Los exiliados románticos
Sinopsis de la película
Tres amigos emprenden un viaje en busca de amores idílicos y efímeros.Lo que pretenden es experimentar nuevas emociones que les hagan sentirse vivos. Podría ser un intento de quemar las últimas naves de la juventud, pero también podría ser una muestra de la decadencia del género masculino.
Detalles de la película
- Titulo Original: Los exiliados románticos
- Año: 2015
- Duración: 70
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Opinión de la crítica
Película
6.1
58 valoraciones en total
Mejor me levanto y salgo de este estéril letargo.
Oda al amor efímero, canción de
Una cuestión previa: lamento la mala impresión que en algunas personas producen las películas de Jonás Trueba, lo que sin querer obliga a un estilo de comentario que no me gusta, el de quien escribe a la defensiva, como si fuera una de las partes de un proceso judicial y tuviera que convencer a un juez. Como si las películas acarrearan consigo la obligación ineludible de tomar partido y sólo existieran el blanco y el negro como opción. Obligación que en muchos casos, y desde luego en el de Los exiliados románticos, es absolutamente ajena a la propia película. Pocas habrá menos imperativas.
Sin embargo, sí es una película a la que se ha presentado de una manera un poco condicionada, encasillada por la prensa como afrancesada y rohmeriana en lo que me parece un lugar común más o menos cierto pero demasiado facilón. Que a Jonás Trueba le gusta una cierta tendencia del cine francés salta a la vista en las entrevistas que se le hacen cada vez que presenta una película. Que la sombra de Rohmer es muy alargada en el cine francés y que a Trueba (a todos los Trueba, en realidad) parece gustarle también es cierto. Lo que no creo es que Los exiliados románticos haya nacido con la pretensión deliberada de buscar filiaciones con los referentes cinéfilos, ni de emparentarse de antemano con los veranos rohmerianos, ni tampoco de quedarse encorsetada por ellos.
No puedo imaginar una película menos preconcebida y más libre que ésta, que se rodó un tanto al azar o, como dicen en los títulos de crédito, sobre la marcha. Como sobre la marcha iremos comprendiendo los espectadores quiénes son sus tres protagonistas y con qué propósito una mañana de finales de verano se levantan y salen de su estéril letargo, cargan una furgoneta y emprenden un viaje por carretera en dirección a Francia que, a lo largo de varios días, les lleva a parar en Toulouse, París y Annecy.
Los exiliados románticos tiene una narración relajada y gozosa, de película vacacional, de finales de agosto y principios de septiembre, parecido a como ocurría con My blueberry nights, de Wong Kar-wai, que también tenía el amor o el desamor como detonante de un viaje de búsqueda. Son películas diferentes, tampoco me hagan mucho caso. La de Wong Kar-wai es poco manierista, para lo que suele hacer. La de Jonás Trueba es decididamente una película viva, que parece respirar por sí misma, sin moldes ni manierismos, mientras cuenta el viaje de tres amigos y las sucesivas paradas, cada una de ellas para que uno de los tres chicos se encuentre con una chica con la que alguna situación romántica quedó pendiente quizás de nacer, quizás de acabar, quizás de aclararse, quizás de decidirse o declararse.
Con una duración que se hace corta de setenta minutos, casi de cine experimental (y es de agradecer su concisión, tanto como su falta de énfasis y de rellenos), la película está muy bien medida para haber sido rodada sobre la marcha: tiene varios tiempos muertos, algunas conversaciones en la furgoneta, varias escenas de encuentros y desencuentros de parejas y una escena larga de cena y conversación de grupo. Y, como signo de puntuación, en cada parada asisten a una actuación de Miren Iza, la cantante de Tulsa, que sigue un recorrido paralelo al de los muchachos hasta una curiosa escena musical cerca del final, una especie de celebración de la complicidad despreocupada dentro de la furgoneta.
Señalo algunos momentos que me gustan: la llegada con la furgoneta a Toulouse, en que recorren algunas calles ya atardeciendo y se encienden los farolillos de la iluminación nocturna en la calle. A saber si salió así por casualidad o se preparó a propósito, pero me recordó que en Al final de la escapada hay un maravilloso plano de Belmondo por la calle en que de repente se iluminan las farolas parisinas. Detalles así son nimios e intrascendentes desde una perspectiva argumental, pero hacen pensar en la capacidad del cine para atrapar el pálpito de la vida.
