Casa de tolerancia
Sinopsis de la película
París, 1899. LApollonide es un elegante prostíbulo en el que la madame es dueña absoluta de las meretrices, pues los gastos de éstas exceden a sus ingresos, y están en deuda con el local que las explota. Las prostitutas además se enfrentan a numerosos problemas: embarazos, opio y clientes violentos. En uno de los casos más trágicos, un hombre desfigura el rostro de una de las prostitutas. La cicatriz resultante dibuja en su cara una sonrisa trágica que la marcará de por vida.
Detalles de la película
- Titulo Original: Lapollonide (Souvenirs de la maison close) (House of Tolerance)
- Año: 2011
- Duración: 125
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Opinión de la crítica
Película
6.9
52 valoraciones en total
Un perturbador sueño envuelto en una atmósfera cercana al tenebrismo es el perfecto preludio para Casa de tolerancia, quinto film de Bertrand Bonello que nos sumerge en un burdel entre el ocaso del siglo XIX y los albores del siglo XX, hecho verdaderamente revelador si nos adentramos en el trasfondo de una obra decadente que a través de un relato que ni es tal, ni se siente como tal, se introduce en el regazo de una casa que prácticamente termina cobrando entidad propia gracias a un esforzadísimo trabajo del cineasta galo, y es que ya sea por el cuidadísimo empleo de unos decorados que contrastan fabulosamente con una iluminación casi crepuscular, de tonos elegantes y ocres, o por una portentosa composición que nos descubre con intimísimo detalle cada rincón de ese lugar, la labor artística de Casa de tolerancia ya merece por si sola el esfuerzo —si es que esa palabra tiene cabida en una cinta donde el término abstracción cobra sentido propio y dota de un extraño y fascinante halo al conjunto— de sumirse en ese rincón de vicio y perversión en el que Bonello decide aposentar a sus chicas.
Un rincón este en el que se traza un retrato de tintes hiperrealistas adornado por esa fascinante aureola ya citada, y a través de él nos muestra lo que en otras condiciones se podrían definir como tiempos muertos pero que en Casa de tolerancia funcionan con vida propia, articulando un discurso en el que la naturalidad entre sus distintos personajes fluye con vida propia y sus nimios quehaceres terminan alzándose como una de las partes más importantes de una obra que sabe embelesar con momentos de increíble factura sin perder esa esencia que la compone, una esencia en que los retales de vidas y momentos se erigen como principal artífice de una función que todavía parece no haber dicho nada antes de enfilar una disertación que vale su peso en oro. No obstante, es en ese presunto vacío donde, casi sin quererlo, Bonello consigue una conexión emocional que hace de cada pequeña crónica de ese burdel una pieza fundamental para su película.
La disgregación de la imagen y la música también cobran un papel vital en un film donde esa partición de pantalla y esos vidrios múltiples construyen un juego de espejos alrededor de sus protagonistas uniendo así fragmentos que sólo parecían encajar en un mismo marco por definición y lugar. El empleo —antes de llegar a esa disgregación— del sonido hace acto de presencia en sus primeros compases amplificando sensaciones y dando más vivacidad, si cabe, a un emplazamiento que araña un magnetismo fuera de lo normal, sin embargo, es cuando entran en juego esos anacronismos donde aparecen dos piezas aparentemente —y digo aparentemente por el uso que realiza el cineasta de la continuidad musical— descontextualizadas como las magníficas Bad Girl y Nights in White Satin cuando Casa de tolerancia cobra más dobles sentidos al situar esporádicamente dos temas sin manifiesta relación —más allá de la concordancia entre imagen y sonido— en un marco que sigue trazando ese cerco decadente repleto de desazón.
De hecho, resulta sintomático que la secuencia más vivaz de toda la película se sitúe en un exterior justo antes de encauzar un último acto en el que esa decadencia de la que vengo hablando en todo el artículo se persona como no lo había hecho antes en el film. Así, la enfermedad, el terrorífico recuerdo de un maltrecho rostro, las huídas o desapariciones de determinados personajes, el frívolo exhibicionismo entorno a uno de ellos e, incluso, la muerte terminan llevando a Casa de tolerancia a un cauce desgarrador en el que una última secuencia que parece tener más de ilusoria que de real da paso a un último plano verdaderamente demoledor, uno de esos planos que destapan definitivamente el tarro de las esencias y te hacen partícipes de haber presenciado una obra sin parangón e, indudablemente, una de las mejores de lo que llevamos de siglo, ya sea dejándote devastado o tendiendo una última lágrima que corre por tu mejilla pero jamás se antojará tan amarga como las de la propia Madeleine.
