La Venus de las pieles
Sinopsis de la película
Después de un día de audiciones a actrices para la obra que va a presentar, Thomas se lamenta de la mediocridad de las candidatas, ninguna tiene la talla necesaria para el papel principal. En ese momento llega Vanda, un torbellino de energía que encarna todo lo que Thomas detesta: es vulgar, atolondrada y no retrocedería ante nada para obtener el papel. Pero cuando Thomas la deja probar suerte, queda perplejo y cautivado por la metamorfosis que experimenta la mujer: comprende perfectamente el personaje y conoce el guión de memoria.
Detalles de la película
- Titulo Original: La vénus a la fourrure (Venus in Fur)
- Año: 2013
- Duración: 96
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Opinión de la crítica
Película
6.9
97 valoraciones en total
Con La venus de las pieles Polanski retoma su afición a convertir el teatro en cine (en ocasiones puntuales también ha dirigido e interpretado teatro), algo que hizo por primera vez con Macbeth y que continuó con La muerte y la doncella y con su anterior trabajo Un Dios salvaje . En este caso el afamado director adapta una obra teatral de David Ives (que también participa en el guión) que a su vez está basada en la polémica obra del austríaco Leopold von Sacher-Masoch, escrita en 1870 y que trata sobre las relaciones sadomasoquistas.
El texto ofrece a Polanski un vehículo perfecto para desarrollar una vez más algunos temas recurrentes a lo largo de su carrera. El juego de espejos y las fronteras difusas entre las identidades de los dos únicos personajes en escena se suceden bajo la mirada comprensiva, tolerante y afilada del director. Los papeles cambian, la mujer vulgar con acento barriobajero (excelente Emmanuelle Seigner, esposa en la vida real de Polanski) se transforma cuando recita en una señora culta, sensual y dominante, y el petulante y sofisticado director teatral (un Matthieu Amalric que parece un alter ego, incluso físicamente, del director polaco) se ve sometido por alguien que él consideraba inferior.
Un único escenario, un texto provocador y sólo dos personajes son suficientes para que Polanski sea capaz con su portentosa cámara de sacar el máximo rendimiento a tan osado experimento. Además aporta su peculiar sentido del humor y su mirada ácida que hace que esta perturbadora venus de las pieles te hipnotice por momentos.
Es todo un espectáculo y un estímulo para el que aquí escribe reencontrarse periódicamente con Roman Polanski. Es de esos autores con una impronta propia y un cosmos particular que te contagia su visión de un ser humano polarizado en sus obsesiones e inerme a la hora dar sentido a sus actos y sus decisiones.
Los que no conozcan su obra pueden verse algo decepcionados después de esa brillante sátira sobre los roles paternos que fue Un dios salvaje. Pero este es un Polanski mucho más puro, un Polanski que de hecho vuelve a sus orígenes y ofrece la versión más clásica y desinhibida de sus temores.
En La Venus de las pieles Polanski vuelve a exorcizar sus demonios a través de una compleja y la vez simple trama que nos habla de fetichismo, sadomasoquismo, dominancia, humillación y de ese poder casi divino que le otorga a la mujer en muchas de sus películas. En este aspecto en concreto tal vez sea su película más representativa.
Basada en una obra de teatro de David Ives el franco-polaco vuelve a llevar a los extremos sus personajes en un duelo de géneros que sería casi anecdótico decir quién va a ganar. Aquí se nos narra, o mejor dicho se nos expone, un peculiar y bizarro encuentro. Una locuaz y algo torpe aspirante a actriz se presenta tarde en un teatro para una audición, tras los intentos fallidos de las anteriores candidatas el autor de la obra se verá sorprendido al ver que esta atractiva mujer no es lo que realmente parece.
Notable es el uso del metalenguaje escénico, esta vez impulsado por el poder de persuasión de sus actores, la inteligente distribución del espacio físico, los acertados juegos de luces y sombras y una deliciosa banda sonora de Alexandre Desplat que se mueve entre lo guiñolesco y el divismo que inspira su personaje femenino.
Guión tramposo y hábilmente articulado en el que se cumple una de las máximas del autor: su protagonista ha de vivir su personal purgatorio para llegar a la redención sino definitiva casi. Y el hilo conductor vuelve a ser la transfiguración de éste hasta convertirlo en ese ser endeble y grotesco que es la imagen reconvertida de él mismo.
