Los demonios
Sinopsis de la película
Controvertido, turbador y polémico film sobre un clérigo, en la Francia del XVII, acusado de herejía. La historia se basa en los hechos reales de la ciudad de Loudun, que son conocidos como el caso más grande de posesión diabólica jamás registrado dentro de la Iglesia católica.
Detalles de la película
- Titulo Original: The Devils (Ken Russells Film of The Devils)
- Año: 1971
- Duración: 103
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Opinión de la crítica
Película
6.8
23 valoraciones en total
He aquí una película que encuentra en la parte controvertida de su propuesta, situada en su momento de realización pues su tiempo ha pasado, la mejor baza que poder jugar, y visto lo visto cinematográficamente hablando y viéndola con la perspectiva que otorga el tiempo, incluso ahí se queda a medio camino, en ese arte de la provocación y el espanto, del revolver de tripas y mentes.
Bueno, hay que ser justos, Oliver Reed esta inconmensurable, enorme como Grandier, y la película no empieza a desbarrar hasta que aparecen en escena de los personajes de Laubardemont y los sacerdotes inquisidores, uno de ellos clavadito a Peter Fonda en Easy Rider. Eso si, aquí sin la moto, lo cual hace dudar de que pueda ser otro, ademas hay alguna escena sin gafas y parece que no es, pero uno ya no se puede fiar, cosas más raras se han visto.
Lo dicho, que estos personajes y situaciones convierten la película en un chiste sin demasiada gracia, y el despiadado perfil de la inquisición y de la iglesia en la película, es una caricatura descarada y burlesca, lo cual no seguramente no diste mucho del hecho histórico, pero plasmado con abuso y exceso, recurriendo a lo grotesco, extralimitando y siendo preso de la época en la que nació esta obra pretendidamente irreverente y de los desfases propios en el cine de Ken Russell.
La pena es que hasta la mitad la película resulta una interesante, con una recreación elogiable de la época, incluso con la turbia aproximación a la figura del rey Luis XIII, pero desemboca en unas escenas que buscaban el escándalo en su momento y lo consiguió, pero se antojan ridículas y se quedan en la mera anécdota cinematográfica. Amen, nunca peor dicho, de la censurada escena de la orgía monjil.
Abordar el tema de la Inquisición sin caer en maniqueísmos previsibles es tarea casi imposible en el cine progre, por lo que cualquiera que vaya a ver Los demonios de Ken Russell ya sabe quien serán las víctimas y los verdugos mucho tiempo antes de que ocurra nada especial. Ya saben, clérigos medio locos torturando a diestro y siniestro en nombre de Dios. Profundizar en las razones de por qué se hacía eso –que tampoco era así- ya es demasiado pedir para algunos.
Pero no es por ello por lo que le doy una nota de insuficiente, más bien al contrario, toda esa parte final desde el juicio –aunque rodada demasiado cinematográficamente, y con muy poco rigor histórico- hasta el final es lo mejor de toda la película. El problema es que para llegar ahí tendremos que soportar una hora larga de escenas estridentes, zafias, altisonantes y de muy dudoso gusto. Y cuando una obra elige el camino de lo nauseabundo y lo grotesco, casi nunca me encuentro entre sus pasajeros. Como dice otro compañero, tiene demasiados momentos tipo cine de John Waters, para unos eso será una virtud, para mí es un claro defecto.
Una lástima, hubiese podido ser una gran película si no hubiese querido ser un maldito moderno, pero la soberbia no casa bien con la claridad de ideas, y si una palabra define el cine de Ken Russell es la pretenciosidad, como en Valentino.
Con la música es mejor bajar el volumen, a lo que se añade uno de los peores papeles de Vanessa Redgrave de toda su carrera. En el lado positivo hay que quedarse con Oliver Reed, espléndido, que salva, solo en parte, la película cada vez que aparece en pantalla.
