El último de los injustos
Sinopsis de la película
Claude Lanzmann, el director de Shoah , película sobre el exterminio judío, recupera, casi treinta años después, una serie de entrevistas con Benjamin Murmelstein, el último presidente del Consejo Judío del campo de concentración de Theresienstadt. Las entrevistas se grabaron en Roma en 1975 y quedaron fuera del montaje de Shoah. El film narra cómo era en realidad la vida en ese campo de exterminio, que se pretendió presentar como un campo modélico. Las entrevistas nos muestran a Murmelstein como un hombre dotado de una inteligencia deslumbrante, un gran valor y una memoria incomparable que lo convierten en un extraordinario narrador.
Detalles de la película
- Titulo Original: Le dernier des injustes
- Año: 2013
- Duración: 220
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Opinión de la crítica
7.5
45 valoraciones en total
Hay manchas tan grandes, malolientes e incrustadas (en la ropa, en la piel…) que por mucho que luchemos, rasquemos, frotemos… no hay manera de librarnos de ellas. Ahí siguen, riéndose, de alguna manera, de nosotros y de nuestra incomprensión. Porque es fácil decirlo pero no tanto aplicarlo: a veces no queda otra solución que darse cuenta (y aceptar) que no hay solución posible. La mancha seguirá ahí, hagamos lo que hagamos. Porque en cierto modo, necesita estar ahí, recordándonos su existencia. Claude Lanzmann lo comprendió hace mucho tiempo y en 1985 legó, para todo aquel dispuesto a escuchar, la solución imposible a este enigma imposible. Shoah fue precisamente el resultado lógico de lo imposible, una película imposible de visionado rematadamente imposible (nueve horas que piden a gritos verse de un tirón, sin intermedio que valga) y no obstante, imprescindible.
Hablar del Holocausto sigue implicando, ya bien entrado el siglo XXI, hablar de ese período (y de esa gente, y de esas circunstancias, y de esas decisiones, y de esas consecuencias…) del que, por muchas películas, documentales o reportajes que hayamos visto al respecto, nunca es tarde para darse cuenta de que viene acompañado de la más terrible y humana de las ignorancias. Seguimos sin saber prácticamente nada, porque el esquema general (si es que éste puede concebirse) obedece a un horror que a día de hoy está esperando a ser correctamente medido. Una muestra: ni los 556 minutos que componen Shoah bastaron para que Lanzmann (ni en el fondo, nosotros mismos) se diera por satisfecho. El olor y el rastro de la mancha seguían percibiéndose con demasiada claridad… hasta que las ganas de vomitar (por pura angustia) se hicieron literalmente insoportables. Es este un lugar siniestro, de una belleza inolvidable, afirma el propio director. Así.
En términos técnicos, El último de los injustos podría considerarse como una especie de spin-off de aquel inmortal documental. Una pieza más de aquel rompecabezas, tan macabro como eterno en su concepción y (una vez más) comprensión. Empieza el nuevo trabajo de Claude Lanzmann con unos títulos que se alargan durante minutos (de nuevo, la concepción que tenemos del tiempo en una sala de cine o cuando simplemente estamos mirando una película, exige un replanteamiento tan radical como el de la propuesta) en lo que es una especie de explicación de cara a la galería. El veterano documentalista viene a decirnos que el material que estamos a punto de ver ha alcanzado su punto de madurez (de nuevo, hablamos de confección y comprensión sin importar el tiempo), por así llamarlo, o dicho de otra manera, que el material que tenía entre manos era de un valor tal que ya no podía quedárselo para él solo. También, por complejidad, exigía un tratamiento aparte.
Y así empiezan las Cuatro horas con Benjamin. A efectos prácticos, El último de los injustos es el resultado, casi al desnudo, de la maratoniana tanda de entrevistas que, en Roma en el año 1975, el propio Lanzmann consiguió hacer a Benjamin Murmelstein, último máximo responsable del Consejo Judío en el -híper hipócrita- infierno checoslovaco de Theresienstadt. El duelo de titanes se salda al final, y no es un spoiler, con la falsa claudicación del cineasta, quien con una sonrisa en la cara (no se sabe si de cariño, complicidad o desesperación) le suelta a su contendiente: ¡Es usted un tigre!, poco antes de haberle concedido, en un pasaje muy concreto pero igualmente esclarecedor: Sí… es una buena respuesta, la suya. La buena respuesta, ni falta hace decirlo, no tiene por qué ser la correcta (este calificativo, aplicado a esta materia, simplemente no existe) o, para no ser tan ambiciosos, la esperable… no es más que la enésima constatación del irrebatible carácter de bestia-parda del interlocutor (esto es, un Rankor como la copa de un pino), resultado directo (es decir, consecuencia… y quién sabe si causa) de un horror prácticamente inenarrable. Lo mismo que mirar al abismo… y que éste te devuelva la mirada.