Me gusta que las apariciones de Miren Iza se hayan rodado cada una de las tres de una manera diferente, lo que desmiente cualquier atisbo de ventajismo, aturrullamiento o falta de esmero en el rodaje sobre la marcha.
Y también son diferentes, en el contenido y en la forma, los encuentros chico-chica que puntean la película. Uno de ellos gira alrededor de un relato de Natalia Ginzburg que corrí a buscar en una librería al día siguiente de ver la película. Algo que te gusta que te lleva a interesarte por algo que desconoces.
Por cierto, que otro de los encuentros, sobre el que más se ha escrito, está lleno de encanto y se ve con una media sonrisa en la cara, pero no sorprende tanto si se piensa en una escena casi idéntica, a su modo, que se encuentra en Todas las canciones hablan de mí, la que fue primera película de Jonás Trueba.
Cerca del final, un amigo le dice a otro que se ha sentido vivo y todo en la película parece contagiado de esa liviandad que la impulsa hacia adelante. Estamos vivos, lo que nos permite tomar decisiones y salir del estéril letargo del que habla la canción. Y mientras tomamos decisiones seguimos yendo hacia adelante y seguimos vivos. Algo así pensaba cuando, mientras rumiaba este comentario en la cabeza, oí una entrevista en la radio a un escritor que desconocía, el poeta Javier Rodríguez Marcos, de quien reprodujeron un verso que, aunque no haya sido así, podría haber sido escrito para la película, o ésta haberse desarrollado a partir de la lectura del verso:
¿Recuerdas lo felices que fuimos
el verano de nuestra inmortalidad?
http://negrocomounanochesinluna.wordpress.com
Con Jonás siempre me pasa lo mismo. Estoy dividido. Por un lado, me repele su afectación autocomplaciente, pedante y distante, esa aglomeración de lugares comunes juveniles-intelectuales-cosmopolitas-alternativos-privilegiados. Por el otro, me chifla, le tengo mucha envidia, admiro su sinceridad y coherencia, me gusta que se exponga y que cite libros y músicas, su buen gusto e inteligencia, su humor y sensibilidad. Y mientras veía esta película, me pasaba igual. A ratos me encantaba, otros la aborrecía. Finalmente, me pudo, la parte última me pareció soberbia.
Podríamos decir que es un canto a sí mismo y, por extensión, a su mundo, a sus amigos, a esos raros exquisitos, tan cultos, simpáticos y viajados.
De la fragilidad de los afectos, de lo efímero de los sentimientos, de la vulnerabilidad de las pasiones…, de compartidas las penas son menos. También se apunta al estado actual de las cosas, levemente, a esa juventud sin hijos, eternamente flirteando, rumbeando.
Quizás peque de falta de poso, de quedarse solamente en apunte, en gesto superficial, tan hermoso, lírico y delicado como fugaz y demasiado aparente. En sus anteriores películas ocurría algo parecido, el regodeo/merodeo de no atreverse a contar o explicar de verdad, el miedo a dejarse ver del todo refugiándose en literraturas y películas, copiando los modos de otros. Pero creo ver una evolución, un despojamiento más maduro y acertado, más esencial y verdadero.
Extremadamente cuidada, disimula su preciosismo con una máscara de apatía risueña que no acaba de ocultar el mimo engalanado (música, una muy buena utilización de emocionantes canciones, fotografía, espacios….Todo forma parte de un adorno que arropa el, obvio, deseo de gustar a toda costa, seducir, ganarse al espectador, quebrar sus defensas, envolverle a golpe de belleza cool) con el que está realizada.
Jonás Trueba dirige esta película, con un metraje inusualmente reducido (70 minutos, que él pretendía que fueran aún menos) en la que tres amigos hacen un viaje sin saber muy bien en busca de qué, y da la sensación de que la película sigue el mismo proceso, como si Trueba fuese en la furgoneta sin un guión demasiado establecido y ya veremos lo que va saliendo. Esto produce una sensación de naturalidad que se agradece y le da un toque de riesgo y originalidad al film.