Crítica para http://www.cinemaldito.com
@CineMaldito
Película que te traslada a un burdel de lujo parisino de finales del siglo XIX.
Hay una gran recreación del ambiente y de la vida de las prostitutas, la película, con parsimonia, muestra su vida diaria, su cotidianeidad, su relación entre ellas y con sus clientes, se recrea en sus cuerpos, creando un himno a la belleza del cuerpo femenino, muestra ciertos vicios, lujos y placeres de la alta burguesía. Evita sabiamente el porno soft, en el que fácilmente podía caer, así como el morbo o el erotismo, todos los desnudos femeninos, y hay muchos, son mostrados con naturalidad, sin connotaciones eróticas, sin pasión pero sin frialdad gracias a una estupenda fotografía.
El elenco, esencialmente femenino, está fantástico, grandes actuaciones y naturalidad en sus interpretes, la película carece de una protagonista oficial, muestra a las habitantes de esa maison close en igualdad de condiciones, con sus pequeñas y grandes miserias, sus alegrías y sus miedos.
El ritmo es lento, muy lento, apenas sucede nada, pero aún así posee algo de hipnótico, te hace sentir dentro de la película como un habitante más. Pero la cinta apenas posee una narración, básicamente es el día día, el lento paso del tiempo y ciertos sucesos, van dando perfil a la película, pero sin que se vea un nudo ni el camino a un desenlace que no posee sentido, pues no hay apenas historia.
Bonillo pretende, de vez en cuando, crear imágenes de gran poder visual, y lo consigue en parte, pero no poseen la fuerza que debieran, escenas como las lágrimas blancas o el baile de las prostitutas en el funeral sonando anacrónicamente Nights of white satin de Moody Blues, son interesantes, pero no del todo conseguidas.
Mejor cuando muestra a clientes buscando placer y belleza en la monstruosidad, el que el monstruo se convierta en quién mira y no quién es mirado, en ese homenaje a la película El hombre que ríe de Paul Leni.
Pero la película podía ir más lejos, llegar más hondo, pero le falta pasión, intensidad, una historia que llene, meternos en la cabeza de los personajes, sentir empatía por ellos. Pero se mueve entre tantos que no tenemos si quiera la oportunidad, como los ricachones, de elegir a uno y seguirlo para que nos ofrezca su vida, nos emocione y nos apasione.
Como recreación de un antiguo prostíbulo quizás sea la mejor película desde La pequeña de Louis Malle, pero aquella narraba una historia a la par, esta película no lo consigue, por lo que se queda en un retrato de un lugar y una época pero fallido.
Hay un largo trecho entre la glamurosa visión del burdel de época en el cine a lo que muestra Bertrand Bonello en LApollonide. Su mirada es sensorial y divaga, subiendo desde las tristes estancias inferiores donde las chicas hacen su vida no laboral hasta ese perenne salón sobrecargado de cortinones y terciopelo en el que desfilan, noche tras noche, para solaz de la clientela. Lo interesante no es realmente su retrato (y denuncia) de una horrible forma de subsistencia. El mensaje ya lo tiene el espectador bien mascado y los subrayados -principales y quizás únicos errores de este inquietante túnel del horror vaginal – no aportan nada más que la obligación moral de sentirse aleccionado.
El mensaje no es necesario porque está ahí, imbricado en la sempiterna penumbra de la casa de tolerancia. Se huele en los perfumes y jabones que no acaban de lavar nunca los rastros de semen, se percibe en el sonido de las sobrecargadas telas, en el crujir de las enaguas, en el clic-tras-clic de los corsés, se saborea y se suda en las mecánicas sesiones sexuales. Es, el burdel, un lugar donde se vive durante dos horas y no demasiado a gusto. Podría haberse rodado, casi en silencio, porque habla de todos los aspectos que puedan imaginarse los profanos de las vidas de unas prostitutas del siglo XIX con el mero apoyo de unas imágenes no portentosas, pero sí incisivas y sutiles. En ocasiones, de curiosa belleza.
Falta quizás movimiento. Los anacronismos no terminan de encajar. A veces parece más una sucesión de postales de la belleza y la degradación que una colección de vidas en movimiento.
Aun así es una película que vale la pena ver, aunque sólo sea para salir después al aire libre, respirar y dar las gracias a cualquiera que sea tu dios por ser quien eres, aunque no sea mucho.
