El abogado del terror
Sinopsis de la película
¿Comunista, anticolonialista, extremista de derechas? ¿Qué convicciones morales tiene Jacques Vergès? Barbet Schroeder nos conduce por los senderos más oscuros de la historia en un intento de iluminar el misterio que se esconde tras esta enigmática figura. Durante la guerra de Argelia, Vergès era un joven abogado que abrazó la causa anticolonialista, defendió a Djamila Bouhired, logró su libertad, se casó con ella y tuvieron dos hijos. De repente, cuando estaba en la cima de su notable carrera, desapareció sin dejar rastro durante ocho años. Cuando retornó de su misteriosa ausencia, se encargó de la defensa de terroristas de todo tipo, desde Magdalena Kopp a Anis Naccache, pasando por Carlos el Chacal, y representó a monstruos de la historia como el teniente nazi Klaus Barbie.
Detalles de la película
- Titulo Original: Lavocat de la terreur
- Año: 2007
- Duración: 135
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Opinión de la crítica
6.7
99 valoraciones en total
Tramo 1: en Argel, un joven abogado galo asume la difícil defensa de una terrorista argelina que puso una bomba en una cafetería llena de franceses, con resultado de varias muertes.
De madre vietnamita y rasgos achinados, Vergès se une a la causa anticolonial e internacionalista, al tiempo que exalta la Francia de Montaigne, Diderot y la Revolución de 1789.
Esta parte, que incluye valiosa documentación y la impresionante escena de los aullidos con que la Kashba respondía a las ejecuciones nocturnas de reos, muestra del personaje un lado hasta romántico. Tras librarla de la pena de muerte, se termina casando con la terrorista, quien en el futuro estado argelino se convertirá en leyenda patriótica viviente.
El tramo 2, determinante, ocurre fuera de campo, por así decir. El abogado lleva mal ser el esposo de quien brilla más que él. Abandona a mujer e hijos y desaparece durante ocho años. Presumiblemente los pasó viajando de incógnito a la Camboya de Pol Pot.
Acto 3: reaparece en París, manejando dinerales de las fuentes más diversas: dictadores subsaharianos, gobiernos revolucionarios, amistades de filiación nazi, organizaciones terroristas. Amuebla con lujo un gran piso en el barrio de Notre Dame y se le hace la boca agua al hablar de buenos quesos y mejores Burdeos, champagne y delikatessen bañadas en armagnac.
Fustigador de la justicia burguesa y tocapelotas mayor del sistema democrático, en el que evidentemente no cree, todo le vale para ello. Se adhiere a los supuestos ideales libertadores de grupos armados pero no encuentra problema en defender, a la vez que a la Baader Meinhof o al Chacal Carlos, a déspotas africanos, pistoleros jomeinistas o, sobre todo, a una de las bestias negras de Francia: el ‘Carnicero de Lyon’, torturador de mujeres y niños durante la ocupación alemana.
Empujado por su rencor hacia la metrópolis, no le importan las contradicciones. Inflado de suficiencia, se jacta de vencer con ardides a los abogados contrarios, burlándose entre risitas sardónicas y blandiendo el enorme habano como un cetro de jefe tribal.
= = = =
Al principio de su trayectoria como director, atípica donde las haya, Schroeder rodó otro documental con protagonista singular: Idi Amin Dada, el dictador de Uganda. Le dejó expresarse a sus anchas y por sí solo el personaje se autorretrató como lo que era, un grotesco tirano.
Algo parecido vuelve a hacer. Abriendo distancia, sin comentarios en off, deja al abogado explayarse. Le da cancha para que emerja desde el corazón de las tinieblas, al otro lado de la siniestra trama del terrorismo internacional que junta a sátrapas, asesinos, nazis, zombies, lunáticos, vividores y el propio Vergès, destacado: se exhibe cínicamente, entre huecas loas a la misión de la abogacía, imbuido de aquello que en los comienzos de su carrera decía combatir, y deja al desnudo abismos de la amoralidad absoluta, por él mismo encarnada, con vehemencia e identificación, como el coronel Kurtz de la novela de Conrad.
Flojea por varias razones:
Schroeder no indaga en causas naturales -origen, infancia, influencias en la adolescencia- que pudieran convertir a Vergès en el controvertido abogado que defendió a los Jemeres Rojos.