A la hora de buscar referentes, no hay manera de no acordarse del cine francés, de Rohmer, de Godard, de Truffaut, de la Nouvelle Vague… indudablemente Jonás Trueba ha bebido de ahí, pero seguro que también de Linklater y de todo el movimiento indie (no sólo en lo cinematográfico sino también en lo musical). De ese cóctel sale Los exiliados románticos, una película sencilla, que castiga al género masculino, y que parece más una colección de escenas (buenas) que una obra con cara y ojos.
La película cae bien desde el principio. Está hecha con pocos medios y muchas ganas, y eso cala. Esos personajes a medio construir, que parecen querer a toda costa prolongar una juventud que agoniza, nos llegan adentro a pesar de que no están desarrollados, no sabemos casi nada de ellos. Pero nos llegan por su naturalidad, porque podríamos ser cualquiera de nosotros, porque nos reconocemos en su dificultad para expresar los sentimientos, en sus sueños utópicos, en su resistencia a crecer, en la dificultad para encontrar el amor que buscamos y hasta en el gusto por el pensamiento filosófico que todos, más o menos, de una manera u otra, tenemos.
Hay constantes referencias literarias al libro Las pequeñas virtudes, de Natalia Ginzburg, del que hablan los protagonistas en repetidas ocasiones, y del que sacan frases como Solos caminamos más rápido, pero juntos llegamos más lejos. Quizá se habla demasiado de este libro, a veces parece que se busca la manera de meterlo con calzador en alguna escena. Lo mismo pasa con la delicada música de Tulsa. Y sin embargo, a mi juicio, ninguna de las dos cosas queda mal.
En su afán por hacer que la ficción y la realidad converjan, los personajes de la película tienen el nombre de los actores y actrices que los interpretan. Francesco Carril es Francesco, Vito Sanz es Vito, Luis Parés es Luis, Isabelle Stoffel es Isabelle y Renata Antonante es Renata. La tercera chica, interpretada por Vahina Giocante, no se sabe que nombre tiene porque no se pronuncia en la película, pero seguro que sería Vahina. Tal vez por eso no se pronuncia.
Y hablando de los actores y las actrices, no se podría hacer este tipo de películas si no hubiera buena química entre ellos. En este sentido, se nota que hay complicidad, seguramente tanto delante como detrás de la cámara. Este tipo de rodajes, esta aventura de hacerse un viaje con una cámara sin saber muy bien el resultado, requieren de dicha complicidad. Todos los actores están a un buen nivel, y especialmente Vito Sanz en la escena más memorable de la película.
Se trata una escena en Paris, en los jardines de Luxemburgo, en la que Vito se reencuentra con una chica francesa a la que conoció en verano y a quien ha ido a conquistar, y se le declara con unas frases en francés que llevaba tiempo tratando de aprender. Esta declaración de amor torpe y valiente, que construye Vito Sanz con voz temblorosa, inundando de ternura la sala y tejiendo una situación tan cómica como trágica, vale su peso en oro. Excelente e inolvidable.
Y no podemos hablar de los personajes sin mencionar a Miren Iza (Tulsa), que con sus canciones (especialmente Oda al amor efímero) y su presencia se convierte en un personaje importante que va ganando fuerza a medida que avanza la película y sin la cual el resultado no sería el mismo.
No me gustó el debut de Jonás Trueba con aquella Todas las canciones hablan de mi. En cambio, me ha gustado Los exiliados románticos. Tal vez porque ésta última tiene menos ataduras, Trueba ha dejado que fluyera, no es una película hermética en la que el director se quiere homenajear a sí mismo como parecía aquella. Un poco de poso intelectual está bien, pero pasarse queda fatal, y esto lo está aprendiendo Trueba con los años.
