Tokio-Ga
Sinopsis de la película
Wim Wenders se acerca hasta el universo creador y el paisaje vital de Yasujiro Ozu, uno de los pilares fundamentales del cine japonés. Pero el realizador alemán no se limita a reflejar lo que inspiró a Ozu, sino también a radiografiar un país en continua metamorfosis.
Detalles de la película
- Titulo Original: Tokyo-Ga
- Año: 1985
- Duración: 89
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Opinión de la crítica
Película
7.3
65 valoraciones en total
La crisis de la modernidad, enunciada de forma definitiva por Lyotard en 1984 en su texto La condición posmoderna, se caracterizaba por la descomposición de los Grandes Relatos. Era del masaje y el simulacro, lo propiamente postmoderno es lo que Jameson, hablando en heideggeriano, considera la ocultación de la cuestión del ser. ¿Qué quiere decir con esto? Remitiéndose a la idea de la verdad como aletheia (del griego: des-ocultación), Jameson refiere un momento histórico en que aún se tiene la percepción de algo que está oculto y por descubrir. Tal idea es indudablemente de índole marxista y todavía alberga la esperanza del sentido. Por descubrir o recuperar. Veremos, en adelante, que tal ocultación es finalmente olvidada en la requetemodernidad, donde no tiene –la verdad- ninguna importancia en absoluto.
Sin embargo, antes de ello, nos detendremos en un momento muy significativo, y que provoca fecundas resonancias con la pregunta que inicia esta modernidad desértica y depresiva. A saber, el qué debo mirar de Vitti/Antonioni. En concreto, en el filme de Wim Wenders Tokio Ga, realizado en Japón alrededor de la figura de Ozu en 1985. Dos años antes, tiene aquí su interés mencionarlo, Wenders había realizado su película en el desierto americano, como hiciera Antonioni. Preñado de melancolía, ubica a su personaje en busca de su mujer y su hija perdidas en un lugar de la frontera de Texas y Méjico, llamado París. Si bien, como ahora comprobaremos, Wenders no se atreve a transitar el desierto, sino que prefiere congelar el tiempo, embellecer el espacio, anonadarse en la imagen. Con el subconsciente colonizado por loa americanos, como haría decir al profesor de Lengua en su film En el curso del tiempo (75), Wenders anhela la venida, otra vez, de la Gran Imagen, del Gran Objeto. En Tokio Ga, como apuntábamos, hay un momento muy sintomático, en el que Wenders plantea justamente el problema que nos concierne. Subido a un elevado mirador con forma de pirulí, Wenders dialoga con Werner Herzog. Quejumbroso, mira a través del cristal y le dice a Herzog: Ya no hay nada que ver…, que el mundo ha desaparecido ante nuestros ojos. Observando el skyline de Tokio, Wenders asegura que ya no hay imágenes que valgan la pena, que no es como con Ozu, con Ford o con Renoir. Evidentemente, Wenders habla más de sí mismo que del estado del mundo: hay un mundo, pero a él no le gusta. Herzog, más o menos estupefacto, se le ríe en la cara disimuladamente, con una mano se tapa la boca, con la otra señala hacia fuera. Wenders, en el desierto del mundo postmoderno, se muere de sed. Herzog, que no ha hecho otra cosa que intentar atravesarlo (Fata Morgana, Donde sueñan las verdes hormigas, Lecciones de oscuridad), sólo tiene un lenguaje: el de la supervivencia. El León ruge, el Niño, ríe.
(continúa en Gerry)
Ozu -el cineasta de la sencillez, de lo cotidiano, de lo autentico- visto por la mirada del inquieto, existencialista y filosófico Wim Wenders.
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El cine de Ozu es un diario audiovisual que plasma la evolución del Japón de los años 20 hasta el Japón de los años 60. A su vez es también un claro manifiesto del propio desarrollo del arte cinematográfico: de las películas mudas pasa a las sonoras, y del blanco y negro salta al color.
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El retrato de la sociedad japonesa es la esencia de sus filmes. Cobran especial relevancia las figuras de la familia y de la mujer. Ello no quita que ahonde en otros tantos temas como son la infancia, la juventud, el matrimonio, la vejez o la muerte.
