualmente distante de la tradicional concepción del cine narrativo que de una alternativa verdaderamente radical.
Es imposible ubicarlo en la primera vía (como demuestra la recepción que han hecho de la película los críticos que sólo juzgan el cine en tanto que instrumento narrativo o de educación sentimental), por su carácter distante, abrupto, ajeno a toda psicología. La película no pretende entender ni explicar a su protagonista, devastado por un amor absoluto e imposible: no trata de mostrar sus sentimientos, sólo su apariencia exterior, vemos sus lágrimas, pero no su dolor. Hay una gran distancia entre el contenido melodramático de la historia y la frialdad con que se nos muestra.
Pero, por otra parte, el contenido de la película no va más allá de la enésima elegía del amor perdido, sin el cual la vida no merece la pena. Garrel constata una vez más el fracaso de la revolución sexual de mayo del 68 para alcanzar el sueño de un amor que fuera a la vez libre y absoluto: tras la ruptura, el protagonista arroja la Biblia de su ex al cubo de la basura.
Fuera de esta concepción, Un verano ardiente carece de pretensiones intelectuales (lo que hace que nada tenga que ver con Godard ni El desprecio, más allá de coincidencias exteriores), e incluso su frialdad carece de rigor: como apuntaba Paulino en el debate posterior a la sesión del cine-club en que tuve la suerte de verla, Garrel se contradice por el uso convencional, emotivo, de la música (lo que lo aleja irremisiblemente de la línea que parte de Bresson y Straub/Huillet).
Dicho todo lo anterior, y para ser justos, hay que añadir que Garrel consigue de algún modo vampirizar la belleza de sus jóvenes o no tan jóvenes actores (entre los que destaca, por su entregada personificación, su hijo, Louis Garrel), y la película proporciona un placer visual indiscutible.
Podrá disfrutar de ese placer quien sea capaz de olvidar ajenas poses (el malditismo del director, evocado con ironía por Vila-Matas en un artículo que leí casualmente hace unos días, que se titula Selección personal de malditos) y de ignorar prejuicios propios, para sumergirse en la belleza elemental del baile al son de una canción llamada, significativamente, Truth begins, o en la intensidad y perfección de las últimas escenas, que suceden en un decorado de romanos de Cinecittá, en el cuarto de una clínica, saliendo de una iglesia.