Enfermiza, subyugante y perversa. Hilarante en la plasmación de la transferencia y la contratransferencia, autodestructiva, autoparódica. Todo un cocktail explosivo en el que brilla una Emmanuelle Seigner que hechiza a la cámara y al espectador en cada plano en el que se presenta, pareciendo vivir una segunda juventud.
Puro Polanski, en definitiva. Y, como ya hiciera en películas como El quimérico inquilino, el director se proyecta hasta el límite en su protagonista masculino convirtiendo a éste, un descafeinado Mathieu Amelric, en su alter ego. No es tampoco casual su parecido físico.
Una película pues que recoge lo mejor de este genio: su sentido despiadado e inmisericorde de la naturaleza humana y, en especial, de la especie masculina, y ese regusto por explotar los placeres más prohibidos del hombre. Al fin y al cabo sus demonios son también los nuestros aunque para nosotros son inconfesos.
Si en su anterior largo – Un dios salvaje – Polanski mostrara absoluta fidelidad a la obra teatral original pero añadiendo recursos cinematográficos y una sobresaliente dirección de actores mientras que encerraba a sus personajes en un único espacio escénico, aquí repite la fórmula aprovechando más si cabe los recursos del cine al prestarse mejor la escenografía a la búsqueda de la composición fotográfica, el posicionamiento de la cámara y los juegos de luces, sombras y colores.
No podía ser de otra forma la fidelidad cuando en ambos casos el guión viene también firmado por los propios autores de las obras teatrales: en la primera Yasmina Reza y en ésta David Ives, ambos entre los más cotizados autores de la dramaturgia contemporánea.
El peso principal de este filme recae sobre los dos únicos actores que llenan todo el metraje. Unos entregados Almaric y Seigner dan todo un recital interpretativo de principio a fin, siendo especialmente revulsiva quien en la vida real es pareja del director y a la que la obra parece ajustar como guante para su lucimiento. Una Emmanuelle que en sus inicios profesionales deslumbrara sobre todo por cómo la cámara parecía adorar su belleza – Lunas de hiel y Frenético , ambas también de Polanski-, recientemente, tras papeles sobre todo secundarios y trabajos distanciados en el tiempo, ha resurgido para el mundo cinematográfico y lo ha hecho aunque envejecida con una madurez interpretativa destacable y un hálito de belleza impertérrito que parece grabado con parsimonia en cada arruga de su rostro hoy más expresivo que antaño.
La fuerza del argumento sin duda es mérito de David Ives, y la mano de Polanski tanto en el guión como tras la cámara no hace sino darnos una versión a la altura o mejor que la que triunfase ya en Broadway. Algo tiene que ver también la novela de Leopold von Sacher-Masoch que inspiró a Ives, así como buena cantidad de referencias artísticas y de la mitología a las que alude esta historia.
Estamos ante un brillante duelo de poderes donde se entrelazan sumisión, dominación, sadomasoquismo -más mental que físico-, machismo y misoginia, feminismo, sensualidad…, con las esencias de amores y odios entre el hombre y la mujer, y un desarrollo que se muestra como un juego psicológico en el que nada es lo que parece y camina hacia un desenlace inesperado.
Pero lo realmente significativo y que más originalidad aporta a la trama es el traspaso de la pared escénica, la mezcla del mundo de la representación de una obra durante su ensayo con el mundo real, la simbiosis que se produce entre ambos mundos paulatinamente encarnándose en la relación de los protagonistas hasta identificarse realidad y ficción, ficción y realidad. Incluso llegando un paso más allá en una escena final abierta a interpretación, a la que luego me referiré en zona spoiler para no desvelar aquí nada, pero donde bien podríamos decir que irrumpe de modo sobrecogedor el elemento fantástico. Entre hombre y mujer, entre diosas y hombres, 96 minutos que cuando menos te lo esperas han pasado y uno ni nota que todo ha sucedido en el mismo escenario con un par de actores.
A mí, como a todas las diosas, me habéis transformado en una diablesa .
(Leopold von Sacher-Masoch, 1870)
No pude olvidar en ningún instante su procedencia teatral. Fundamentalmente la primera media hora, invadida por dos personajes yuxtapuestos de manera forzada.
Carente de un desarrollo, para mi atractivo, la calificaría como un guión de diálogos cuidados pero de contenido desdibujado. La trama secundaria invade a la principal apoderándose de ella y dando como resultado un trabajo que no encaja.
