La habitación verde
Sinopsis de la película
A finales de los años 20, en un pequeño pueblo francés vive el periodista Julien Davenne, viudo desde hace diez años. Todas las cosas de su mujer las ha guardado en la habitación pintada de verde y cuando un incendio la destruye, construye una pequeña capilla dedicada a su mujer y a otros seres queridos.
Detalles de la película
- Titulo Original: La Chambre verte
- Año: 1978
- Duración: 94
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Opinión de la crítica
Película
6.8
52 valoraciones en total
Cuando un cineasta consagrado se pone delante de la cámara, adopta el rictus de un modelo de Robert Bresson –desmentido quizás por algún discreto esbozo de sonrisa–, recita frases íntimas escritas por él mismo, rueda versículos en clave personal y erige una capilla de cirios a sus muertos…
Cuando una vela son todas las velas que habrán de consumirse en la memoria…
Cuando el autor confiere un ademán de rito a casi todas las escenas y construye, plano a plano, un limbo en tonos verde, llama y ocre…
Pienso en Arcángela Baladro, madrota de ‘Las muertas’ –novela de Jorge Ibargüengoitia. Ella era filósofa. Creía, por ejemplo, que cuando morimos nuestra alma queda flotando en el aire durante algún tiempo, sujeta al recuerdo que dejamos en las mentes de los que nos conocieron. Un mal recuerdo atormenta el alma, un buen recuerdo la hace gozar. Cuando todos han olvidado al difunto o han muerto los que lo conocieron, el alma desaparece.
Y qué es al arte sino el hilo no visible con que el alma del artista trata de aferrarse al mundo de los vivos. Qué sino un intento de permanecer.
Las imágenes alcanzan una consistencia casi inmaterial, como si la lente del operador se situara al otro lado del espejo.
La película es áspera, sincera, mate y desalentadora. Su necrofilia es espiritual –Julien Davenne rechaza la muñeca de Julie.
La carne es irrecuperable. Los muertos viven de prestado en la cabeza de los vivos, pero la muerte acaba siempre por imponer su silencio en los que la contemplan.
Quisiera alumbrar, en un rincón de mi memoria, un cirio triste por el alma de Truffaut.
Los muertos, los de cada uno, son tan personales que incluso en apariencia, sólo están muertos para los demás. Yo de pequeño siempre veía con curiosidad eso de rezar a los muertos. Fueran o no fueran santos, daba igual.
También recuerdo que observaba la honradez de los fieles con envidia. Siempre que mi abuela me daba una moneda yo encendía, no una vela, sino casi una fila entera de llamas. Incluso hubo monedas que acabaron en el fondo del bolsillo.
– ¿Has encendido la vela por el tío Paco?
– Sí -contestaba, y luego pasaba la noche en trance imaginando las iras de los muertos.
Luego como todo niño que crece, acaba reunido con un montón de su especie en noches oscuras relatando cuentos de Poe o James. Jugando a la ouija (que siempre se movía) y riéndote de toda prosa gótica o romántica para diluir el miedo.
Todo para que al final los muertos acaben desapareciendo. Porque tarde o temprano siempre nos topamos con uno que parece que viene de visita, acaba instalándose con pensión completa y luego se marcha sin pagar facturas. Creo que esto es lo que nos quiere contar Truffaut. Entre otras cosas. Y digo creo porque cuando un director se pone a narrar cosas personales pueden pasar dos cosas: que no entiendas lo que quiere contar y te preocupe más el estilo cinematográfico, o que lo entiendas (o sigas sin hacerlo), pero interiorices la historia de Truffaut, le des una vuelta de tuerca, la personalices y te olvides de cuantos fallos cinematográficos pueda llevar asociada dicha idea. Esto repito, sólo pasa cuando en la propuesta del artesano se observa sinceridad.
Propuesta romántica (en sus dos acepciones), libre de ataduras y áspera, donde el sentimiento se apodera de la razón hasta el límite de lo insano. Donde no existe un mañana sin miedo a que la memoria nos traicione y donde no existen velas suficientes para carga sobre ellas el dolor del olvido (no de la ausencia).
El verde de la Gran Guerra sobrevuela la memoria de un protagonista que escribe necrológicas y guarda la luz de tantas teas como almas tuvo. La humedad es verde, verde es el musgo, verdemar el grumo de pared empapelada. Verde era Kim Novak. Todo remite a lo cerrado, a la presencia espectral.
Aliento de vida y muerte titilante en los objetos, arrancada de ellos la existencia que aún contienen como delatores de la remembranza y el pasado. Enorme fotografía al natural de luz de vela. El altar se te agarra al pecho cuando Almendros retrata la poética del fuego. Forma física de memoria que perdura obstinada varias paladas bajo tierra. Forma íntima de lealtad porosa al cementerio marino.
Ritmo ritual, litúrgico, de confesión, amistad y admiración hacia sus muertos. Los suyos, los del propio Truffaut.
