The Act of Killing
Sinopsis de la película
Tras el golpe de estado militar de 1965, el general Suharto ocupó el poder en Indonesia. A continuación llegó el genocidio: miles de comunistas, reales o presuntos, fueron asesinados por los escuadrones de la muerte indonesios. Unas décadas después, se les pide a dos de los más sanguinarios mercenarios de la época -ellos se hacían llamar gángsters -, Anwar Congo y Herman Koto, que participen en una película en la que recreen los horribles crímenes -torturas, violaciones y asesinatos en masa- que tranquilamente confiesan haber cometido en el pasado. Existe un Directors cut de 159 minutos que circuló por festivales de cine.
Detalles de la película
- Titulo Original: The Act of Killing
- Año: 2012
- Duración: 117
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Opinión de la crítica
7.8
70 valoraciones en total
¿Cómo afrontar realizar un documental sobre un genocidio en el que los autores (y asesinos) campan a sus anchas triunfantes con los amorales actos cometidos? Joshua Oppenheimer se enfrenta a las matanzas de comunistas en Indonesia durante los 60 mediante un punto de vista fascinante, perturbador y aterrador ya que dota al asesino de un arma (el cine) para transformar en ficción y realidad reinterpretada los crímenes por los que no siente en absoluto remordimientos. El documento (y realidad pasada) pasa el filtro de la ficción y se erige como arma poderosa pero, al mismo tiempo, juega con la moralidad de los actos del ejecutor, la víctima y el propio director. La historia siempre la escriben los vencedores y evidentemente en el inclasificable documental de Oppenheimer el triunfo (si es que existe) lo marca el propio espectador dentro de esos actos (de matar) que solamente pueden ser reproducidos por una lluvia de arcadas.
El documental, la película y el cine ahora son un medio intercomunicado entre el cineasta, los responsables de un genocidio sobre presuntos comunistas tras un golpe militar y las propias víctimas, que poseen los cuerpos de esos actores (in)voluntarios en la farsa, donde poder recrear esa supuesta victoria (y genocidio). Los puntos de vista los determina los vencedores pero aquí aparece el cine y esa idealización del gánster (free-man) imprimado en el cine norteamericano. Desde el musical hasta el cine de terror se dan cita en otra película que subsiste dentro de The Act of Killing pero no nos importa, forma parte de ese medio que conoceremos que utilizará el director como un arma punzante y de doble filo. Todo ese conjunto reflexivo, subversivo y excepcional cederá a un surrealismo sobre una tragedia real. El espectador también asiste a la recreación por parte del verdugo real que se congratula de sus actos y apacigua a sus víctimas al conocer que todo forma parte de una ficción. Y si desde una ficción se pude sentir parte del dolor real, ¿qué sufrirán en sus propias carnes las víctimas de los hechos pasados y verídicos? No lo sabemos pero lo intuimos y con esa agonía engendrada dentro de esa otra invención y las implicaciones morales originadas en el posicionamiento de Oppenheimer, ejerciendo de Jigsaw, amarrando poco a poco un conjunto y catarsis desagradable, perturbadora y peligrosa.
La conciencia no perdona y no importa que un aparente abuelo bondadoso —que quiere que sus nietos vean un asesinato ficcionado con torturas como parte de su aprendizaje y actos que le convirtieron en leyenda del país— sea el mayor de los genocidas. Los asesinos bailan sobre las tumbas de sus víctimas, se jactan sobre todos esos seres humanos a las que mataron, alaban el perfeccionamiento de sus métodos de muerte, son salvaguardaos por los gobernantes actuales del país donde dejaron un incontable regadero de muertes y son parte fundamental y respetada de la actual sociedad. Son tratados como héroes nacionales y se cuestionan el debate sobre ‘Los Derechos Humanos’ en el ámbito internacional y lo pero de todo es que pueden sacar los colores a las mayores potencias: vivimos en un mundo genocidas que ocultan sus actos tras el sonido de las trompetas. Tampoco temen ningún acto de venganza o represalia porque mataron a todos aquellos que podrían cometerla y sonríen delante de una cámara mientras se congratulan con tal hecho. «Los asesinos han escapado de la justicia pero no del castigo», señala Werner Herzog, productor del documental. Y es que The Act of Killing establece en ese acto de matar y esa película devastadora, desconcertante, que combina a los David Lynch y Busby Berkeley más imaginativos y fantasmagóricos, un ensueño que acaba convertido en pesadilla. Siempre nos quedará Voltaire [«Matar está prohibido, por tanto, todos los asesinos son castigados, a menos que maten en grandes cantidades y al sonido de las trompetas»] y esa excusa para ‘el acto de matar’. Efectivamente sólo queda la arcada como respuesta ante esos escuadrones de la muerte paramilitares y sus sicarios criminales reclutados. La conciencia no perdona y después de todo crimen siempre queda un castigo aunque la arcada sea el único medio que propone esa extraña catarsis y conquista que propone The Act of Killing. Lamentablemente no podemos vomitar porque no queda nada en nuestro interior después la experiencia de ver el mejor documental estrenado en 2013.
