Pasqualino: Siete bellezas
Sinopsis de la película
En el Nápoles de los años 30, el taimado y oportunista Pasqualino intenta por todos los medios hacer carrera en la camorra, para alcanzar una posición de relieve dentro de su clan. Irónicamente apodado Settebellezze (siete bellezas), por la fealdad de sus hermanas, este pendenciero quiere rescatar su propio honor amenazando al hombre que ha obligado a prostituirse a una de ellas.
Detalles de la película
- Titulo Original: Pasqualino Settebellezze (Pasqualino: Seven Beauties) aka
- Año: 1975
- Duración: 115
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Opinión de la crítica
Película
7.2
33 valoraciones en total
Cumbre del cine de su autora, una obra maestra de tan lúcido humor negro e idiosincrasia transalpina como absolutamente desencantada y amarga. Dos historias paralelas que se enriquecen y complementan de forma sobresaliente, con el pivotante personaje de Pasqualino (insuperable, monstruoso e icónico Giannini) en el eje de todo, en una tragicomedia acronológica, espectacularmente montada y con un guión que va creciendo a medida qu e avanza.
Pasqualino, siete bellezas , apodado así por la fealdad de sus hermanas, es un seductor de poca monta, defensor del honor y la dignidad familiar, un pendenciero/pelele sin futuro, solo apariencia, al que es inevitable cogerle un enorme cariño.
Patética, en el sentido más negro, sucio y noble del término, hace gala de un sentido ácido de la farsa en temas como el arte de la seducción, en los fascismos o la Mafia (de baja estofa), incluso en el del asesinato y resulta, aún hoy, un memorable título de los 70 y una de las más originales películas que ha tratado el tema del nazismo.
Triste y pesimista, negruzca y parda, profunda y amargamente divertida, memorable y desoladora en su complejidad, una obra maestra.
Fotografía de Delli Colli.
Varias partes antológicas: la del alamacén de esqueletos, cómo se deshace Gianinni del cadáver, los intentos de seducción a la mariscal nazi, el final del personaje de Fernando Rey, la recogida de orinales del psiquiátrico…
El cine de Lina Wertmuller es personal, nadie lo duda. Su estilo histriónico y carnavalesco, empero, puede lastrar buenas historias. Aquí, por ejemplo, destaca el papel de Giannini por encima de todo. La historia es tragicómica y la estética feista, se ve con interés aunque cansa en determinados pasajes.
Solamente por la escena en el despacho de la responsable nazi ya merece la pena ver la película.
Interesante
Siempre lúcida y desencantada, la irreverente Lina Wertmüller saldó cuentas con la propia maldad inherente al ser humano realizando una de las aproximaciones más terribles e inteligentes a ese vergonzoso pedazo de historia que fue el nazismo. Lo hizo siguiendo los pasos de Pasqualino (Giannini, en una de las mejores interpretaciones de todos los tiempos), seductor de poca monta y fiel defensor de rancios y caducos valores (nobleza, decoro), los que pretende atribuir a su propia prole: madre y siete hermanas. Así empieza, como descripción en flashback sardónica y pintoresca. Pero en el transcurso de la película esta irá mudando de piel sucesivamente, abriéndose a nuevas (y cada vez más tristes) lecturas.
Lo que en un principio apunta a una farsa burda y tronchante de tintes negros y policíacos (a medio camino entre el western revisitado en clave irónica -el decadente duelo en el prostíbulo- y el más puro Fellini -esas carnales y lujuriosas hermanas), se torna después en drama desolador. Afortunadamente la risa amarga no llega a desaparecer del todo, la comedia sirve como perfecto cauce a través del cual describir al protagonista, patético y tierno a la vez, con sus (escasas) virtudes y sus (muchos) defectos, algo así como la perfecta representación de una Italia fascista encharcada en sus propias ansias de poder y grandeza, a la que la Wertmüller pone en su sitio en un diálogo memorable. Luego todo se tuerce, los ángulos humorísticos se irán matizando conforme avance la peripecia de Pasqualino, hasta desembocar en un tramo final en el que ya se ha sobrepasado la línea y no hay vuelta atrás: cualquier apunte cómico queda fuera de lugar, sólo hay sitio para la lágrima y el dolor.
El talento de Wertmüller no sólo reside en su asombrosa capacidad para aunar comedia y drama, llegando incluso a hacer humor con un hombre ahorcado al fondo del plano (y sin recurrir a zafios sentimentalismos: ¡aprende, Benigni!), sino en crear metáforas perfectas para ilustrar el progresivo deterioro moral al que se expone el ser humano en su último afán por sobrevivir. No hay duda: la película es cristalina y demoledora, terrible en su diagnóstico y durísima en su exposición. Como no podía ser de otra forma, las palabras de Hobbes vuelven a mostrarse verdaderas y el sentimiento que queda es el de la rabia y la impotencia que nos atenazan cuando se impone sin remedio y ante nuestros ojos la locura colectiva más destructiva y terrorífica que se pueda imaginar. No por nada la película comienza con un poema recitado en tono grave, mientras de fondo se suceden imágenes de caos, destrucción, muerte y desolación que preludian el claro devenir de nuestros días, ligados a un futuro opaco y desesperanzador: un futuro en el que la gente se mata por una simple manzana.