Como decía Baudelaire, lo que hay de embriagador en el mal gusto es el placer aristocrático de desagradar.
Nota: 4,8.
Narración deslavazada e irregular de las peripecias del padre Grandier, gobernador a su vez de la ciudad amurallada de Loudon (lugar próspero en el que reina la paz entre católicos y protestantes), quien intenta por todos los medios que el Cardenal Richelieu no prosiga con su caza de brujas derribando una tras otra todas aquellas ciudades amuralladas en las que los protestantes son mayoría.
Como Grandier goza del favor del rey, el Cardenal decide enviar a Loudon a un exorcista de la Inquisición para acusar de herejía al padre-gobernador y así poder eliminar su último obstáculo antes de tener el control absoluto de la Nación.
El método utilizado es hacer todo lo posible (todo) para convencer a las monjas clarisas de que han sido víctimas de una violación por parte del demonio, encarnado en la figura de Grandier, usando como primera cómplice a la madre superiora, la cual está enamorada del apuesto sacerdote y no soporta ver como éste se ha casado en secreto.
Lo mejor de la película es la interpretación sobria de Oliver Reed, en un papel atormentado por sus continuos devaneos con las feligresas hasta que se casa y encuentra la estabilidad. Y es precisamente en ese momento cuando todo se precipita y comienza la caza del hereje.
Sorprende también lo sobreactuado del papel de Vanessa Redgrave, que no logra dar credibilidad a esa monja torturada por su amor impuro para con el padre Grandier. Me saca de quicio esa risita continua a lo Pocholo y Borjamari, aunque supongo que en la versión original no dará tanto el cante.
En definitiva, film bastante flojo y grotesco, con buenas dosis de erotismo y violencia, que va de menos a más, pero que en ningún momento consigue levantar el vuelo pese a un final más que digno.
Narra esta película, basada en hechos reales, un suceso ocurrido en la Francia del XVII, en pleno reinado de Louis XIII y el cardenal Richelieu. Aunque lejos de ser esta una aventura de mosqueteros, lo que aquí se cuenta es la lucha entre católicos y protestantes. De cómo el sacerdote Grandier, protestante, asume el mando de su ciudad, Loudun, y hace frente a la presión católica que buscaba la unidad nacional de Francia. Pero su vida desmesurada y desordenada (debido a la sexualidad) pronto le creará enemigos dentro de su ciudad, quienes se aliarán con el enemigo para urdir un plan por el cuál se acusará a Grandier de satanismo y posesión diabólica (merced a la acusación particular de una monja despechada y torturada que es obligada a reconocer haber sido poseída por culpa del párroco). La historia seduce y el guión del film está a la altura de las circunstancias, regalando de manera velada críticas a la iglesia y su influencia en los poderes del Estado, a las torturas y, sobre todo, a la falta de libertad sexual.
Mención aparte merece la escenografía de este film. A pesar de ser un film histórico, la sensación que desprende el visionado de la película es de irrealidad, y todo ello conseguido por la ambientación y los decorados, todos ellos de corte daliniana, surrealistas e hiperbólicos: edificios pseudogóticos de color blanco que se alzan hasta el cielo, una cárcel-convento del mismo color con retorcidos pasadizos propios de la imaginería de Tim Burton, la vivienda del protagonista más próxima a la habitación roja de Twin Peaks que a un claustro cualquiera y las campiñas que rodean los muros de la ciudad, unos verdes prados desde los que se alzan estacas de 10 metros sobre los que se soportan ruedas que servían para crucificar a los reos (por supuesto los cadáveres no eran retirados). Esta ambientación grotesco-burlesca se realza por la deambulación de personajes histriónicos como la pléyade de monjas en celo, los ciudadanos enmascarados, las personas disfrazadas de pájaros o los verdugos (sin olvidar al exorcista católico, con una estética similar al joven Drácula de Gary Oldman), consiguiendo transmitir ese sentimiento onírico de pesadilla tan propio del Bosco.