Ahora sostengo un libro. Y en su ingravidez de hojas deslumbradas aún creo recordar. Aunque poco, la verdad. Ya encuentro cada vez menos rostros en las cosas. Las fotos revelan grietas que no perfilo. Y tenemos que pensarnos mucho para custodiarnos la memoria.
Decimoséptimo largo de Truffaut, rodado tas El amante del amor (1977). Escrito por Truffaut y Jean Gruault, se basa en El altar de los muertos (1895) y otros relatos ( Los amigos de los amigos , La bestia en la jungla ) del novelista americano Henry James. Se rueda en exteriores e interiores reales de Francia (Caen, Calvados, Figuefleur-Equainville, Honfleur). Es nominado a un César (fotografía). Producida por Truffaut, se estrena el 5-VI-1978 (Francia).
La acción tiene lugar en Francia, a finales de los años 20 del s. XX. Julien Davenne (Truffaut) es un modesto periodista de un diario de provincias, especializado en notas necrológicas, viudo, con sentimientos de culpa y obsesión por la muerte. Guarda en la habitación verde de su casa objetos y recuerdos de su esposa, que falleció a los 22 años, unos 10 años antes.
La película es una obra profunda, seria y desolada. Sitúa la acción en una atmósfera densa, lúgubre y opresiva. Es la obra menos comercial del realizador (fracasó en taquilla y se retiró casi enseguida del circuito comercial). Es un film árido, pausado, de tintes góticos (paseo por el cementerio en plena noche, capilla iluminada por un bosque de velas, etc.), intimista y de difícil lectura para el gran público. Sobre él planea la sombra de Robert Bresson, el maestro de Truffaut. Posiblemente es la obra más romántica del realizador: en ella el protagonista se mueve entre el recuerdo del amor a la esposa y la historia de un amor imposible con una joven amiga a quien agrada, también, recordar a sus muertos. El autor muestra su afición por los personajes con obsesiones compulsivas y con problemas de vulnerabilidad emocional y equilibrio psicológico. Reitera su afecto por los niños, en especial por los que tienen problemas (Georges es sordomudo). La evocación de la muerte, una constante del autor, alcanza aquí su punto culminante. La piromanía de Truffaut se muestra con claridad, al igual que en otras dos obras anteriores ( Las dos inglesas y el amor e Historia de Adela H. ), con las que forma su trilogía de las llamas . Las fotografías que muestra de sus muertos corresponden a personajes por los que siente admiración, como Oscar Wilde, Jean Cocteau, Marcel Proust, Guillaume Apollinaire, Henry James, Maurice Jaubert y, también, Oskar Wermer (coprotagonista de Jules y Jim ). La cinta deja constancia de la pasión del autor por el cine, la literatura, la música y la fotografía.
La música es de Maurice Jaubert, compositor fallecido en 1940. Se ofrecen fragmentos del Prelude , Chanson , Choral varié y Ricercare , de su Concert Flamand . La fotografía, de Néstor Almendros, sobresale por su corrección formal y belleza plástica. Es notable la interpretación de Truffaut, al que acompaña con sabia discreción Nathalie Baye en el papel de Cecilia Mandel. El film, no estrenado en España, es una obra clave del realizador.
Truffaut firma e interpreta una película sacada de las entrañas. Una historia de esas que el autor tiene que ponerse delante de la cámara como subrayando con una doble rúbrica su compromiso y su empatía con el ideal de ese personaje. Ni alter egos, ni Jean-Pierre Leaud, ni nada. Es la suya, su actuación, inclasificable e incalificable, al igual que nadie puede juzgar las palabras sinceras del que no sabe decirlas con gracia, ni afán, ni carisma, siempre la palabra sincera ha de ser bella. Se nota tanto, tantísimo la declaración de intenciones.
Y sale una película que merece la pena. Merece la pena para los que no simpaticen con su mensaje y su historia. La película en sí está dotada de una atmósfera que puede recordar al Polansky más quimérico, pero desde esa aureola fantástica y ensoñadora, no se disipa la seriedad del tema principal del que se habla. Polansky, un vértigo (de entre los muertos) y el Bresson más íntimo, se dan la mano en una película discreta y pequeña. Sobre el mensaje, aparece el Truffaut más rebelde, con un discurso sentido sobre la fidelidad hasta el final…del que queda. En ese magnífico personaje que decide ponerse en el bando de los que ya no están hay una suerte de necrofilia, que lejos de ser morbosa y malsana, es tierna y nos da esperanza en el género humano. Penden aún las vidas de los muertos en las llamas de los cirios y en el recuerdo de este magnífico Truffaut (actor, director, personaje, todo en esta película), que sostiene en su estrechos hombros todas las almas que no pidieron ser portadas, que seguro que querrían que desertara su más valiente defensor dejando esa cruzada perdida del recuerdo, y que se alistara en el ejército de los que aún están, de la bella Cecilia… de los vivos.
Mucho más rebelde y golpeado este Antoine Doinel de mediana edad. Obra maestra. (9,4)