Que el afán de notoriedad pero también de revanchismo es su máxima queda claro pero no el porqué a través del documental. Apenas uno de los entrevistados, un periodista, nos aclara que Vergès nació colonizado… de madre vietnamita y padre original de las Islas Reunión el Abogado del Terror habría desafiado a los europeos que en sus años de juventud miraban a los pied noir o a los indochinos naturalizados en la metrópolis con desprecio.
Tampoco queda clara cuál fue su relación con Polpot o cómo es que se le dio por ofrecer sus servicios a Milosevic… Schoroeder no es capaz de internarse en la psicología del controvertido Vergès y explicarnos cómo es posible que de las causas nobles que resisten frente al colonialismo pase a convertirse en abogado de genocidas y declare incluso que defendería a Bush, la encarnación de la realpolitik unilateral que constituye la antítesis de todo por lo que Vergès habría luchado: FLN, RAF, OLP…
Lo único que queda en evidencia acerca de su inquietante personalidad es su soberbia, altanería y cinismo. Ni siquiera nos acercamos a sus argucias como abogado: sus tácticas para convertir a terroristas en soldados que obedecen órdenes, atentados en ejecuciones de traidores a la Patria o grupos terroristas en organizaciones de liberación nacional.
Y ese es el gran déficit del documental, imperdonable y más teniendo en cuenta que lo de Vergès es de película…
La lucha anticolonial le lleva a defender al FLN argelino desde 1956 y en el banquillo, a un puñado de terroristas del movimiento de liberación, entre ellas a la que fue su esposa, Djamila Bouhired. A partir de ahí todo es un Sin-Dios. Del FLN entra en contacto y amistad con la resistencia palestina, con el movimiento anticolonialista africano, conoce a Mao, se mete de lleno en el panarabismo…
Y en casa del mismísimo Polpot. Giro radical. La vocación justiciera de Vergès es volátil. Deja de ser el abogado de las causas perdidas y luchas de liberación (a las que regresará con los alemanes de la RAF encargándose de la defensa de Magdalena Kopp).
Es decir: a Vergès se la trae floja tanto si se trata de ir con los soldados de la libertad como con encantadores nazis suizos. Defiende la libertad de expresión de los negacionistas del Holocausto (en su momento dice que defendería a Hitler).
Y así, pasa de los movimientos de liberación que tantas simpatías cosechaban entonces, para encargarse de la defensa de auténticos sátrapas, dictadores africanos y demás criminales de guerra. Sin ir más lejos, el simpático abogado, se atreve con la defensa de los presuntamente responsables de la muerte de Lumumba, líder histórico junto a Mandela, de la liberación africana. Lumumba, uno que iba para bueno…
* no hay spoiler
Barbet Schroeder, tras haber iniciado su carrera fundando Les Films du Lonsange, productora responsable de varios de los mejores títulos de la Nouvelle Vague, es un cinesta que se interesa particularmente por personajes extremos, ya sea en su faceta de ficción (como los escritores Buckowski y Fernando Vallejo, en El borracho y La Virgen de los sicarios, ), o en la de documentalista (Idi Amin Dada, por ejemplo). En esta ocasión centra su mirada sobre la figura del controvertido letrado francés Jacques Vergès, de padre reunionés y madre norvietnamita, cuya infancia bajo la dominación francesa fue clave para entender el desarrollo que tuvo como persona y como profesional del Derecho.
En algún momento se afirma que tuvo que elegir entre ser un revolucionario o dedicarse a defender a personas oprimidas de una u otra forma, pero en el fondo la idea que subyace es que el hombre nunca abandonó su visión diferente del mundo, su mira revolucionaria desde una particular óptica, no siempre bien entendida (o tal vez no bien encaminada). Así, se esforzó en librar de la pena de muerte a terroristas argelinas, como Zhora Briff o Djamila Bouhared (con quien se casaría posteriormente), lo mismo que a Magdalena Kopp, a Carlos, a diversos miembros de corpúsculos terroristas propalestinos, de la Baader-Meinhof, o el ejemplo más extremo, la defensa de Klaus Barbie, el Carnicero de Lyon.
