Las amistades peligrosas
Sinopsis de la película
Francia, siglo XVIII. La perversa y fascinante marquesa de Merteuil (Glenn Close) planea vengarse de su último amante con la ayuda de su viejo amigo el Vizconde de Valmont (John Malkovich), un seductor tan amoral y depravado como ella. Una virtuosa mujer casada, Madame de Tourvel (Michelle Pfeiffer), de la que Valmont se enamora, se verá involucrada en las insidiosas maquinaciones de la marquesa.
Detalles de la película
- Titulo Original: Dangerous Liaisons aka
- Año: 1988
- Duración: 120
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Opinión de la crítica
Película
7.6
67 valoraciones en total
Tengo una teoría con la que me valgo para enjuiciar a los profesionales a los que me acerco a requerir sus servicios- sí, los prejuicios, ahí están-: Según lo apocados, lo taciturnos, lo antipáticos e incluso feos que sean, mejores profesionales serán. Este principio lo baso en una lógica, a mi juicio aplastante e irrefutable, que es la siguiente: Si para un puesto de trabajo, el que sea, un patrón o empresario ha de elegir entre dos candidatos, siempre que los dos sean igual de competentes elegirá al más simpático, al más extrovertido o más carismático, y siendo así, un profesional con don de gentes que ofrezca un 100, en el más justo de los casos, sólo será despojado de una plaza o empleo por un candidato gris que ofrezca 101. Naturalmente, a día de hoy, donde en una empresa privada ser vendedor es un valor en alza, ese candidato gris tendría que ofrecer 110, 120 o incluso 150. Dicho esto, no les extrañará que les diga que yo le confío ciegamente mi salud a un médico de la sanidad privada de aspecto triste y anodino: pienso para mis adentros tiene que ser la leche.
El carisma se me antoja de esta manera una virtud poderosísima, un valor comodín y camaleón que le hace a su poseedor –a los ojos de los demás- más inteligente de lo que realmente es, más trabajador de lo realmente es, o incluso más bondadoso… que cuyas malas acciones merecen más indulgencia que otro que no lo posea.
Pedimos al cine, o a las historias, personajes que sean paradigma de una imagen. No entendemos un científico que no tenga los pelos encrespados de loco ni sus enormes gafotas, una princesa fea y gorda se nos escapa al raciocinio, e incluso, podríamos afirmar que la imagen de Brad Pitt es la idónea para encarnar a Aquiles, entendiendo por idónea que Homero estaría satisfecho con dicha elección. Sí, sin duda el actor ha de ser carismático y poseer en su caracterización el tópico que andamos buscando. Lo gracioso es que ahora también, buscamos en los hospitales la imagen formada en la mente a golpe de historia o película o serie televisiva: el Clooney o el Dempsey, las rubias con bañadores rojos vigilantes en las orillas de las playas.
John Malkovich no tiene tantas películas o papeles geniales. A lo más de secundario, malote y taimado, que se la intenta jugar al Eastwood o incluso a Cage. Pero fue el Vizconde de Valmont. Está calvo, ya lo estaba cuando hizo esta película, tampoco tiene una gran planta, pero todos estamos seguros viendo la película, que él -o ellos- es el amante de vida más ajetreada en ese Paris del millón de cortesanas. Vamos, el Rey de copas.
-Como todos Charlie Kauffman, como todos.
La mejor de todas las adaptaciones por una simple razón: contiene dos de las mejores interpretaciones de la historia del cine. Me refiero a las de Glenn Close y John Malkovich, claro, porque la Pfeiffer sólo lo hace de puta madre y a la Thurman le falló su físico, que no su talento (era casi tan alta como el propio Malkovich y su cuerpo ya estaba muy desarrollado como para pasar eficazmente por niña indefensa, y, aunque la prefiero infinitamente a Drew Barrymore, que llegó lejos en el casting de esta película para el papel de Cécile, en este sentido me pereció más adecuada la Fairuza Balk de Valmont).
Por otro lado está un guión magnífico ganador del Oscar que el dramaturgo Christopher Hampton se empeñó en escribir tras haber adaptado con éxito la novela al teatro.
Este Valmont es el más cínico, mendaz y temible de todos los vistos hasta el momento en imágenes. Es al que menos le tiembla el pulso a la hora de destruir su verdadero amor –porque es el más incapaz de reconocerlo– y el que mejor oculta sus mentiras –porque es el único que le dice no puedo evitarlo a Madame Tourvel en persona sin más gesto de compasión hacia ella que apartar su, en el fondo, arrepentida mirada–. Algo muy similar se puede aplicar a la Marquesa de Merteuil, de doble cara: la recatada, que muestra en público, y la perversa, que descubre en privado, y todo lo contrario a la Señora de Tourvel de Pfeiffer, que es la más cándida y angelical de todas, la que más sufre y a la que más me costaría a mí engañar.
Stephen Frears lo vio claro –vaya que si lo vio– y sus constantes primeros planos, que en manos de otro director más incompetente habrían cargado demasiado al espectador, consiguieron ponerme más tenso que el copiloto de Steve Wonder. Es lo que tiene contar con esos actores, que te puedes permitir no sólo quebrantar las reglas del cine, sino cambiarlas en beneficio propio.
En definitiva, una de las mejores exploraciones jamás hechas en el cine (y en la literatura) sobre la seducción, la manipulación, la debilidad, la venganza y, por ende, sobre la mezquina naturaleza humana.