Criticable puede ser la confusión que producen algunas escenas, que no se explican o resultan demasiado teatrales, como el ir y venir de las monjas, reconvertidas en putas o ninfómanas a mitad del film. Aunque personalmente esta sinestesia se perdona teniendo en cuenta el tono ciertamente surrealista de la obra.
En una de sus obras magnas, el siempre impredecible Ken Russell agita la coctelera y mezcla fanatismo religioso con erotismo de diseño, un poco de gore y sobre todo mucho cachondeo en un film donde en todo momento da la sensación de que el único que lo está pasando bien es el propio director. Semejante mezcolanza de géneros y temáticas suponen un acercamiento oscuro y malsano a la Edad Media que por desgracia pocas películas se han atrevido a realizar (a primera vista se me viene a la mente la estupenda Flesh+Blood y Black Death), tiñendo las calles de cadáveres y mierda, bastante más alejado de la visión bucólica del cine de aventuras más clásico y mucho más cercano a lo que realmente supuso el oscurantismo de esta macabra parte de la Historia.
Más allá de la veracidad o no de lo expuesto en pantalla, Russell prefiere obviar el rigor histórico del tema y lo convierte en un auténtico carnaval de las tinieblas en el que cabe absolutamente todo. Desde juramentos divinos y sentencias, pasando por un minucioso repaso a las técnicas de tortura de la Inquisición, hasta un desvergonzado festival de tetas y demás homenajes al cuerpo femenino que culmina con una escena tan bestial (la orgía-aquelarre) que aún en los tiempos que corren y en los que parece que todo está inventado desataría ríos de tinta de haberse rodado ayer. Imagínense las caritas de los puritanos de la época cuando vieron a ese atajo de monjas cachondas profanando el mismísimo cuerpo de un Cristo que no parece sufrir excesivamente con semejante hecho, o la fellatio post-mortem del desenlace. Y es que tal es la desmesura del asunto que culminarla con momentos tan satíricos como el favor final que le hacen al protagonista, el duque y su insignia protectora, o los dos medicuchos siempre dispuestos a joder a quien sea revelan que ni el propio Ken Russell se toma esto en serio, siendo su película toda una invitación al desenfreno con más ganas de pasarlo bien que de resultar un fiel documento histórico o una crítica a la sinrazón del fanatismo religioso.
En pocas ocasiones cuerpo y mente de Oliver Reed habrán sido tan deseados, y también en otras muy pocas habrá estado tan sobreactuado y teatralizado, componiendo quizás al único personaje al que se le dota de cierta profundidad y aplomo. Vanessa Redgrave hace lo que puede con un personaje del que lo único que prácticamente sabemos y necesitamos saber es que es una mujer que a causa de cierta malformación física se ve obligada a servir a Dios y que necesita que la rellenen como sea. Del resto del reparto mejor ni hablar, pues o bien sus personajes únicamente se limitan a chillar y a excitarse con crucifijos, altares o el careto mañanero de Oliver Reed, o nos brindan auténticas interpretaciones dignas de sonrojo, como la de Michael Gothard, que en ningún momento resulta creíble como inquisidor.
Sin lugar a dudas una experiencia tan alucinada como subyugante que casi 50 años después sigue incomodando y no siendo del todo fácil de digerir, más cercana a la muestra de una realidad en la que lo onírico y lo surreal predominan que a un mero documento histórico. Toda una rareza no apta para paladares poco acostumbrados a platos que se alejan de lo típico, y que si más allá de la crítica al fanatismo religioso y la falta de libertad sexual es vista como una simple y rebelde gamberrada de tomo y lomo en tiempos de los domingos a la iglesia, puede llegar incluso a ser disfrutada.
·LO MEJOR: Es un desprejuiciado carnaval de los horrores.
·LO PEOR: Cierta vacuidad de fondo que ni las tetas ni la violencia son capaces de tapar.