El árbol de los zuecos
Sinopsis de la película
Relato en tono semidocumental sobre la vida durante el cambio de siglo (XIX-XX) de los campesinos bergamascos (Lombardía), que llevan una vida dura y sacrificada, pero llena de gran dignidad. La ambientación es solemne y serena como la música de Bach que le sirve de fondo. Obtuvo excelentes críticas.
Detalles de la película
- Titulo Original: Lalbero degli zoccoli
- Año: 1978
- Duración: 175
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Opinión de la crítica
Película
7.7
29 valoraciones en total
En la definición de lo qué es el cine siempre hay un espacio para buscar sus orígenes, de donde proviene su tradición. Centrándonos en la corriente teórica europea hay una tendencia clara a situar la fotografía como momento evolutivo anterior al cine. Como si éste fuera la lógica consecuencia del deseo de insuflar alma al momento temporal captado, como si de esta manera las historias reflejadas consiguieran ir más allá del contexto y dejar de ser un reflejo para convertirse en la realidad. Sin embargo trazando una línea evolutiva inversa nos situaríamos en la pintura como método de captación del instante, un arte que Olmi pretende reivindicar en su film.
El suave vaivén de la cámara nos habla de trazos, de esbozos, de la dedicación artesanal y minuciosa que la construcción de un cuadro merece. Cada fotograma supone un paseo por los movimientos decimonónicos del arte pictórico, desde los paisajes impresionistas al retrato realista de las gentes y las costumbres y todo pasado por el filtro del romanticismo, con sus curvas argumentales, su apología naïf de la vida rural, sus claroscuros sentimentales y su trasfondo aleccionador y moral, en esta ocasión de raiz cristiana.
El resultado final es un lienzo gigantesco, compuesto por pequeñas estampas cuya pretensión es hablar de una época, de una forma de vivir que ya parece olvidada, más dura y a la vez más humana. Un cuadro cuyo marco de verismo se sale del caché del fotograma mediante una excelente puesta en escena, con una naturalidad que bordea el documental y traspasa con pulcritud la paleta del pintor para insertarse en el plano del hiperrealismo pictórico.
No obstante en arte no todo se reduce a la excelencia técnica. Sea en pintura o en el cine hay algo más, un intangible que insufla vida a la obra, que la dota del alma necesaria para convertir algo indiscutiblemente bello en algo trascendente. Ese es el problema mayor de la obra de Olmi, que detrás de todo ese esfuerzo artístico (innegable por otra parte) uno tiene la sensación, cuando menos, de que sólo queda el vacío más absoluto detrás de el.
Y es que tras el celo mostrado en la confección formal de la obra las sensaciones transmitidas son de una cierta falta de localidad central, como si al preocuparse de ejecutar la perspectiva de forma correcta se hubiera olvidado de que para que el efecto funcione se necesita un punto de fuga que de coherencia y estabilidad a toda la obra. En este caso su falta de empaque argumental. No es necesario tejer una narrativa convencional para que funcione, cierto, pero si dotar de una cierta estructura, de un cierto sentido que permita intuir cual es el propósito último de la obra más allá del proselitismo de raíz cristiana cuyo edulcoramiento desentona absolutamente con la realidad histórica representada. (sigue en spoiler)
Durante gran parte de la película me estuve preguntando ¿ Dónde está el árbol de los zuecos?. Una vez localizado, cambié la pregunta ¿ Qué importancia tiene ese árbol? y después de casi 3 horas de cine, se hizo la luz. El árbol de los zuecos es el símbolo de una época, donde los señores mantenían su status a costa del sudor de sus campesinos disponiendo de ellos a su antojo y arbitrio.
Esto no deja de ser una ligerísima aproximación a un film de mérito, realizado en unos años donde este tipo de cine parecía tener su momento. Recordemos sin ir más lejos Padre Padrone de los Taviani, premio Cannes 1977 o la propia Novecento de Bertolucci (1976), películas donde las tradiciones, los gozos, las sombras, y sobre todo, las penurias del campesinado, amen de su fuerza revolucionaria, trataban de hacerse un hueco en las conciencias alegres y confiadas.
Sin embargo, hay diferencias entre las películas citadas. Por un lado, Novecento recoge la ira justa de unos campesinos oprimidos política y socialmente, Padre Padrone refiere la fuerza inmovilista de unas tradiciones seculares que frenan cualquier avance y El árbol de los zuecos es un auténtico álbum de fotografías donde se conserva la instantánea de las rutinas diarias de unas familias normales a las que les pasan cosas tan normales que uno se figura que no les pasa nada.
Puro neorrealismo tardío, en la línea Rossellini o De Sica. Aunque, la realidad nunca es tardía. Y Olmi mas que cine de ficción realiza un documento histórico que, con seguridad, sorprenderá a aquellos espectadores presentes y, sobre todo futuros, que no conciban la vida sin un televisor o una lavadora. Seguramente encuadrarán El árbol de los zuecos en la categoría cinematográfica de la ciencia (o realidad) – ficción.
Buen ejemplo de un cine de compromiso social que el tiempo y los cambiantes gustos han arrinconado en cierta manera, pero que aún conserva gran parte de su fuerza gracias a la veracidad de sus vivencias y de sus denuncias.
Eso sí, tres horas son muchas horas.
Impresionante retrato de un mundo hoy extinguido (al menos en nuestras sociedades occidentales), este insólito filme de Ermanno Olmi penetra, como pocas obras artísticas lo han logrado, en el alma del campesino y la vida del campo.