El documental elige una forma extraña de abordar el asunto.
Resulta original y también arriesgado, pues renuncia a ir al grano y a dedicarse a recoger la máxima información que proporcionarían los testimonios de los asesinos filmados al estilo del documental tradicional.
Tarda en ensamblar todos los elementos, pero, cuando los ha dispuesto, las escenas culminantes tienen toda la fuerza de ese aparentemente perdido montón de datos que, bien mirado, es accesible a través de otros medios.
Difícilmente se lograría el efecto de los diálogos espontáneos de los violadores y torturadores o de la escena de la masacre en la aldea de otro modo. Ahí el director maneja el material con maestría, convirtiendo mediante argucias narrativas la recreación en más real y terrorífica que cualquier testimonio. Las escasas luces de los sicarios también ayudan, pues creen estar haciéndose una propaganda beneficiosa y hablan con toda la familiaridad y franqueza del inconsciente o del imbécil, dejándose filmar incluso en plena extorsión.
Por todo ello tal vez no deba abordarse tanto como un documental histórico y sí más como un retrato de la maldad y de los asesinos (de algunos de ellos, pues los instigadores últimos quedan a salvo y son los matachines quienes dan gustosamente la cara).
Esto le permite un planteamiento estético mucho más rico que una convencional entrevista. Es difícil describir lo bizarro y lo elaborado de algunas escenas que logra incluir sin desentonar en una narración de naturaleza tan oscura, o la extraña inventiva de otras escenas, como la del abuelo presenciando el vídeo con sus nietos.
Hay que darle su tiempo y entender lo que ofrece.
Desde luego hace pensar en la ardua labor de higiene que tiene por delante Indonesia, en pleno crecimiento, con organizaciones paramilitares como ésta de 3 millones de miembros.
Pone los pelos de punta contemplar como asesinos irredentos hablan como si tal cosa de sus crímenes y atrocidades de hace medio siglo como si con ello hubieran realizado un favor inevitable a su país (Indonesia) y a la humanidad. Esa total insensibilidad hacia sus víctimas, esa perturbadora y perturbada noción de que matando al prójimo (que piensa diferente, que es diferente o que tiene la nacionalidad o etnia ‘equivocada’) se está limpiando y mejorando el paisaje social. No resulta fácil contemplar tanta impasible demencia – delante de sus familiares, de sus correligionarios o de su pueblo – y tanta falta de remordimiento o de culpa.
Pese a que este documental no muestra ninguna atrocidad ‘real’, sino que se limita a hablar sobre ellas o a recrear de forma fantasiosa o fantástica aquellas notorias vicisitudes, no es para almas sensibles ni para estómagos delicados visionar durante dos horas el infierno encarnado en tus semejantes, tan lunáticos, tan monstruosos, tan obstinada y pertinazmente locos.
Entre esta galería de los horrores hay personajes deleznables que supuran mezquindad y demencia a la legua, aunque también hay alguno que parece sentir y tener cierto corazón y un mínimo de sensibilidad y que a punto está de reconciliarnos con la humanidad, pero uno teme que solo sea un espejismo y que a la primera de cambio renueve su vesania y encuentre una excusa banal para matarte o destrozarte la vida.
Lo dicho: un documental desasosegante, enfermo y extravagante que fascina y repele a partes iguales, que se ve con espantado agrado gracias a la sabia elección de los personajes y a que deja que entre algo de ficción y desvarío (el montaje de un inverosímil musical, con travesti inesperada incluida) que aligera y alivia el dañino tono lúgubre y repugnante que supura su metraje. Un ejercicio brillante en mostrar la locura humana y sus múltiples manifestaciones: necesario, brillante, aterrador e imprescindible pero poco gratificante.
