Los cuatrocientos golpes (Los 400 golpes)
Sinopsis de la película
Con sólo catorce años, Antoine Doinel se ve obligado no sólo a ser testigo de los problemas conyugales de sus padres, sino también a soportar las exigencias de un severo profesor. Un día, asustado porque no ha cumplido un castigo impuesto por el maestro, decide hacer novillos con su amigo René. Inesperadamente, ve a su madre en compañía de otro hombre, la culpa y el miedo lo arrastran a una serie de mentiras que poco a poco van calando en su ánimo. Deseando dejar atrás todos sus problemas, sueña con conocer el mar y traza con René un plan para escaparse.
Detalles de la película
- Titulo Original: Les Quatre Cents Coups (Les 400 Coups) aka
- Año: 1959
- Duración: 94
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Opinión de la crítica
8.1
97 valoraciones en total
Cuando Luis Eduardo Aute escribió a principios de los ochenta una canción al séptimo arte, la primera película que aparecía mencionada en el homenaje a la Nouvelle Vague era Los Cuatrocientos Golpes de Francois Truffaut. Pocos cinéfilos no reconocen en esta película una de las mayores obras maestras de la historia del cine, y es que la vida del joven Antoine Doinelle está tratada con una exquisita sensibilidad, haciendo gala de una habilidad narrativa sublime. Sin duda una película imprescindible, redonda de principio a fin, un poema pasado al celuloide, cuya escena final realmente da escalofríos por el elevadísimo nivel de lirismo al que llega el director francés. Los cuatrocientos golpes es mucho más que la historia del joven Antoine Doinelle, es también una alegoría a temas como el paso del tiempo, la nostalgia, el sentido del castigo, el aprendizaje, la inocencia y, por encima de todo, la búsqueda de la libertad y la Belleza.
Por si fuera poco asumir el hecho de que la vida es dura de por sí, y que estamos aquí seguramente por pura suerte, o por puro azar, y que todos los días ocurren desgracias de toda índole que hacen polvo o eliminan de un plumazo a muchas personas… Añadamos a todas esas desgracias la que quizás sea la más catastrófica y trágica de todas: la falta de amor.
En este mundo nuestro falta amor por todas partes. Dondequiera que uno mire, hay muchos ojos que suplican con gritos mudos y piden unas migajas de afecto. En los túneles del metro, en las calles concurridas, en los colegios, en los hospitales, en los sanatorios, en las clínicas de desintoxicación, en la consulta de los psiquiatras, también esos compañeros de trabajo que tratan de disimular la opacidad de sus miradas y que arrastran vidas grises, esos empleados tristes apostados como ratones en una ratonera tras ventanillas alienantes y que miran adelante con insatisfacción… Tantas miradas pidiendo auxilio. Tantas historias de desamor.
Los ojos de un niño dicen muchas cosas. Dicen si es amado o no. Y los de Antoine proclaman su paso por días y más días rebosantes de incomunicación, de indiferencia, de carencias afectivas, de falta de entendimiento, de roces, conflictos y ausencias. Desconoce qué significa la entrega y que alguien se desviva por él. Desconoce qué significa el amor verdadero.
Uno de los mayores dolores para un niño tiene que ser el de saber que su madre no deseó su nacimiento. Considerarse un estorbo, un obstáculo para ella. Sobre todo si ella no para de recordárselo. Si ella le hace ver que es una carga.
El niño que se siente desplazado en el orden natural de las cosas, que carece de ese punto de apoyo fundamental, pasará por la vida trastabillando, sin hallar un sentido ni un objetivo preciso al que aferrarse, como no sea buscar de algún modo llamar la atención, rebelarse contra un entorno amenazador y vacío, y escapar de lo que le hace daño. Incomprendido, condenado por dedos acusadores que desoyen su súplica inarticulada. Hablando un idioma que los cerriles adultos no entienden. Lúcido, forjándose su propósito de ser libre y tratar de encontrar su lugar, un lugar donde no haya unos padres amargados que lo lastimen, donde no haya un sistema ciego y sordo incapaz de calar las complejas sutilezas de las mentes de los niños maltratados. Existe mucho más que el maltrato físico, y tal vez sea aún peor ese tipo de maltrato que no resulta tan evidente porque no deja marcas en la piel, sino en el espíritu y en el corazón.
Antoine, metido en el círculo vicioso de la incomprensión y la barrera entre los adultos y él, comenzará sus andanzas, con aires de bravatas entremezcladas de ingenuidad, hacia su búsqueda particular de un mundo que sea más soportable que aquél que constantemente le decepciona y lo acusa desmesuradamente, incluso cuando él, tratando de hacer algo que complazca a sus mayores, mete la pata como todo el mundo.
