Las sandalias del pescador
Sinopsis de la película
Después de pasar veinte años como prisionero político en un campo de trabajos forzados en Siberia, el arzobispo ucraniano Kiril Lakota (Anthony Quinn) es inesperadamente liberado por el presidente de la Unión Soviética (Laurence Olivier), que había sido su carcelero en Siberia, y enviado al Vaticano como asesor. Una vez en Roma, el Papa Pío XII (John Gielgud), que está gravemente enfermo, le nombra Cardenal. Mientras, el mundo vive en un estado permanente de crisis, con la Guerra Fría como telón de fondo.
Detalles de la película
- Titulo Original: The Shoes of the Fisherman
- Año: 1968
- Duración: 157
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Opinión de la crítica
Película
6.8
35 valoraciones en total
Basada en la novela de Morris L. West, Las sandalias del pescador supuso en su dia el descubrimiento para el espectador de uno de los secretos mejor guardados por la Iglesia: el largo proceso de elección de un nuevo Papa. La película propone la posibilidad de la ascensión al máximo poder eclesial de un papa ruso, premisa que actualmente con el nuevo régimen ruso no parece tan imposible, pero que en su época no dejaba de tener cierto morbo. Aparte de la espléndida puesta en escena del film, rodado en el corazón del Vaticano, la película tiene su plato más fuerte en unas excelentes interpretaciones. Y en donde Anthony Quinn se apuntó con su papel del arzobispo Kiril Lacota, una de sus interpretaciones más memorables, recreacción muy bien apuntalada por las no desdeñables intervenciones de Laurence Olivier, Vittorio de Sica y Oskar Werner como el seminarísta confuso por ciertos dogmas de fe. Esta película fue nominada a los óscars a la mejor decoración y banda sonora original.
Hay un mensaje en esta sensible película que me resarce de muchas injusticias mundiales: se recuerda a un buen número de guías espirituales y gobernantes varios que aquellos a los que se permite dirigir los destinos de una comunidad están ahí para servir a los demás, son primus inter pares que, si están en ese puesto, es precisamente porque tienen una enorme responsabilidad y obligación con su pueblo. Pero a la mayoría se les suben los aires de grandeza y adquieren el erróneo convencimiento de que ellos están entronizados por encima del común de los mortales y que las personas son vasallos que no pueden aspirar a más que a lamer sus regios traseros. O se piensan que todo les pertenece y que tienen derecho a robar a mansalva y enriquecer sus arcas a costa del hambre y las penurias de sus súbditos.
No es nada fácil conservar la humildad cuando se ocupa un cargo que concede poder.
Como en Quo vadis, a muchos no les vendría nada mal llevar a su lado a un lacayo diciéndoles cada pocos minutos Recuerda que sólo eres un hombre, mientras los jefazos desfilan ante las multitudes.
Por todo eso me complace sobremanera la imagen de este Papa humilde entre los humildes, que nos lanza, desde su compasiva y sencilla humanidad, aquella máxima: Soy vuestro siervo.
Anthony Quinn, el arrollador actor, el aventurero, con esa pinta de pirata, de seductor, de canalla y de inquieta alma errante que solía transmitir, dio un vuelco absoluto y fue el Kiril I idóneo, el Papa que salió de la pluma de Morris West para arrodillarse ante el mundo entero y recordarnos que todos somos polvo, que todos estamos aquí de prestado, que hay dos o tres cosas realmente importantes en la vida, y que lo demás es humo.
Sin ser un religioso confeso ni creer firmemente en la existencia de Dios, siempre me he sentido atraído, o mejor dicho fascinado, por el mundo paralelo que significa la religión, muy especialmente la católica, a la que respeto enormemente a pesar de no practicarla. La jerarquía eclesiástica, con sus cardenales, obispos y arzobispos. La política que desarrolla la Iglesia desde el interior del Vaticano. La diplomacia que practica su pequeño a la par que gran Estado, con el resto de los países del mundo. El nivel de influencia que puede tener la palabra del Papa sobre los demás o, al menos, sobre sus cientos de millones de fieles. La forma en que la Santa Sede pretende acercarse al mundo para hacerles llegar la religión que defienden. Las catedrales, las vestiduras y los ornamentos sagrados. La espiritualidad gobernando una mente. Pero también los pecados que pueden significar las envidias, rivalidades e imposición de opiniones entre los propios párrocos, manifestadas en, por ejemplo, en una votación sobre la elección de un nuevo Pontífice. Son elementos sumamente importantes que siempre he buscado contemplar en el cine y que, afortunadamente, he podido encontrar en esta notable, absorbente e interesantísima película en la que su narrativa de un excelente guión y la magnífica interpretación de su principal protagonista, hacen todo el trabajo, combinado todo esto, eso sí, con una maravilloso vestuario, fotografía y música, que se encargan de representar con gran acierto la parte artística de la película.
Película, he dicho. Y es que algunos hombres de poca fe (aprovechando el recurso religioso) ponen trabas a esta historia, tan ficticia como perfectamente aceptable, olvidando que lo que se muestra en ella es el resultado de una producción cinematográfica. Se pueden hacer películas sobre policías que saltan de una a otra azotea. O dramas en los que las situaciones se resuelven con una táctica engañosa. Hemos visto de todo en el cine, dentro de productos aparentemente realistas. Pero nos cuesta asumir que se pueda hacer una película generalmente respetuosa con la Iglesia, marcada por un obvio tono religioso que nos deja ver que en alguna parte, y en algún momento, puede haber algún Dios que nos esté observando y sea Él quien marque los designios de nuestra vida. Cierto es el escepticismo respecto a cuestiones de fe, pero desde luego creo que para ser testigo de una buena película de estas características no hace falta ser licenciado en teología, pues de ella podemos sacar cosas muy buenas sin tener la sensación de una mano que intente manipularnos. En Las sandalias del pescador se muestra a una Iglesia, la verdadera, con sus devenires, preocupaciones y tópicos asignados. Con sus criticadas opulencias, en forma de piedras preciosas, coronas de oro o tronos milenarios.