El Holocausto, como ya sucediera en Shoah, vuelve a cobrar vida de la forma más contundente: desprovisto de la impostura cinematográfica (sin banda sonora, recreaciones o montajes que jueguen con el material de archivo) y apoyado en la pureza de la máxima esencia del séptimo arte. Vuelve a reivindicarse la fuerza del primer plano, del silencio y de la palabra oral para posibilitar un sobrecogedor diálogo entre el presente, el pasado… y el pasado anterior, que como sabemos, son las distintas caras del mismo objeto de estudio. Sin prisa pero sin pausa, Lanzmann sigue sin querer pasarle una sola a su contendiente, dando así pie a un cara a cara épico, sin concesiones… no por el morbo de alzar bien alto el dedo del delator inquisidor, sino para tratar de alcanzar un punto de entendimiento que nos libre (en parte) de la ignorancia de la que somos prisioneros.
Porque la verdad nos hará libres, quizás, pero conviene no olvidar que sólo con el blanco y el negro, difícilmente puede obtenerse un retrato de lo sucedido mínimamente preciso. Mucho menos a la hora de intentar poner orden en la terrible Organización de la muerte concebida por la maquinaria nazi. Claude Lanzmann lo sabe… y Benjamin Murmelstein, que para la ocasión juega a la perfección el papel de íntimo enemigo, quizás lo supo desde mucho antes que la amplísima mayoría de víctimas y verdugos. Téngalo claro, declara este monstruo / fenómeno de la ambigüedad, éramos mártires, pero no santos. Y una vez más, nos topamos con lo que no puede ser derruido o esquivado. Destruyan, eso sí, y de una vez por todas, la maldita frontera entre buenos y malos… y piérdanse, como ya hiciera Lanzmann hace casi cuarenta años, en la insondable profundidad del espíritu humano.
Al principio de la película, su protagonista, el rabino Benjamin Murmelstein, le recuerda al entrevistador y realizador Claude Lanzmann la historia de Sherezade: el sultán había hecho matar a todas sus antecesoras, pero ella consiguió sobrevivir porque tenía una historia que contar.
La película muestra cómo él experimentó la narración en tanto que forma de supervivencia en un doble sentido: por una parte, colaborando con los nazis en la construcción de la historia que ellos pretendían contar (la presentación propagandística del campo de Theresienstadt como un asentamiento modélico para los judíos), y haciéndose imprescindible para ellos en ese cometido, en el otro lado, siendo capaz de crear para sí mismo y los suyos una historia distinta a la del desánimo, un trabajo dirigido a objetivos concretos: como dice él mismo, si el médico que está operando al paciente se pone a llorar por él, lo mata.
La figura de Murmelstein es ambigua (en tanto que dirigente judío nombrado por los nazis y por tanto sospechoso de colaboracionismo), pero el retrato que de él hace la película transmite una innegable simpatía. Ello no implica que la visión de Lanzmann sea simplista y unilateral, sino que su ambigüedad está en otra parte, en los fallos y flaquezas de otros, como recuerda el protagonista, que no acusa a nadie directamente, un mártir no es necesariamente un santo. Está claro que los nazis eran los verdugos, pero los judíos no eran únicamente víctimas: su relato muestra cómo los lazos del poder se extienden a todos los niveles, y corrompen en todos los bandos.
El ejemplo de Murmelstein transmite una visión en cierto modo socrática, en la que la ética está ligada a la inteligencia: parece alguien que fue capaz de distinguir con perfecta nitidez y en todo momento sus objetivos personales de los de su pueblo y los de sus enemigos, para nunca anteponer los terceros a los segundos en beneficio de los primeros, y ello en las más difíciles circunstancias exteriores, sabiendo calcular fríamente la estabilidad de su posición, el alcance de su red de trapecista.
Lanzmann no acusa a quienes fallaron en esas circunstancias, pero sí, indirectamente, a quienes se permiten juzgar a Murmelstein desde fuera. Él no sólo consiguió sobrevivir a la shoa sino también, y a diferencia de otros supervivientes, a su conciencia: en la película se juzga a sí mismo sin contemplaciones (nunca se presenta como un héroe desprendido, ni oculta su fascinación por el poder), pero tampoco parece tener nada verdaderamente grave que reprocharse. Aguantó todas las críticas y condenas, convenció a alguien tan duro como Lanzmann (que quedó tan fascinado por el personaje que ha rescatado las entrevistas, que realizó durante la preparación de Shoah, para construir esta película casi 40 años después), y murió tranquilamente a los ochenta y tantos años en Roma, como (la comparación es suya) un dinosaurio en medio de la autopista.