Película luminosa, fresca, optimista a pesar de tener un gran dramatismo intrínseco, divertida a la hora de hacer pensar, impredecible (la escena del clip musical) y que conviene no dejar de ver. Desde luego, no es una película redonda, ni perfecta, ni grandiosa, ni pretende serlo. Al contrario, es una película pequeña, ligera, efímera, como la juventud, como el amor.
https://keizzine.wordpress.com/
Organizarse con los amigos, coger el coche, tomar rumbo por la carretera… y simplemente disfrutar del viaje. Similar a este plan tan apetecible con el que todos hemos fantaseado alguna vez fue el que llevó a cabo Jonás Trueba junto a un grupo de colegas para rodar su tercer largometraje, Los exiliados románticos, una película que podría situarse a medio camino entre la concepción clásica de Todas las canciones hablan de mí y la experimentación de Los ilusos, y que no se marca más objetivo que el de celebrar la amistad, el romance libre de dramas, la belleza de Francia, la inteligencia emocional femenina y el poder espiritual de la música de forma espontánea (que no improvisada) y ligera.
El síndrome de Peter Pan sobrevuela las cabezas del trío de amigos protagonista de esta historia, tres tipos (llamados igual que los actores que les dan vida), que mientras reniegan a abrazar la madurez van en busca del reencuentro con viejos amores fugaces, pero en cierta manera trascendentales para sus vidas, que se encuentran en tres de las ciudades francesas que ejercieron en el pasado de refugio de los exiliados españoles: Toulouse, Annecy y París. Así se articula esta road-movie, al ritmo de la música del grupo Tulsa, guía mística de la pandilla, en la que el espíritu de la Nouvelle Vague está aún más presente si cabe que en los anteriores trabajos de Trueba. Tal es así que el abuso de las citas filosóficas y literarias más grandes que la vida y cierta escena surrealista propia de un videoclip musical provocan la ruptura ocasional del conseguido efecto de naturalidad en el que está envuelvo el filme.
Poco más de una hora dura el periplo de Los exiliados románticos, prueba del carácter liviano y sencillo de la propuesta. Una entrañable declaración de amor chapurreada en francés y grabada en plano fijo ejerce de corazón de una propuesta que puede resultar tan cautivadora para los que se sientan identificados en cierta manera con su idealismo, como irritante para los que no vean más que un alegado a mayor gloria del movimiento hipster, siendo ambas interpretaciones igual de válidas. Personalmente, veo complicado el resistirse a dejarse llevar por estos tres atolondrados colegas, por sus respectivas musas a vueltas de todo, por la luminosidad y el encanto de los paisajes y del urbanismo de Francia y por los versos de las canciones de Tulsa, sobre todo los de Oda al amor efímero, mantra de este sueño húmedo de verano.
Dicen y parece que es así que Jonás Trueba lleva desde el 2010 haciendo el cine que le apetece al margen de pretensiones económicas, con sus amigos y un presupuesto muy reducido. Dicen que tiene un estilo propio (mucho plano fijo) y reconocible y ya se ha llevado algún premio por su trabajo que hasta la fecha son cuatro películas.
Me incorporo a su mundo con esta, la tercera, con expectativas y salgo con aquello que se dice: ni frío, ni calor. He visto muchos cortos de final de carrera en escuelas de cine y algún que otro largo de directores sin apellido, iguales o mejores que esta propuesta con aires de nouvelle vague (no sé si a estas alturas eso es bueno o huele un poco a naftalina), donde un grupo de jóvenes algo inmaduros quieren aclarar sus sentimientos antes de ingresar en la supuesta madurez de los 30. También se supone que son amigos aunque que compartan furgo y se bañen juntos, incluso se presten una camisa, no se yo… Ante ellos unos personajes femeninos que lo tienen más claro. Todos ellos interpretados por actores que parecen dejarse llevar (Carril deja clara su dicción teatral en su speech) y actrices que ponen más carne en el asador.
Sale Francia con sus calles que evocan progresismo y libertad bonitas canciones y vemos muchas veces pasar la furgoneta y deambular a los personajes en un metraje más bien escaso.
También se dicen cosas interesantes y el cartel mola.
Supongo y con todos los respetos hacia Jonás, que sin su apellido las distribuidoras y los festivales por los que pasan sus propuestas, no serian tan receptivos.
Les recomiendo Muchos pedazos de algo (David Yañez / 2015) aunque no tenga apellido famoso.