Antoine Doinel es incapaz de distinguir un alejandrino de un endecasílabo. Qué barbaridad. Y por ello es castigado sin recreo. Qué barbaridad. Estos franceses, son unos blandengues. El cura que me daba lengua en sexto le habría arreado tal hostia en la cabeza, que a día de hoy a Antoine aún le picaría el cuero cabelludo.
En el reformatorio, parece ser que saben mejor de qué va el tema. ¿Derecha o izquierda? Izquierda. Bofetón con la mano abierta. Ya se parece más, aunque el Vicente Ugarte no se quitaba el reloj. Ni el anillo papal de 5 kg.
Disculpadme un momento, que tengo que ir a lavarme los puntos de sutura que guardo desde octavo. Os dejo con una canción de Asfalto.
Bien abrigado,
llegaba al colegio,
1960,
hace poco tiempo…
Bueno, ya estoy aquí. Como iba diciendo, nosotros, los corazonistas, educados bajo la más estricta ley de el borrador de madera incrustado en el cráneo por toser a destiempo , salimos rectos y disciplinados. También ha salido algún asesino en serie, pero eso es pecata minuta.
Así que Antoine huye de sí mismo, por plagiar a Balzac, por no gozar del cariño de una madre, por excusar las faltas con funerales familiares… por recibir cuatrocientos golpes. Y corre en busca de un amigo. Alguien o algo que se parezca a René. Camarada René. Alguien que le ayude a huir sin necesidad de salir corriendo, mediante la fuerza centrífuga de una atracción de feria, mediante el cine, mediante un diván junto a un caballo, mediante una revistas, mediante la solidaridad.
Ahora a los párvulos se les acaricia si se portan mal. Y es por ello que resulta imposible ver una película protagonizada por niños sin sufrir arcadas. Son niños mimados, que seguro que gozan de sus propios camerinos. Convencido estoy de que Jean-Pierre Léaud, sacaba la basura después del rodaje. Y así, no desentonan los diálogos entre imberbes y adultos, y puede Truffaut despreocuparse de eso y dedicarse a buscar el ángulo que dramatice o el piano que despierte la compasión. Y cuando tras las rejas, se desliza una lágrima por el rostro de Antoine, reflexionas y te percatas de que esto no es más que un peliculón de cabo a rabo.
Los cuatrocientos golpes guarda en su interior un pedacito de mi infancia, celebra el alma de París, exhibe con humor a una tríada de profesores memorables (el maestro, el gimnasta y el de inglés), da vida al universo de la urbe sin brochazos ni aspavientos. Contiene mucho más de lo que muestra.
El coche de la policía, el calabozo. Buscar algún lugar para dormir. La deriva interminable del flâneur (¿Y quién no ha paseado, real o imaginariamente, hasta el agotamiento por las calles de París? ¿Quién no ha perseguido la sombra de Baudelaire entre los cubos de basura? ¿Quién no ha sentido el peso de las nubes sobre sus escuálidas espaldas?).
La película es risueña, conmovedora. En mi memoria, se emparenta misteriosamente con otras dos cintas igual de celebradas: Cero en conducta, de Jean Vigo y La dolce vita, de Fellini.
La primera es su preludio surreal y libertario, festiva y felicísima.
En cuanto a la segunda, el niño parisino se hizo grande, cruzó el mediterráneo, desembarcó en la Roma de la Ekberg. Se convirtió en el periodista interpretado por Marcello Mastroianni y, fatalmente, fue a darse de bruces con la misma playa.
Esto es cine, la trilogía de Apu a la europea.
Y es que todos hemos sido Antoine Doinel.
¡Pobre Antoine Doinel, qué vida perra! Te llueven los golpes de todo tipo…
Decir cuatrocientos no es exagerar: véase pequeña muestra en la parte *Spoiler*.
Desde 1959, cada vez que se ve tu primera película alguien corre contigo, huyendo para siempre de los golpes y el sometimiento, hacia la libertad, por laboriosa y desconcertante que ésta resulte: lo primero que se aprende es que no se regala.
Representas un impulso latente en el núcleo de cada espectador occidental: un reflejo rebelde que, igual que una careta, se pone tu rostro serio y rompe a correr, pensando ¡Eureka, ya lo tengo! como tú cuando leías tu libro de Balzac ( La búsqueda de lo Absoluto ).
No te detendrás mientras haya cine…