La película tarda en arrancar: las dos primeras horas pesan mucho, y parecen no aportar nada a quien recuerda, aunque lejanamente, la tremenda impresión de Shoah. Pero Lanzmann funciona por acumulación, sin prisas, sin complacencias: como en una ópera de Wagner o un novelón de Thomas Mann (salvando las diferencias de medios y estrategias), hay que sobrellevar ascéticamente la sensación inicial de aburrimiento sabiendo que más tarde llegará el momento de las revelaciones, entonces, la impresión que estas producen no es la misma que si vinieran en el minuto diez, el peso de lo anterior no aplasta, sino que eleva el conjunto como el pedestal de un monumento que conmemora a Murmelstein, el último de los injustos.
No tengo la más mínima objeción moral que hacerle a cualquier persona que se acerca al cine con el único y exclusivo objetivo de entretenerse —objetivo tan noble y legítimo como cualquier otro que no cause daño o perjuicio a nadie—. Pero es evidente que no es a este público al que va dirigido un film como El último de los injustos. Extenso (con un metraje cercano a las cuatro horas), denso (la acumulación de datos, informaciones, opiniones y episodios llega a hacerse abrumadora), y, por momentos (por qué no decirlo…), plúmbeo: no debe ser fácil, por muy interesado que el espectador pueda estar en todo lo relacionado con el Holocausto y el nazismo, sostener el interés de un audiovisual centrado en una larguísima entrevista al último presidente del Comité Judío, montada en alternancia con la lectura, ilustrada con imágenes actuales, de un libro que narra los mismos hechos sobre los que versa el testimonio del protagonista. Un protagonista, Benjamin Murmelstein, en cuyo relato, arco de pivote del documental, se da una curiosa mezcla de megalomanía, autojustificación y cierto punto de aceptación de una responsabilidad culpable que jamás llega a imponerse a los dos primeros aspectos, pero que, al menos, los atempera y matiza. Como pieza cinematográfica, aceptable. Como herramienta histórica, valiosísima. Apreciela cada cual en su justa medida en cada una de las dimensiones…
Podríamos hablar mucho, y muy bueno, de la vida del periodista y director de cine Claude Lanzmann. Narrar su firme presencia en las filas de la resistencia francesa durante la Segunda Guerra Mundial por la que recibió diversas condecoraciones, su activismo en diferentes revistas, o su categoría intelectual que lo llevó a codearse con personajes de la talla de Simone de Beauvoir (con la que mantuvo una relación de varios años) o Jean-Paul Sartre (que lo invitara a algún que otro evento literario). Podríamos hablar mucho, pero lo que es difícil -por no decir imposible- de explicar con simples o cultas palabras es su aportación al mundo del celuloide y del documental.
Lanzmann, de familia judía y ateo autoconfeso, estrenó en 1985, tras cerca de quince años de ardua realización e investigación, el monumental trabajo histórico de más de nueve horas sobre el holocausto judío llamado, precisamente, Shoah (exterminio, en hebreo). Esta vasta e inefable película documental, compuesta únicamente por testimonios directos de testigos, víctimas y hasta algún que otro verdugo perteneciente a las SS que desconocía que estaba siendo grabado mientras narraba las brutalidades cometidas en los campos de exterminio, no necesita la más mínima presentación o recomendación por parte de nadie y, en virtud de ello, la obra a la que vamos a hacer referencia, también obligada, es El último de los injustos, dirigida en 2013, pero estrenada más de un año y medio después, y cuyas imágenes fueron grabadas en aquellos lejanos años 70 del pasado siglo siendo excluidas del montaje definitivo de Shoah porque había demasiada tela que cortar y ni el propio Lanzmann tenía clara la oportunidad de exponerlo al público.
El último de los injustos recoge en un estilo similar al del filme del que procede -ausencia de imágenes de archivo, de música o de escenificaciones- el brutal y desencantado testimonio de Benjamin Murmelstein, el último presidente del Judenräte (Consejo Judío) del campo de concentración de Theresienstadt, y que es quien se denomina a sí mismo el último de los injustos. Los dos presidentes anteriores fueron ejecutados por los nazis sin excesivos remilgos tras dejar de serles de utilidad y el delito, para muchos imperdonable, de Murmelstein fue haber sobrevivido lo que le condujo a ser acusado hasta su muerte en 1989 de colaboracionismo con el III Reich, viviendo el resto de su vida exiliado en Italia, que es donde se graba la entrevista, sin poder regresar jamás a Israel ni siquiera para declarar como testigo de excepción en el juicio contra el teniente coronel Adolf Eichmann, máximo artífice de la solución final y de la creación de los Consejos judíos.