Lo mejor: lo grotesco y lo cómico bailando a un mismo son.
Lo peor: quizás se puedan limar algunas asperezas estéticas.
¿Es posible aunar en una misma película la reflexión sobre el Holocausto y el humor más zafio? ¿Hablar de la más terrible degradación del ser humano al tiempo que se hace reír al respetable con chistes de pedos y letrinas? Aunque no lo parezca, es posible. Lina Wertmüller lo hizo en esta película, y el resultado es una obra maestra inapelable, una comedia dramática que está, a mi modo de ver, entre lo mejor y más profundo que el cine ha podido decir acerca de la barbarie nazi y, por extensión, acerca de la condición humana.
Las películas de Wertmüller no son, sin duda, un manjar apropiado para todos los paladares. Más que a degustar un exquisito bistec, la experiencia de ver alguna de sus obras equivale a darse un atracón de callos con garbanzos, tan apetitosos como grasientos. «Pasqualino Settebellezze» es la mejor de las tres películas de Wertmüller que he visto (las otras son «Mimí metalúrgico herido en su honor» y «Film de amor y anarquía»), y no precisamente porque se aparte de su línea habitual, sino más bien porque la lleva al extremo. Relata la historia de un hampón napolitano de poca monta, Pasqualino, apodado irónicamente «Siete Bellezas» por tener siete hermanas, a cual más fea. Lo conocemos durante la Segunda Guerra Mundial, cuando acaba de desertar y se pierde por los brumosos bosques alemanes hasta que es capturado y enviado a un campo de concentración. Al tiempo que se nos cuenta esto, mediante una serie de flashbacks sucesivos se nos relata su vida en Nápoles antes de la guerra y el crimen que se vio obligado a cometer para mantener el «honor» de la familia, con resultados catastróficos. Dos líneas argumentales, por lo tanto, con un marcado contraste visual: la luminosidad del sol de Nápoles y su abigarrada y barroca arquitectura frente a la siniestra y desoladora penumbra de los barracones del campo de concentración alemán. El acertado montaje permite un interesante juego de espejos entre las dos historias que se nos cuentan: en Nápoles, Pasqualino hace lo imposible por cuidar su imagen y su concepto del honor, en Alemania, ya sólo cuenta sobrevivir a toda costa.
A lo largo de ambas líneas argumentales, lo esperpéntico y lo macabro van frecuentemente de la mano, aunque es cierto que las secuencias del campo de concentración, aun sin excluir el humor, son de una enorme dureza. En un ambiente irreal (semioscuridad, colores fríos, neblinas) se nos presenta un panorama digno del Infierno de Dante. Además, el contraste con la comicidad de otros momentos de la película hace que estas escenas resulten aún más horribles. La historia napolitana, en cambio, abunda más en peripecias cómicas, satirizando, como en otra gran película de Wertmüller («Mimí metalúrgico herido en su honor»), los alambicados códigos de honor y el desmesurado machismo propios del sur de Italia.
Esta película de Lina Wertmüller posee un tono muy especial, que oscila entre la comedia y el drama, entre lo grotesco y la tragedia, entre lo hilarante y lo horrible, no es una película fácil, sin duda, pero sin duda es una gran película. El montaje es brillante y plantea una estructura narrativa acronológica en la que el pasado y el presente van y vienen y crean un universo sucio, grotesco, amargo, triste y desesperado, ya anunciado por los curiosísimos títulos de crédito, con una voz en off que al mismo tiempo invoca el pasado, narra, recita, ironiza, denuncia y piensa en voz alta, mientras vemos imágenes documentales de la Segunda Guerra Mundial: oh, yeah… .Hay muchísima rabia en esos créditos iniciales.
A Wertmüller le hubiera resultado muy fácil, y muy previsible, como mujer, como cineasta, plantear a una protagonista femenina rodeada de hombres malos. Precisamente, hizo lo contrario: proponer a un hombre (un genial Giancarlo Giannini) que, siendo víctima y verdugo, es una víctima incluso cuando es un verdugo, y que se ve casi siempre rodeado de mujeres feas, de aspecto felliniano. Su relación con la obesa Shirley Stoler, la coprotagonista de Los asesinos de la luna de miel (The Honeymoon Killers, 1970), de Leonard Kastle, y que aquí es la comandante del campo de prisioneros al que va a dar el protagonista, agudiza hasta el esperpento casi terrorífico la indefensión del protagonista, su humanidad frente a la frialdad de los auténticos verdugos, contra los que es imposible rebelarse, y ante los que los prisioneros se ven despojados de toda humanidad. El sexo forzado entre los personajes de Giannini y Stoler es muy significativo: las tornas se vuelven, las artes del seductor no sirven más que para rebajarse y humillarse, el hombre se humilla frente a la mujer, la mujer es el sexo fuerte.
Pese a algunos puntos débiles, como el hecho de que Fernando Rey, en el papel de prisionero español, está desaprovechado, este largometraje de Wertmüller era y es una obra necesaria, valiosa, e inolvidable.