Sé que puedo parecer exagerado si afirmo que esta película debiera ser vista por los jóvenes de hoy día, más aún si tenemos en cuenta su metraje y esa sensación, legítimamente expresada por otros usuarios, de que no hay un verdadero argumento, de que no pasa nada en el filme. En mi opinión, la cinta tiene un alto valor educativo, pues ilustra con asombroso realismo cómo fue la vida de nuestros antepasados recientes, la mayoría de los cuales procedía del campo, abordando también -con notable delicadeza y respeto- sus sentimientos y forma de ser característicos. Yo no estoy de acuerdo con la afirmación de que en el filme no ocurre nada, al contrario, ante nuestros ojos vemos sucederse las estaciones, las diversas labores del campo, el clasismo, el nacimiento de los hijos, la fe, el cortejo y el matrimonio, la magia, el sacrificio, un milagro, la sabiduría popular, la fiesta y la injusticia. Creo sinceramente que pocas películas pueden presumir de contener tantos aspectos de interés y trascendencia, y que lo que ha chocado a algunos espectadores es que no existen protagonistas únicos o muy definidos.
Empeño personalísimo de su director, el filme respira autenticidad y amor a partes iguales, autenticidad por el verismo con el que se recrean las casas, el vestuario, las labores del campo, por emplear actores no profesionales, escenarios naturales, y también por la acertada fotografía, atenta en la distinción de las estaciones. Amor por el respeto y afecto sinceros con los que el director se acerca a una realidad dura, llena de esfuerzo y privaciones, pero cuyos protagonistas son retratados desde la dignidad y la admiración. Así, en las pequeñas historias que se suceden en la película hay momentos verdaderamente emocionantes, como el nacimiento del niño (las miradas del padre, su timidez, son excepcionales), las enseñanzas del viejo Anselmo, su hábil plantación de semillas de Tomate, o la historia del árbol de los zuecos, hermosa y terrible a un tiempo.
Si a todo ello añadimos una excelente selección musical, un guión consecuente y creíble, y algunos momentos de pausada belleza visual (algunos planos generales de los campos y el cielo, el viaje en barcaza por el río), sólo queda admitir que hemos presenciado una gran obra, como lo son todas aquéllas que sirven como testimonio de un mundo pasado y de la sociedad que lo pobló y lo hizo tal cual fue.
Se podría afirmar que ningún film tiene derecho a exigir, para ser apreciado o entendido, un nivel dado de conocimientos ni, menos todavía, una especial actitud, mezcla de paciencia, atención y tolerancia, pero es innegable que, si uno pretende disfrutar de una obra de arte, o aprender algo de ella (sobre su autor, sobre el mundo, sobre uno mismo), conviene enfocarla positivamente del modo más propicio. A nadie se le ocurriría ponerse a leer En busca del tiempo perdido de Marcel Proust sin tener tiempo libre por delante, ni acudir al Ulysses de Joyce como distracción para un viaje en tren. Y lo cierto es que hay obras menos accesibles o más difíciles, más áridas o menos amenas y atractivas que otras, sin que, por ello, carezcan de interés o sean menos valiosas.
Ermano Olmi es un discípulo aventajado del cine de Rossellini, incluso en su ideología cercana a la democracia cristiana como lo era el autor de Paisá. Olmi nos ofrece un cine desnudo y nada estilizado, un fresco rural que recrea la vida cotidiana de sus moradores y el fluir cadencioso de sus peripecias. Renunciando por parte del espectador, al menos en principio, a la fantasía, a la fascinación, a la dramatización y a la espectacularidad, para ser atrapado por la fuerza irresistible de sus imágenes naturalistas acompañadas por la música de Bach y alguna sonata de Mozart. Una mirada realista y alejada de toda énfasis hacia nuestros antepasados que refleja las crudas condiciones de vida del pueblo campesino a finales del siglo XIX. Reconfortados por una profunda fe cristiana e interpretado por los propios habitantes de una zona cercana a Bérgamo en el norte de Italia.
El árbol de los zuecos es un film contemplativo, reflexivo, sereno, pero no idílico, ni nostálgico, ni indiferente. No trata de convencernos de que cualquier tiempo pasado fue mejor, ni de presentar la vida campesina como un paraíso perdido, ni de conmovernos o indignarnos por la triste suerte de los trabajadores del campo. No pretende demostrar nada, ni siquiera argumentar a favor o en contra de una tesis u otra, ni de hacer una parábola sobre situaciones actuales. En definitiva, nada pretenciosa, pues trata simplemente, de mostrar, de recordar cómo era la vida rural en 1898, y nos conmueve con la austera vida espartana reflexionando con una semblanza sobre la naturaleza humana.
Un clásico del cine italiano y europeo, Palma de Oro en Cannes, y ejemplo diáfano del cine de Olmi. El director cuenta la historia de un grupo de campesinos lombardeses a fines del siglo XIX (y son estos mismos campesinos los actores no profesionales del film) con austeridad, cristiana serenidad y en tono a veces puramente documental y no cinematográfico (claro que el documental es un subgénero del cine).
Se aprecian así una mezcla de Dreyer por lo austero (y ni de lejos llega a su altura) y de Bergman por lo místico (y ni a años luz llega a la altura del sueco) con reminiscencias por el reposo y determinados pasajes en el Erice de El espíritu de la colmena , por lo poético (y lo mismo ocurre que con los otros dos). Así, El árbol de los zuecos es una película más que lenta, aburrida, más que brillante, color sepia, más que admirable por su opción elegida, discreto ejemplo de esa misma opción.
Tiene méritos, obviamente, como el hecho de la dirección de actores no profesionales, o el valor que otorga a la cotidianiedad y el tradicionalismo familiar, así como la importancia de las cosas nimias. Pero no deja de ser una homilía de universal mensaje de paz y armonía, que ni convence ni parece vigente, más bien todo lo contrario