En El último de los injustos Lanzmann trata nuevamente el tema del Holocausto con una objetividad que duele hasta las vísceras e interroga hasta el alma. Contemplamos a un hombre herido, quizá demasiado inteligente para ser comprendido en su globalidad, en cuyas palabras y descripciones de los hechos que se vio conminado a vivir descubrimos lo terrible de tener que decidir en medio de situaciones límite, donde no existe el perdón postrero ni el acierto pleno se haga lo que se haga: ética de situación que llamaba el teólogo alemán Dietrich Bonhoeffer, uno de los ideólogos que planearan los atentados contra Adolf Hitler y que acabara siendo ahorcado en 1945.
Theresienstadt, un campo que el Gobierno alemán pretendió hacer pasar como modélico y en el que los nazis llegaron a rodar un documental propagandístico con actividades lúdicas, piscinas y comedores excepcionales, no se diferenciaba en mucho del resto de campos creados por el III Reich y tragedias y asesinatos masivos sucedían un día sí y otro también. Supuestamente, entre las funciones del Presidente del Consejo Judío estaba la de limpiar la cara ante la opinión pública y someterse de manera metódica y arbitraria a las decisiones impuestas por las autoridades germanas. Por eso y debido a las negativas radicales de los miembros de la comunidad judía a dicha prerrogativa o a su excesiva condescendencia, lo que impedía el objetivo principal que motivó su creación, ninguno de los presidentes nombrados a dedo solía sobrevivir más de un par de meses. Murmelstein, que también tenía la idea más que humana de querer mantenerse con vida, tuvo la idea, brillante o taimada según quien interrogue, de tratar de mejorar las condiciones del campo para los prisioneros judíos engañando a los alemanes como si siguiera siendo un conejillo de indias. Lo obvio, que ello suponía de manera irremediable colaborar en su sometimiento.
No se me da bien juzgar y tras contemplar a este tipo nada ingenuo tomar ese camino y conseguir -junto con el gobierno de Dinamarca de aquel entonces, todo sea dicho, que nunca se desentendió de sus ciudadanos judíos- que el índice de mortalidad en el campo bajara a niveles ínfimos, aún me atrevo menos. No critiques a tu hermano hasta que no hayas caminado dos lunas en sus mocasines, reza un proverbio indio. Me aferro a él como a un clavo ardiendo y que no hayamos de vernos nunca en tamaña tesitura, que a toro pasado somos todos la mar de valientes.
El documental se centra en las entrevistas mantenidas en los setenta entre Benjamin Murmelstein y Claude Lanzmann y se acompaña de una visita actual a un desértico Terezin y otros espacios de memoria relacionados. El tema de este documental no es el de ‘Shoah’, es más bien el de los pasos hacia la llamada Solución Final, la figura de Eichmann, la función del guetto modelo de Therensienstadt y su consejo de gobierno (el Judenrat), y el papel jugado por el propio Murmelstein. Lanzmann por su parte cambia los recursos narrativos de los que se valió en Shoah como documentalista, en esta ocasión utiliza material de archivo, interviene directamente como narrador y actúa como personaje que se mueve con dificultad en los espacios visitados.
Sin duda las informaciones que aporta Murmelstein y su personalidad son interesantes. Murmelstein habla como testigo de los hechos y sobre todo como pequeño actor en los mismos (en la organización de emigraciones desde Viena o como embellecedor de Therensienstadt), pero la entrevista es confusa. Lanzmann no demuestra las habilidades como entrevistador que sí demostró en ‘Shoah’, como la que mantiene con el peluquero o los campesinos polacos, o en ‘Alguien vivo pasa’ con el delegado de la Cruz Roja (para mí la entrevista mejor llevada). Aquí se revela como alguien que no domina suficientemente la lengua alemana y es incapaz de encauzar la torrencial locuacidad de su entrevistado.
En un texto de Italo Calvino (Las ciudades invisibles), que no tiene ninguna relación con el documental de Lanzmann, se dice, y parafraseo con bastante libertad, que hay una actividad difícil que requiere de muchas precauciones, la de buscar y saber reconocer quién y qué, en medio del infierno, no es infierno, y hacer que dure, y darle espacio. Y creo que Lanzmann ha tenido aquí el mérito de reconocer y dar espacio y duración a unos fragmentos de no infierno pero pienso que no ha sido hábil para transmitírnoslo.
Ahora bien, si ‘Shoah’, posiblemente el mejor documental jamás realizado, nos cambió la percepción ante la barbarie nazi, creo que este documental al menos contribuirá a desacreditar esa teoría de la banalidad del mal de Arendt.