La mamá y la puta
Sinopsis de la película
Alexandre es un joven burgués cínico y egoísta que vive en París. Se encuentra en un fase nihilista de su existencia: no estudia, no trabaja y apenas se interesa por los libros o por la música. Lo único que le interesa son las mujeres y, además, vive a su costa. Poco a poco va formando con Marie y Veronique, a pesar de la inicial resistencia de ambas, un atípico menage à trois, que, para él, es absolutamente satisfactorio porque representa un equilibrio entre lo sexual, lo maternal y lo material. Al mismo tiempo, es capaz de mantenerse al margen de los sentimientos de frustración o malestar que su conducta pueda provocar en sus amantes.
Detalles de la película
- Titulo Original: La Maman et la Putain
- Año: 1973
- Duración: 215
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Opinión de la crítica
8
58 valoraciones en total
Y lo evidente no es otra cosa que una película atravesada de una supuesta intelectualidad, que a finales de los sesenta o principios de los setenta, ofrecía ciertos toques de originalidad y de frescura, que el congelador del tiempo ha marchitado.
Anclados en un pasado nostálgico que no regresará. Muchos de quienes la votaron hasta convertirla en un totem sagrado, tal vez no se den cuenta que aquello que amaron, vistieron y pensaron, ha sido superado, ha sido vencido y, lo peor: Desapareció hace algunas décadas.
Ahora, amigos, hacemos el amor, y lamentablemente también la guerra, con la misma libertad y poca conciencia.
El protagonista es el típico getas de toda la vida. Un aprovechado, un vividor, un personaje común que en LA MAMÁ Y LA PUTA se le ha querido vestir con un traje que le viene grande y cuyo paño es simple algodón, aunque intenten desplegarlo como preciosa seda.
Si el mayo francés del 68 supuso una revaloración del concepto de utopía, su posterior fracaso arrastró a una generación hacia el nihilismo y la decepción. Eustache nos muestra este sentimiento a través de tres personajes de distinta condición, que sólo tienen en común una cosa: el dolor. Y este dolor se nos muestra con toda su sinceridad, sin trampas, sin enfatizar, dejándonos a solas con él, mirándolo a la cara con todo su desgarro. Los personajes son tremendamente locuaces, pero también saben escuchar, y escuchan en silencio, interiorizando cada frase, cada monólogo, y haciendo suyo el sentimiento que impregna el celuloide.
La película parece comenzar retratando el estado de ánimo de esa generación devastada por la ilusión maltrecha, pero llega mucho más allá, hasta el fondo de la condición humana, revelándonos la complejidad que cada persona esconde detrás de su frivolidad. El protagonista, un burgués cínico, egoísta y caprichoso (y cansado, sobre todo cansado, de vuelta de todo), va desnudándose poco a poco, dejándo caer sus máscaras para que veamos la desesperación que en el fondo le corroe.
La narración es austera, en una acción casi inexistente a lo largo de sus casi cuatro horas plagadas de diálogos maravillosos y escenas antológicas. Cada plano corre el riesgo de un salto al vacío, pero llega a su destino indemne, sin una magulladura, fortalecido por una naturalidad que invade la cinta de principio a fin. La ausencia de música extradiegética contribuye a crear esa atmósfera opresiva, agónica y axfisiante, pero esto no es provocado mediante trucos formales, sino a través de un verismo que llega al alma de los personajes y del espectador.
La mamá y la puta es una película crepuscular, apocalíptica, que retrata el fin del mayo del 68, el fin de la nouvelle vague y, en definitiva, el fin del mundo. Tiene la pasión del mejor Truffaut y la inteligencia de Rohmer y, de esto no cabe duda, resulta bellísima de principio a fin, intachable y veraz en su retrato del sufrimiento y la impotencia.
París y un trío. Léaud (Alexandre) entre dos mujeres. Una exploración abismal al fondo del deseo y el vacío. Diálogos y más diálogos. En la cama y en los cafés. Antes y después del sexo. Con algún monólogo muy brillante (casi todos del chico) y silencios bellos y dolorosos. Franqueza, pedantería (discursiva) y tono sombrío
Es el retrato de un hombre al margen, un diletante, un bohemio, un vago y un mantenido. Ha renunciado a todo y solo se dedica al amor. Ellas son las dos caras de la misma moneda, del mismo espejo en el que él contempla su fracaso y desolación. Ellas le sostienen y le zarandean. Él las entiende y las daña. La primera (Marie) es el refugio paciente, la costumbre que arropa y consuela, la segunda (Verónica) es la inercia curiosa, el entusiasmo forzado y necesario. Marie tiene tienda y casa, Verónica es una enfermera, inmigrante polaca que vive interna, sola, que encuentra en el sexo la forma de comunicarse. Las dos padecen la trampa (su callejón sin salida vital) de Alexandre, ser superfluo y desolado, sensible e inútil. Jóvenes y ya muy viejos. Él se deja llevar (a ninguna parte), pone empeño ante la falta de casualidades. Una displicencia ausente, fatalista. Su sinceridad radical es la prueba de su claudicación.
Una mirada triste sobre la vida, el mecanicismo frío y sórdido de los hombres de la calle , los normales, frente al sinsentido cínico y desgarrado de los que están al otro lado.
Película agónica, moribunda y exangüe. Muy bella en su minucioso goteo fúnebre, en su decadencia amanerada y austera, cansada.Todo huele a auténtico y real, a invención dolida, a una rebelión apagada ante el triste espectáculo de vivir. Es la antesala de la tragedia. Cuando ya no queda nada y solo tenemos relaciones de mierda . Cuando trabajar parece algo incomprensible y el aburrimiento consciente es el único criterio. Cuando el dinero no importa, el sexo tampoco, ni la amistad, ni la familia, nada importa. Es el final del camino. Del que se intenta engañar por última vez (esas absurdas proposiciones de matrimonio), antes del fin.