(Sigue en el SPOILER sin desvelar detalles del argumento, por falta de espacio)
Cuando era joven destrocé sin piedad esta película en el Cine-Club de curas al que iba, liberando torrentes de juvenil indignación contra el sacerdote que lo dirigía y tutelaba. No se lo merecía del todo. Antes que nada, decir que no era el típico producto que ofrecían esos establecimientos, que tiraban más bien por el lado que hoy llaman gafapasta: Bergman, Fellini, Tarkovski, Buñuel…, la primera de Fassbinder que vi en mi vida (que incluía el primer plano de un miembro sexual masculino que vi en una pantalla y que de alguna forma me inmunizó para los restos) fue en este Cine-Club. Hoy voy a gastar tiempo y espacio en decir lo que no dije en su día.
Creo, padre, que en esta película hay cuatro aspectos que deben considerarse.
El primero, al que dedica más tiempo la película, es el político. Qué debe hacer la Iglesia frente a la crisis mundial –cualquier cosa que ésta sea, desde el hambre hasta la guerra nuclear. Es lo peor de todo. Se sirve un menú que incluye reuniones de líderes mundiales que hablan a base de consignas con las banderas y retratos al fondo, planteamientos planos y simplones, y una solución final francamente ridícula. Sé que usted, que era un apasionado de la escuela soviética de montaje, está de acuerdo conmigo.
El segundo, menos malo pero aún poco convincente, es lo que usted llamaría el conflicto de moral individual. Qué debe hacer la Iglesia frente a la crisis personal de los individuos, encarnada en la infidelidad del periodista norteamericano y la reacción de su esposa. Es algo superficial, le falta garra, aunque proporciona una de las imágenes más curiosas de la película: el Papa Anthony Quinn –disfrazado de cura de calle- citando a San Pablo mientras se inclina con el brazo apoyado en la pared en la que se recuesta Barbara Jefford. El consejo le servirá para arreglar su matrimono, pero en la proyección reclamamos a voz en grito el inmediato beso.
Luego, la película muestra con detenimiento el rito interno vaticano de la elección papal. Esto sí está bien, y si por algo se sigue viendo hoy Las sandalias del pescador es por esta parte. Lástima del periodista pelmazo que insiste en narrarnos, explicarnos y subrayarnos lo que vemos.
Lo que más me gusta es el retrato de Teilhard de Chardin, camuflado bajo el nombre de padre Telemond, al que da vida Oskar Werner. Así, se completa el triángulo simbólico: Lakota, el hombre de Fe, Telemond, el intelectual y Leone, el vaticanista de la curia. Hay que dar las gracias a los guionistas, o a Morris West, por no ilustrarnos el asunto con una subtrama en la que el intelectual se vea enfrentado a sus propias contradicciones, por ejemplo, yo qué sé, viéndose obligado a dar cobijo a un asesino en serie.
Me parecen estupendas las escenas de interrogatorio y juicio que sufre Telemond por parte de la Congregación para la Doctrina de la Fe. Que cada miembro del tribunal conserve la indumentaria de su orden le da un aire entre escolástico y medieval muy curioso, al cual ayuda también el hecho de que los teólogos sean gente de la talla de Nial McGinnis, Leon McKern o Paul Rogers. ¡Ya ve que puedo decir cosas positivas de esta película, padre!
El ya fallecido escritor australiano Morris West, sigue siendo el más leído de toda la historia literaria de Australia, su especialidad fueron los temas relacionados con la Iglesia Católica y la política internacional, y su éxito incontestable.
Otra cosa muy distinta es analizar sus tramas. Me resulta cansino escuchar algunas falacias que se repiten tantas veces que algunos se las llegan a creer. El nombramiento de Juan Pablo II fue una sorpresa para los que no están dentro de los vericuetos vaticanos, para los grupos de poder desde luego que no.
Las sandalias del pescador es una novela que no anticipa nada, más bien es su desastre como bola de cristal. China no se muere de hambre, sino que es la potencia del mundo que más crece, y a pesar de los problemas que existieron entre los chinos y los soviéticos en unos años muy determinados a principio de los sesenta, si hubo alguien cerca del conflicto directo en la Guerra Fría fueron los norteamericanos.
Pero vayamos con la película, que más que de historia-ficción podemos englobarla dentro del género fantástico. Antes de ocuparme en el spoiler de algunas de las secuencias más hilarantes que recuerdo de la historia del cine, creo que es más aconsejable ocuparme de lo positivo, que también lo tenemos.
En primer lugar da igual que la película sea buena, mala o regular, Anthony Quinn está siempre bien, y aquí es lo mejor de toda la película. Teniendo en cuenta los papeles tan difíciles que siempre tuvo que interpretar, su carrera tiene mayor mérito. Uno de los más grandes de siempre.
Destacaría también toda la parte cercana al documental que se desarrolla antes, durante y después del cónclave, es un acercamiento didáctico inmejorable del Vaticano, además de las localizaciones y excelentes planos de la ciudad de Roma.
Y por último, ese aire a beatismo que respira todo el film, que intenta conmover al espectador, la compasión y la bondad siguen siendo los más altos valores del ser humano y aquí se intentan plasmar.
Nota: 6,2.