1976, por poner un solo ejemplo. La isla de Guadalupe está a punto de ser literalmente borrada del mapa debido a la desbocada actividad del volcán La Soufrière. Los científicos, horripilados por la violencia y la rapidez de los eventos, mandan evacuar a toda persona que esté en el radio de actuación de tan devastador fenómeno de la naturaleza. Por supuesto, a Werner Herzog no se le ocurre nada mejor que engatusar a un par de colaboradores habituales, coger unas cuantas cámaras y ponerse a grabar todo lo que se cueza (por lo que pueda llegar a pasar…) en la futurible zona 0. Finalmente lo contaron en el celebrado documental La Soufrière -claro- porque el Apocalipsis decidió, burlándose de todos los pronósticos, dejarlo para otro día… y no está de más recordar a los adictos a probarlo en casa que en ocasiones cuesta horrores distinguir al idiota de aquel que los tiene cuadraos.
Por su parte, entre 1999 y 2003, Errol Morris emplea su tiempo y sus atributos testiculares en informarse a fondo para poder sentarse en una silla y sacarle a su interlocutor las declaraciones / confesiones más controvertidas. Por ejemplo, es capaz de mantener una conversación fría, pausada y racional con Fred Leuchter y preguntar al que en su día llegó a ser el más reputado ingeniero especializado en máquinas de ejecución, acerca de los motivos que lo impulsaron a afirmar que los campos de exterminio nazis jamás llegaron a existir. Otro: poco a poco, cocinando el plato a la velocidad que a él más le agrada, llega al punto de mirar a los ojos al mismísimo Robert S. Macnamara y averiguar lo cerca que estuvo el mundo de fundirse en las cenizas del holocausto nuclear. Para los interesados: estuvo tan cerca como lo está el idiota del tipo que tiene la suerte -o desgracia- de tenerlos como un toro.
Unos años antes, concretamente en 1965, tiene lugar en Indonesia un sangriento golpe de estado. De la noche a la mañana, a esta gloriosa nación del sudeste asiático le aparecen, como por generación espontánea, terribles enemigos que maquinan a todas horas su aniquilación total. Son los comunistas, entes malignos forjados en las llamas del averno, reconocibles por los cuernos, la cola, el olor a azufre de su aliento y sus diabólicas fechorías, encaminadas todas ellas a destruir todo lo bueno y bello construido con el noble esfuerzo del igualmente noble gangster, en cuyo origen etimológico encontramos, como todo el mundo sabe, las virtudes y bondades del hombre libre. Por suerte para la madre Indonesia, fueron estos mismos valerosos gangsters quienes dieron un paso al frente y lucharon para defender a su querido y desvalido pueblo. Al fin y al cabo, tarde o temprano alguien tenía que tomar cartas en el asunto con respecto a la inminente invasión soviética… ¿qué se le iba a hacer si esto implicaba mancharse las manos? Casi mejor. Dicho y hecho. Muerte al rojo… y a sus familiares, y a sus amigos… y a todo aquel sobre el que pesara la más mínima sospecha o la más infundada de las acusaciones. Y aquí no ha pasado nada. No, mejor dicho, aquí ha pasado todo esto. Y mucho más. Y a mucha honra.
En algunos lugares, la historia la escriben los vencedores, en otros, como España, la historia la escriben los imbéciles (en caso de duda, consulte con su filólogo de íbero favorito, por ejemplo)… en otros la escriben los monstruos. Apadrinado por dos bestias pardas del documental como lo son los citados Werner Herzog y Errol Morris (tan lejos pero a la vez tan cerca el uno del otro), llega por fin el primer trabajo de Joshua Oppenheimer que ha logrado ir más allá de las fronteras de su país. Como para quedarse encerrada… The Act of Killing es mucho más que el sobrecogedor retrato de un genocidio. Es, para empezar, (y yendo a la par de la también imprescindible Narco Cultura, la cual, tarde o temprano obviamente también nos llegará… o debería, en ésta nuestra amada nación, que a día de hoy pasa por ocupar el puesto número dos en el ranking mundial de fosas comunes) la constatación de que en este mundo en el que todo parece descubierto y -llamémoslo así- civilizado, sigue habiendo un hueco privilegiado para infiernos que en principio no cabrían ni en la más enferma de las mentes.
Un documental absolutamente brillante sobre el mal y la percepción de la culpa que a su vez es también un estudio sobre el alma y el yo y, por si fuera poco, una reflexión profunda sobre el cine y la ficción.
Uno de estos films que te dejan clavado en la butaca (o en la cama, con el portátil sobre tus rodillas, como ha sido mi caso).
No se puede explicar una película así. Hay que verla, vivirla y reflexionarla.
Una maravilla. Un milagro. Una pesadilla.