El alcohol y el tabaco omnipresentes. La música constante. Y ciertos homenajes al cine. La cámara suavemente delicada y precisa, de amateur apasionado. El blanco y negro majestuoso y cruel.
La demostración de que con nada se puede crear un universo muy reconocible y cercano, y muy extraño y personal a la vez. Suena a muchas películas y directores que aparecieron después y es, al mismo tiempo, la culminación de la nouvelle vague y el existencialismo en el cine (se ríen de Sartre). Falta humor (no ha lugar). Enfermizamente exacta. Muy luminosa y muy oscura. Tantos años después se mantiene en pie, épicamente, como una obra visionaria y salvajemente sincera.
Al repasar el cine europeo a partir de la década de los 50, siempre me he sentido más interesado por el cine francés, sus ideas y sus formas, que por el cine italiano. Por contra, sin que sepa muy bien por qué, al final disfruto más del segundo que del primero. De alguna manera es como si siempre me decepcionaran los filmes franceses, quizás por lo ambicioso de sus planteamientos, y los italianos me sorprendieran positivamente, con un ideario mucho más factible.
Bueno, pues por fin he visto la película francesa que colmó todas mis (muchas) expectativas. La mama y la puta es un compendio de lo que se supone representa el cine francés: improvisación, cinefilia, naturalidad, realismo, franqueza y, por supuesto, un punto snob, que resultaría repugnante de encontrárselo por la calle, pero que no queda mal en la pantalla.
Comienza con dos horas de gran película arriesgándose a desmoronarse en algunos desajustes de la trama, para pasar a una auténtica obra maestra en el último tramo. A lo largo de estos largos sesenta minutos, el dolor muestra su cara más dura y todos los matices del principio devienen en el desmoronamiento de los personajes. Arriesgada en el planteamiento, consigue salvar los escollos de una trama complicada que fácilmente hubiese caído en el absurdo o la comedia de enredo, sosteniéndose en el guión más logrado que he visto jamás, con una profundidad digna del mismísimo Bergman. El estudio psicológico del ser humano en la sociedad actual demuestra la inteligencia de Eustache, que de forma transversal recorre todos los aspectos de la personalidad de cada individuo para verterlos en la omnipresente obsesión sexual de todos ellos.
Me queda una duda/deseo, ¿cómo sería esta película si la hubiese protagonizado el joven L.M. Panero de El Desencanto?
Todo quedó atrás: la revolución cultural, el mayo del 68 incluso las buenas películas, se atreve a decir Alexandre (Jean-Pierre Leaud). La propuesta de Jean Eustache es ver una playa después de la tormenta. La desilusión, las ideas jamás convertidas en acciones, las guerras inacabadas o nunca empezadas. Esta propuesta está hecha desde la derrota, desde la impotencia que todo sirvió para nada y sólo queda filosofar.
En Dreamers (Bernardo Bertolucci, 2003) hace una especia de homenaje a La mama y la puta con el personaje de Theo (Louis Garrel). Y al final de la película, cuando las calles de París estaban llenas de barricadas y jóvenes corrían, Matthew (Michael Pitt) le dice a Theo:
– Siento decirlo,pero para mí existe una clara contradicción.
– ¿Por qué?
– Porque si creyeras lo que dices,estarías ahí fuera.
– ¿Dónde?
– En la calle.
– No te entiendo.
– Sí lo entiendes. Ahí fuera pasa algo. Algo que podría ser muy importante. Algo que podría cambiar las cosas. Hasta yo lo veo.
Pero no estás ahí fuera. Estás aquí conmigo, bebiendo vino caro, hablando de cine, hablando de Maoísmo. ¿Por qué?
– Ya basta.
– Dime por qué.
– Ya basta.
– Pregúntate por qué.
Theo y Alexandre son (no sólo por la apariencia física y una misma indumentaria) un mismo joven, despojos de la revolución. Uno en plena efervescencia y otro en la marea baja.
Jean Eustache da el pasaporte a la Nouvelle Vague con una propuesta descarnada, demasiado sincera y visualmente fea. Rodada en su mayoría con un plano medio, estático y en blanco y negro. La cámara es casi obscena, puesto que destapa la intimidad de manera nunca expuesta con anterioridad. Propuesta incómoda, porque las derrotas siempre lo son y las desilusiones se sienten siempre y cuando el espectador quiera entrar en el juego que propone el director. Aquí termina un ciclo. También en el cine. Después, no quedará más libertad con tanta sinceridad. Cerrojo por tanto a una etapa de transición que rodaba las películas de la gente de la calle. Cuando la propia calle hace la película no queda más por crear en este sentido.
La mama y la puta nunca engaña al espectador. Elaborada a través de larguísimos monólogos de sus protagonistas, la acción continúa tanto el personaje tenga algo que decir a la cámara (sea improvisado o no lo sea). Monólogos en su mayoría caducos, pero defendibles en una juventud que no les quedó nada por lo que luchar. Monólogos que en muchas ocasiones perdían credibilidad cuando el colchón del suelo los escuchaba.
-Estás aquí conmigo, bebiendo vino caro, hablando de cine, hablando de Maoísmo.¿Por qué?
– Porque no me parece que te lo creas -terminaba por sentenciar Matthew.
Y si lo percibes, si percibes el autoengaño de este trío de jóvenes, entonces, notarás toda la desolación y tristeza de una época. La época de La mama y la puta.
Es lo único que pide Eustache. Aunque por ello haya necesitado (incomprensiblemente) más de tres horas.