Ha habido infinidad de películas sobre la prostitución ya desde los primeros años del cine, siendo de hecho un tema que han tocado algunos de los mejores directores (Fellini, Scorsese, Mizoguchi, Wilder, Godard, Borzage, etc.) con resultados, en estos casos, sumamente positivos. Afortunadamente también ha habido todo tipo de acercamientos a esta profesión pero rara vez se ha visto uno tan pasional como el que muestra Lapollonide de Bertrand Bonello, quien nos traslada a un burdel entre los años 1899-1900 para narrarnos la historia de varias mujeres de compañía que allí conviven. Lo que hace la película distintiva es inicialmente su factura, perfecta, con una recreación cuidada de la época, pero poco a poco esto queda como complemento y lo que verdaderamente cobra fuerza es el retrato de los personajes, el tiempo que se toma para desarrollarlos y la potentísima labor del realizador a la hora de llevar a cabo la planificación de las secuencias.
Con un (perfecto) tono contemplativo, se nos muestra con suma naturalidad la forma en que trabajan e interactuan entre ellas y con sus clientes, e incluso sus aspiraciones, vemos además el inicio de una de ellas y cómo la profesión pierde su sentido de exquisitez en apenas un año que supone algo tan importante como un cambio de siglo. Lapollonide , interpretada de forma soberbia por un reparto en estado de gracia, cuenta ademas una historia sin dar muestras de cansancio en sus dos horas de metraje, implica al espectador a pesar de su aparente frialdad y consigue inquietar cuando se lo propone, e incluso emocionar, escapando con una facilidad asombrosa de cualquier caída hacia el lado del melodrama. Recuerda en cierto sentido al soberbio episodio de las máscaras de Eyes Wide Shut pero tiene voz propia y se convierte en una de las mejores películas de la (a fecha de publicación de la crítica) recién iniciada edición 49 del Festival de Cine de Gijón.
Olvídese de los grandes burdeles que hemos visto en las series de la HBO, Lapollonide de Bertrand Bonello quiere escrutar en otro tipo de placeres dentro de esa ‘casa de la tolerancia’ de un París que recorre el final del siglo XIX y principios del XX. Sus imágenes se convierten en goce para los espectadores, que nos transfiguramos en clientes voyeurs y, al mismo tiempo, nos sentimos atraídos, conmovidos y enamorados por la vida (y muerte) de sus atrapadas protagonistas.
Lapollonide habla de mujeres inmovilizadas y condenadas a un martirio en vida y marca infinita, mientras el mundo exterior de cambios queda fuera de campo produciendo un efecto claustrofóbico. Tal vez ese cliente sádico que desfigura a una de ellas la exime, en cierta medida, de continuar con esa vida… pero al mismo tiempo establece esa metáfora de deformación de la prostituta y la incapacidad de ser readmitida en la sociedad: será siempre divisada por un monstruo risueño si no acaba muerta y repudiada víctima de la sífilis. Los anacronismos en la banda sonora añaden una dimensión más amplia a sus resortes emocionales, como si al final, el castigo se perpetuará en la distancia y años hasta el infinito. Ese futuro es ocultado hábilmente por Bonello en una secuencia donde una de las prostitutas echa las cartas al resto y deja claro que si alguien las ‘elije’, se ‘convierten’ en más que objetos. Se trata del destino, del pasado… el presente… pero el futuro evita mostrarlo, simplemente nos muestra los rostros de las prostitutas y una pregunta con respuesta: ¿cuál es la peor? Simplemente, no hay salida… ni futuro.
Tal y como indican a modo de presentación: las cosas cambian en ese burdel, pero lentamente, porque el tiempo se detiene y la propia película se convierte en un decorado y tapiz. Esa representación teatral y reiterada en un salón principal que se transforma en ejemplo de farsa e impostura, un teatro de pose y placer que define (y minimiza a la simpleza) el concepto del sexo y la prostitución. La alternancia del punto de vista parece no modificar la solución final, como representación de la tristeza y decadencia implícita en la obra. A Bonello le interesa mostrar lo que hay detrás del falso espejo que aquello libidinoso que se refleja en el mismo, que nuestro disfrute sea más sensorial que erótico, más inquietante y atmosférico que efectista y vacuo. Aunque Narcís Bosch y sus Lágrimas de esperma deberían salir en los agradecimientos finales de los créditos, en Lapollonide habita un magnifico y absorto cine condenado también a estar atrapado en la inmortalidad.