Llevo muchos años considerando Las amistades peligrosas como una de las grandes películas de las últimas décadas. Y eso que solo la había visto una vez, cuando salio en vídeo, hace ya unos diecisiete años. La he vuelto a ver con miedo, pensando q a lo mejor era todo una ilusión que había ido creciendo en mi memoria. Pero no, las sensaciones han vuelto a ser las mismas. Da igual que la viera a los 17, o ahora con 34, la película de Stephen Frears sigue siendo prodigiosa.
Las amistades peligrosas es una película en la que todo funciona con la perfección de un mecanismo de relojería suiza. No tiene puntos débiles.
El punto de partida, sobre el que se sustenta el esqueleto de cualquier película, es una obra ya clásica, de una precisión implacable y atemporal, es tan actual ahora como hace doscientos años. La esencia de la obra está captada en todo su esplendor por el guión de Christopher Hampton. Los diálogos son como bales que se disparan unos a otros, las situaciones son maliciosamente divertidas, aunque en el fondo esconden una carga de crueldad que da miedo.
Stephen Frears se pone al servicio de este guión, no con la idea de lucirse como director, sino con la clara intención de que lo que luzca en todo momento sea la perfección de una obra que no necesita adornos para brillar. La presencia de un director que no se hace notar es algo que ayuda a disfrutar de una historia que se sobra ella misma para entusiasmar al espectador. Ese rasgo de humildad cinematográfica caracteriza toda la carrera del director, donde abundan las buenas películas.
Para el final dejo lo que para mi es una de las cumbres interpretativas del cine de los últimos treinta años, el magistral reparto. Una de esas ocasiones en que disfrutar del trabajo de los actores provoca una gran variedad de sensaciones. Glenn Close ha sido, y sigue siendo, una de las grandes y aquí está absolutamente impresionante como la viperina y manipuladora Marquesa de Merteuil. Con esta película debió haber ganado el Oscar que todavía no tiene. Lo de John Malkovich me da mas pena. En esta película está brillante, seductor, atractivo, despreciable, y no se cuantas cosas más. Lo malo es que después nunca más ha vuelto a hacer nada parecido. La tercera en discordia es una de mis debilidades Michelle Pfeiffer. Aquí esta vulnerable, confusa, deprendiendo sensualidad dentro de su recatado envoltorio. Sus encuentros con John Malkovich la llevan más allá del elogio. Junto a ellos un reducido grupo de excelentes interpretes donde destaca la belleza y juventud de una desbordante Uma Thurman.
El vestuario, la decoración, la fotografía y sobre todo una partitura perfecta de George Fenton redondean una película a la que me resulta imposible poner ni una sola pega.
Y para el recuerdo unos quince últimos minutos más magistrales si cabe, repletos de emoción y con un plano final de Glenn Close que vale su peso en oro.
Puede haber algún actor que naciera para brillar como el sol en una película y después echarse a dormir el resto de sus días, ¿el que encarnó a Alex en la Naranja Mecánica?, como se llamaba… ni idea, si puede ser, ¿Harrison Ford en Indiana Jones?, !no¡ también fue Han Solo y retirador de Nexus 6 no lo olvidemos, aunque nació para ser Indy sin duda, ¿John Malkovich en Las Amistades Peligrosas? definitivamente si, simboliza en esta obra la lascivia, desborda morbosa sensualidad en cada plano que nos regala, inolvidable la secuencia de la comida con una jovencita y frágil Uma Thurman a punto de ponerse verde, el solito nos acojona cuando se pone a gritar y nos hace reír cuando se comporta como un niño travieso, es la falsedad personificada, la cual toma como arma contra en aburrimiento en la encorsetada, pre-wonderbraniana y aburrida vida de la nobleza a la que le estaba prohibida trabajar, gracias Robespierre, aunque conquistar a la robótica Pfeiffer canse más que una jornada laboral de 10 horas. En definitiva, debió llevarse un Oscar de mierda de esos.
Delante tiene a la gélida Glenn Close, con la cual mantiene una interesante partida de damas donde las piezas son nada más y nada menos que su círculo social, viejas aburridas y jóvenes apasionados representan alfiles torres y caballos, no hay nadie a quien no puedan manipular con rastreros movimientos y vípera verborrea que en algunos momentos se acelera de una manera casi cómica, como en la genial escena de la llave del azul lazo.
Sin duda si Disney adaptara esta novela a dibujos animados, el personaje del Vizconde de Valmont seria animalizado por un áspid.
El poder de las palabras cobra su máximo esplendor en esta película en la que el guión está cuidado de forma milimétrica.
Evidenciando algunos escalafones sociales, la película se centra en otro tipo de escala: la (a)moral, en la que Glen Close y John Malkovich ocupan los lugares más privilegiados y nos brindan actuaciones memorables, cargadas de personalidad.
Los falsos juegos de seducción elaborados con gran maestría gracias a la casi total ausencia de moralidad, nos muestran lo maleable que son las personas y lo fácil que es obtener de ellas lo que se desea. En estos juegos nos encontramos ante diálogos lapidarios que merecen ser escuchados cientos de veces y transmitidos de boca en boca.
Las interpretaciones cargadas de erotismo y sensualidad que embriagan al espectador con un exquisito aroma de falsedad y ética clásica a partes iguales, hacen desear a todas y cada una de las bellezas que aparecen por la pantalla, sin importar su edad.
Las piezas musicales no se quedan atrás en toda esta puesta en escena, con una música de época en la que Xerxes del maestro Haendel pone la guinda a un pastel delicioso al que le falta muy poco para alcanzar un 8… (quizás si lo vuelvo a degustar dentro de un tiempo, paladee nuevas texturas y sabores que hagan asentar a ese 8 en una cama del siglo XVIII).
No puedo evitarlo, os la recomiendo… no puedo evitarlo.