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El 50 mm es la óptica por excelencia de Ozu, el objetivo perfecto para retratar la realidad que nos quiere transmitir. Los planos han de ser fijos -ausentes de cualquier movimiento- y deben situarse a la altura de los ojos de una persona sentada en un tatami. Para ello Ozu no duda en construir su propio trípode.
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A pesar de que sus obras desprenden la sencillez y la autenticidad comentadas anteriormente están elaboradas de una forma muy concienzuda. Ozu controla absolutamente todo, es un cineasta con las ideas claras, no duda a la hora de construir su arte.
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Ozu no es solo un director, es un rey. Desprende carisma y seguridad, se preocupa y cuida de aquellos que le rodean. Estos -Chishu Ryu, Yuuharu Atsuta- sienten una gran devoción y respeto por Ozu: él es el maestro, ellos sus alumnos.
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¿Qué es la imagen? ¿Puede transmitir esta la verdad? Dos preguntas con innumerables respuestas. Pero una cosa está clara: si la imagen puede llegar a ser eterna, un reflejo de la verdad o incluso lo absoluto en sí mismo no cabe duda de que una de sus manifestaciones es el cine de Ozu.
Al igual que más recientemente sucedió con la Vieja troba santiaguera y La Habana respectivamente, Wenders homenajea a su idolatrado Ozu, a la vez que muestra la sociedad del Tokio de mediados de los ochenta: una vida cosmopolita y llena de vigor, que cautiva desde el primer momento al realizador alemán.
El acercamiento al, según Wenders, mejor director de cine del siglo XX, Ozu, interesará por igual a sus fans y a los que no lo conozcan, pues el discurso que entabla no versa en clave. Las vías de la aproximación suceden en torno a Tokio, esa gran urbe a caballo entre Occidente y los frutos de la introversión de la cultura japonesa. Siempre quedará la duda de cómo hubiera retratado Ozu el Tokio actual, el Japón del manga, las lolitas y los videojuegos, pero gracias al documental de Wenders cuesta menos imaginarlo: el director alemán narra la realidad, sin interactuar, tan sólo filmando y el resultado es, no solo el acercamiento a Ozu, sino un homenaje a su figura sobre el que podemos imaginar qué haría él con la sociedad actual. Pese a estar rodado en los ochenta, no cuesta imaginarse el año 2018 a través de las imágenes, precursoras y claves de lo que, pocos años después de la producción de esta obra, pasaría a denominarse cultura visual .
Yasujiro Ozu quiso que en su lápida se inscribiera un único ideograma: mu , el espacio que hay entre las cosas, la nada o el vacío.
Chishu Ryu, actor que encarna al padre en muchas de sus cintas, le rinde pleitesía. Limpia la tumba, se inclina levemente. Nos regala un plano inolvidable de silencio.
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Wim Wenders no acierta con la voz en off. Su verdadero tributo al director nipón hay que buscarlo en otra parte: está en ese temblor, apenas perceptible, de la cámara en mano, especialmente cuando tiende a la inmovilidad y roza el plano fijo del maestro.
Hay que buscarlo en esa toma general de un tren que cruza al horizonte. En esa niña que atraviesa el parque a la carrera. En la nostalgia indefinible del paisaje.
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Werner Herzog nos cuenta su deseo de embarcarse en un viaje sideral para captar la imagen pura y transparente, imposible de hallar en nuestro mundo. Ozu le responde con toda sutileza: Yuharu Atsuta, su eterno operador, nos explica cómo situaba la cámara a la altura de los ojos de quien se sienta en el suelo. Ozu no necesitaba alejarse de la tierra en la nave espacial de la megalomanía para filmar la realidad. Le bastaban la luz de una mirada limpia y un objetivo de 50 mm.
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Wim Wenders nos ofrece un homenaje sentido y en mayúsculas. Pervierte sin quererlo la esencia misma del maestro japonés, cuya escritura cinematográfica no admite la grandilocuencia.
La mu de Ozu nunca se declama, se dice muy despacio y en sordina.
Es diáfana y humilde. Tan diminuta que abarca el universo.