La biografía del tipo es tremendamente interesante, sobre todo cuando se alude a su desaparición desde 1970 a 1978, periodo en el que se especuló podría estar unido a Pol Pot y al Khmer Rojo camboyano.
El documental, más que una sucesión de datos y situaciones, incide en un acercamiento a la persona, apostando por ofrecer testimonios de gente cercana a él (no todos complacientes, aunque sí deslumbrados por la particular aura místico-revolucionaria del personaje). Al mismo tiempo, Vergès aparece en persona para mostrarnos que es un tipo pagado de sí mismo, con una tremenda fuerza vital y una arrogancia casi infinita, pero firme en sus creencias y en lo que él cree defendible, Schroeder, a pesar de que tal vez refleje cierta empatía por el francés, no deja de inducir a la reflexión, a que el espectador sea dueño de sus propias opiniones sobre el personaje del que él nos habla, y eso está realmente bien.
Dos partes forman el film. Una primera lógica, bella, clarificadora donde se relatan los hechos que acabaron en la independencia de Argelia y se exponen los antecedentes de la vida de este personaje, desconocido para muchos (al menos para mí ), que toma su vida como rehén de una causa o de su propio deseo de trascender. Esta parte se sigue con sumo interés por la propuesta radical que supone ver la historia desde el otro punto de vista, este otro punto de vista es el que nos aleja del que se tiene desde el epicentro occidental.
La segunda es confusa, poco clarificadora y visualmente compacta. Se suman opiniones, entrevistas, conversaciones, pero tan abigarradas y creo tan desorganizadas que ayudan a confundir una historia confusa con la propia confusión del relato. Aparece como un documento histórico importante pero sin definir los contextos. La historia reciente, deslabazada, la prisa por recorrer personajes importantes que no definen, hace perder la dirección. Klaus Barbie, Carlos, Naccachet… fruto cada uno de un problema que concluye en un imposible punto en común: Vergés.
Cada personaje se enfrenta a sus actos de forma diferente: el héroe, la arrepentida, el aprovechado y todas las categorías que rellenan los vacíos entre unos y otros y sólo uno parece no modificar su postura, la columna inamovible que sustenta la lucha anticolonialista:Vergés.
Se trata de eso de colonialismo, es lo que justifica la guerra terrorista. Por eso Vergés parece un personaje sin una ideología clara defendiendo a distintos sujetos de distintas tendencias políticas cuando en realidad no está defendiendo, está atacando al estado colonial que, actuando con los mismos métodos que los denominados terroristas se permite la hipocresía de juzgarlos.
La función de Vergés es hacer patente esta contradicción.
Muy interesante por el contenido pero no tanto por la forma, la segunda parte acaba aplastando contra la butaca por esa sucesión, muy repetida, excesivamente repetida, de la imagen del personaje central. Aunque por otro lado, es la sonrisa, el gesto de suficiencia y los puros (¿es buscada la alusión a los puros?) lo que permanece en la memoria al rato de visualizar el film.
Es una lástima que un asunto tan apasionante como las tensiones Oriente-Occidente y el terrorismo de los 60 y 70, antecedentes inmediatos de la situación política mundial actual, no encuentre el tratamiento adecuado. Una temática tan rica en material audiovisual de archivo no debe reducirse a los aburridos planos de los entrevistados hablando a la cámara y se debería concretar el punto de vista desde el que se va a narrar los acontecimientos.
No sé si se quiere presentar a Jacques Vergès como un siniestro abogado sin escrúpulos o como un romántico revolucionario que quiere cambiar el mundo. No sé si es un egocéntrico manipulador convencido de que la violencia es necesaria y a veces incluso deseable, o un vividor que siempre se enamora de sus compañeras de batalla. Lo que es indudable es que es un tipo muy listo y da la impresión de haber tejido una tela de araña en la que el director Barbet Schroeder también queda enganchado.
No sé si sus reivindicaciones serán justas o no, pero el personaje me provoca una aversión tremenda. Esa soberbia con la que desgrana sus argumentos y esa costumbre de contar anécdotas en las que curiosamente él siempre queda como el puto amo, hacen que no me cueste nada imaginármelo celebrando con puro y champán la muerte violenta de algún adversario político. Estos tipos que disfrazan su cinismo de ideología y se mueven como pez en el agua en las alcantarillas del poder me provocan ardor de estómago.