El hacha justiciera
Sinopsis de la película
Wong Low Get (Edward G. Robinson), un temible sicario de una banda del barrio chino de San Francisco, recibe el encargo de asesinar a su buen amigo Sun Yat Ming (J. Carrol Naish). Antes de cometer el crimen, Sun le pide que cuide de su hija (Loretta Young) y la haga feliz.
Detalles de la película
- Titulo Original: The Hatchet Man
- Año: 1932
- Duración: 74
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Opinión de la crítica
Película
6.2
63 valoraciones en total
De haberse realizado un par de años más tarde, probablemente este film no hubiese superado las estrictas normas cinematográficas que se impusieron en el cine estadounidense en 1934 y que son conocidas como Production Code. El hacha justiciera es un film de William Wellman (Alas, Incidente en Ox Bow) del año 1932 que aborda el tema de las comunidades chinas instaladas en barrios como Chinatown.
Sin embargo no es una visión fácil ni superficial. La sociedad que se retrata es una sociedad muy distinta culturalmente y con un código de honor muy estricto que se sostiene sobre dos pilares fundamentales: la religión budista y el respeto a los antepasados. Estas dos circunstancias enmarcan la vida ordinaria de miles de personas en estructuras donde los tong (una especie de grupos de poder y de toma de decisiones) siguen resolviendo sus disputas en la línea Corleone, es decir con la figura del sicario, toda una institución que hace rodar cabezas sin ningún miramiento.
Esta es la premisa básica de un film donde, como era muy habitual en los años 30 los personajes asiáticos eran interpretados por actores blancos. Tal es el caso de Edward G. Robinson o Loretta Young. Las relaciones de los caucasianos con el invento diabólico del cine no acababan de ser demasiado buenas y hasta que Anne May Wong se encargó de poner las cosas en su sitio y demostrar al mundo que había buenos actores amarillos, las cosas eran así. La credibilidad de Robinson y Young queda algo en entredicho. Sin embargo son dos buenos actores y salen adelante. Además a una Loretta de 19 años el exotismo oriental le sentaba espléndidamente.
Los engaños maritales y los ajustes de cuentas como cosa natural, ordinaria y sin castigo, no hubiesen pasado los filtros del Code año 34, pero en el 32 la censura miraba hacia otros lados, y esta libertad hace este trabajo muy interesante e ilustrativo de una época. Es un film bastante desconocido con un final que justificaría por si solo, de no haber otros valores, que los hay, la visión de esta película.
A pesar de sus buenas críticas se trata claramente de una cinta interesante, sí, pero muy envejecida.
Se dice por ahí o lo he leído que tiene un ritmo ágil…pero es lenta y apenas suceden cosas realmente subyugantes que atrapen al espectador.
Se sostiene por el proverbial buen hacer de su protagonista, un Edward G. Robinson, que hasta haciendo de chino resulta creíble.
La historia de amor que prevalece sobre todo lo demás está tratada con romanticismo (por parte del protagonista), pero el clímax es malévolo, siempre acechando el peligro o el temor a algo peligroso.
Esto está bien conseguido gracias a la labor de iluminación y de fotografía a cargo del reputadísimo Sidney Hickox.
Se debe valorar por lo que fue en su día, años treinta del siglo XX, no lo olvidemos. Si la vemos con ojos del siglo XXI queda en mediocre.
http://filmsencajatonta.blogspot.com.es/
Entre la abundante y desigual producción de los años 30 de William Wellman –una veintena de títulos entre 1931 y 1934- hay de todo: bueno, malo y, como esta película, ambientada en el barrio chino de San Francisco, sencillamente regularcillo. Chirría un poco ver a autores caucásicos –cumpliendo el trámite Edward G. Robinson y Loretta Young- haciendo de chinos y aún más en ese estilo sentencioso budista un poco ridículo y prejuicioso muy del gusto del público de época. Da gusto, sin embargo, disfrutar de un cine sencillo previo al codigo Hays, en el que se suceden con tranquilidad asesinatos sin remordimientos morales, adulterio y venganza y, como han señalado otros colaboradores, con uno de los finales más impresionantes y originales de la historia del cine clásico. Salvo ese extraordinario final, muy discretita.
El inquietante mundo de los clanes chinos instalados en las grandes ciudades estadounidenses genera un clima inestable y desazonado que se trasmite con fidelidad en una película profundamente imbuida del ancestral espíritu oriental.
Misterio, costumbres enigmáticas e inveteradas, miradas huidizas, ritos desconocidos pero siempre atractivos para el público occidental se convierten en protagonistas gracias a la perfecta ambientación que W.A. Wellman sabe recrear a lo largo de todo el film.
Como si el destino fuera un dios supremo al que no se puede fintar, la historia se construye con tanto acierto en torno al enigma de ese grupo social que el espectador llega al final de la proyección considerándolo asunto propio.
Magnífica la actuación de E.G. Robinson.
Curiosa película. El hacha justiciera es uno de los primeros filmes del conocido cineasta William A. Wellman. Sin ser ninguna obra maestra, la historia es lo suficientemente atractiva, y por momentos pintoresca, como para mantener la atención del espectador durante los poco más de 70 minutos que dura. Edward G. Robinson es el protagonista absoluto de la función y, sinceramente, si bien en un primer momento chirría bastante verle encarnar al personaje chino de Wong Low Get, según avanza la trama, este hecho deja de ser un inconveniente para convertirse más bien en una virtud.
El filme está basado en la obra teatral The Honorable Mr. Wong , de David Belasco y Achmed Abdullah. La historia sigue la vida de Wong Low Get (Robinson), un honorable sicario al servicio de uno de los Tongs más poderosos del barrio chino de San Francisco, a lo largo del primer tercio del siglo XX. En plena guerra de clanes, Wong recibe el encargo de acabar con un enemigo del Tong: se trata de Sun Yat Sen, su mejor amigo. Pese a las reticencias iniciales a cometer el asesinato, Wong, un hombre de honor y de palabra, decide llevarlo a cabo no sin antes prometer a su amigo que él mismo se encargará de criar a su joven hija y hacerla feliz durante toda su vida.
Creo que lo que más nos puede llamar la atención a nosotros como espectadores occidentales es el retrato que se hace del barrio chino de San Francisco, un mosaico lleno de vida y singulares personajes donde el honor y el respeto a la figura de Buda es el común denominador de todos cuantos lo pueblan.