En esta película, Polanski ha dado una vuelta de tuerca más al polanskismo. La atmósfera ya definitivamente es su propia atmósfera. La sensación de claustrofobia se intensifica. Cuatro actores ya eran muchos, esta vez dos. No me extrañaría que la próxima película de Polanski (si la hay) sea con un solo actor metido en una caja, haciendo un monólogo.
Pero tiene derecho a hacerlo. Es el cine que le gusta, y hace bien, se lo puede permitir. Además, a sus seguidores nos gusta. Personalmente, disfruto con esas atmósferas, me gusta esa manera que tiene Polanski de indagar en las partes más recónditas del alma, en aquellos lugares en los que nadie indaga, en lo más retorcido de cada uno de nosotros.
Cuando voy a ver una película de Polanski me imagino lo que voy a ver. No espero que haya veinte protagonistas y cientos de extras, ni que habrá muchas escenas en exteriores. Espero ver una película de las suyas, con sus características, y eso es lo que debería esperar todo el mundo. Quien quiera otra cosa, que no vaya. Es como ir a un restaurante japonés y esperar que nos pongan torreznos de aperitivo. Digo esto porque me imagino que habrá gente que se aburrirá mucho viendo una película que se desarrolla enteramente en lo alto de un escenario de teatro, y en la que durante todo el metraje solo aparecen dos actores, que lo único que hacen es hablar. Amigos, es Polanski, es lo que hay, y la cartelera está llena de otro tipo de cine.
El tour de force al que Polanski somete a sus dos actores (Mathieu Amalric y Emmanuelle Seigner) obtiene un magnífico resultado ya que tanto uno como otra están sensacionales en sus respectivas interpretaciones. Polanski es un admirable director de actores, lo ha sido siempre, y en esta ocasión consigue sacar un rendimiento escandalosamente bueno de ambos. Yo le doy un gran mérito a Polanski, puesto que no considero a ninguno de los dos protagonistas de la película unos actores de gran talento. En este caso, a mi juicio, el mayor talento es de quien los dirige. Aunque, como es lógico, de donde no hay no se puede sacar, o sea que algo tienen, pero lograr que aflore y que den más de lo que tienen, eso es tarea del director. Y aquí, no hay duda, lo consigue.
Diría que Amalric incluso me recuerda al propio Polanski. Me parece como si hubiera pensado voy a poner a alguien que me interprete a mi. No se, igual es una tontería, pero no lo puedo evitar, me pasé toda la película pensando que Amalric se daba un aire a Polanski cuando era joven y que eso habría tenido algo que ver en su elección para el papel. Y, si tenemos en cuenta que la protagonista es su mujer…
Y, hablando de su mujer, Emmanuelle Seigner mantiene un nivel físico excelente. Parece mentira que tenga 47 años. La última vez que la vi, en la película En la casa, la encontré algo mayor y me dio pena porque la recordaba guapísima. En cambio, en esta película la he visto muy bien. Se mantiene en un envidiable estado para su edad. Parece mentira que después de tantos años que han pasado desde Lunas de hiel siga siendo una mujer deseable. Me siento identificado con ella.
La película es poco accesible. Muy poco. Requiere una gran complicidad por parte del espectador. Si logras meterte en ella, disfrutarás de esa especie de teatro postmoderno que Polanski plantea y quedarás atrapado en el morbo, en el ambiente oscuro y enfermizo que se va generando entre los actores. Por el contrario, si no logras conectar corres el riesgo de dormirte en la butaca. Además, el director complica las cosas continuamente para que sea más difícil de seguir. Exige un cierto nivel cultural en el espectador y encima hace que los actores hagan comentarios sobre el texto, que a menudo se confunden con el texto mismo, lo cual hace que el espectador se desconcierte, ya que lo normal es que los actores interpreten el texto y lo hagan suyo, en lugar de cuestionarlo. Y como a medida que la película avanza, la relación entre el director y la actriz se va intensificando, la interpretación de los respectivos papeles lleva a un paroxismo final en el que se diría que la propia obra de teatro termina por devorar a los intérpretes. Y, casi casi, también a los espectadores.
Me gustó la película, pero aviso que es muy difícil que guste al público medio. Pero yo disfruto con el maquiavelismo de Polanski y con su precisión detrás de la cámara, con su infinito talento. Esa cámara, con el maravilloso acompañamiento musical, que avanza por el boulevard parisino y termina introduciéndose en el teatro. La misma que termina saliendo de él, al final de la película. A muchos no les dirá nada, a mi me parece puro arte.
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