Buenos días, tristeza
Sinopsis de la película
Un verano radiante en la Riviera francesa. Cécile (Jean Seberg), una adolescente difícil y malcriada, ve con disgusto la relación entre su padre (David Niven), un atractivo y mujeriego viudo, y Ann (Deborah Kerr), su amante. El temor a perder el cariño de su padre y los celos que le inspira Ann, la llevarán a hacer todo lo posible por separarlos.
Detalles de la película
- Titulo Original: Bonjour tristesse
- Año: 1958
- Duración: 94
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Opinión de la crítica
Película
6.8
65 valoraciones en total
Ella se asomó a la ventana que daba al mañana y acertó a decir: buenos días tristeza…
pero la tristeza no se atrevió a responder. De ella quedaba un hilo de voz, una sombra de su vitalidad, una mirada perdida en el ayer, en el verano que nunca se planea y que lo cambia todo para siempre.
Estos grises momentos de su hoy son pequeños trazos que prolongan ese colorido verano, una joven muchacha que hacía y deshacía a placer, porque el placer era un modo de vida, una fiesta continua compartida con su libre y encantador padre, con una prodigiosa joven que les acompañaba para gozar de ese estival paraje, un estudiante que naufragó a sus pies y una carta inesperada, que anunciaba una inesperada llegada, que provenía de una mujer que iba a dar el color que faltaba a esta paleta de azules mediterráneos.
La diversión no tiene frenos, no parecen necesarios, todos juntos, todos amados, amantes, perecederos sentimientos que afloran a cada minuto en tan plácido y divertido paisaje. Pero amantes perecederos son los adultos que la rodean, y caducos sentidos son los que pervierten a Cécile, cuando contempla como su diversión desenfrenada tiene un botón que marca la pausa, que rompe su divina estación, que apela a su cordura cuando ella quiere su inventada libertad.
Una mujer quiere centrar sus intereses, cuando ella quiere vivir, quiere gozar de cada segundo sin preocupaciones, sin conocer que la vida es algo más que la complicidad en el baile, que los besos furtivos o las fiestas infinitas. Hay otra cara que no quiere conocer, que no espera abordar jamás. El capricho, los celos, sus pasiones más superfluas son las que dominan la situación, y este agraciado verano se convierte en un plan, su deseo por disponer las piezas en el orden que ella cree el más adecuado. Su libertad no puede tener límites, ella no los quiere conocer, aunque arrastre a cualquiera ante sus ideas.
Y la pequeña Cécile se comporta como niña, ante la idea de convertirse en mujer, juega con fuego, y los colores se transforman en grises, pues por la mañana dirá buenos días y no sabe quién será el que conteste esta vez.
Adaptación de la primera novela de Françoise Sagan, un relato de las frívolas aventuras de un playboy (David Niven) y su hija adolescente (Jean Seberg) en la Riviera Francesa, a medio camino entre la admiración y la crítica sutil a ese mundo de alcurnia. Demasiado lastrada por su origen literario en los diálogos y la voz en off, y por una historia inane, que se debate entre la comedia ultraligera y el melodrama con un punto de tragedia. Lo mejor de la película, a parte del título y el elegante cinemascope, es que Godard la vio y se llevo a la Seberg ‘Al final de la escapada’, convirtiéndola en uno de los iconos de la historia del cine para regocijo de Nosotros, sus devotos.
Dice Robert Bresson en un coloquio a varias bandas: La mayor dificultad radica en que todo arte es abstracto y al mismo tiempo sugestivo. No hay que mostrarlo todo. Cuando se muestra todo, no hay arte. El arte va de la mano con la sugestión. La gran dificultad que plantea el cinematógrafo, es precisamente no mostrar. Lo ideal sería no mostrar nada en absoluto, pero eso no es posible. Hay, por tanto, que mostrar las cosas desde un cierto ángulo, uno solo, que evoque el resto de los ángulos pero sin llegar a mostrarlos. Hay que dejar que el espectador adivine poco a poco, que quiera adivinar, y mantenerlo siempre en una especie de espera… Hay que conservar el misterio. Vivimos en el misterio. El misterio ha de permanecer en la pantalla. El efecto ha de venir antes que las causas, como sucede en la vida. Desconocemos la causa de la mayor parte de los sucesos que presenciamos. Sólo vemos su efecto y, más adelante, descubrimos su causa.
Estas palabras, exactas y admirables, que bien pudieran haber sido pronunciadas por el mago del suspense, me sirven para señalar el principal defecto de ‘Buenos días, tristeza’. En esta película de Preminger, sin grandes defectos y rodada con oficio, no hay misterio. No hay lugar para el esfuerzo ni la participación activa del espectador. Todo queda balizado y subrayado con la fina brocha gorda del artesano estilista. La voz en off, las actuaciones relamidas, el obvio simbolismo de la luz, el blanco y negro y el color, un guión preciso y previsible, que lo pregona casi todo y nos mantiene al margen.
La historia ha envejecido mal, también su moraleja. Hay algún destello de arte cinematográfico –la canción, el aprovechamiento del espacio en ciertos planos generales, la escucha en fuera de cuadro del penoso y alegre galanteo, el rostro embadurnado de Cécile…– pero la cinta es aburrida. No ha conseguido interesarme el devenir de esta cuadrilla de pijos suntuosos.
Reniego de esta forma de hacer cine y, sin embargo, el Hollywood de hoy ya está varios peldaños por debajo de lo que aquí se nos ofrece. Como Simone Weil, tengo la certeza de que cualquier ser humano, incluso si sus aptitudes naturales son casi inexistentes, es capaz de penetrar en el reino de la verdad reservado al genio, siempre y cuando desee la verdad y haga un esfuerzo permanente de atención para alcanzarla.
No se precisan élites ni espectadores sobrehumanos, sino un uso activo de la sensibilidad.
Película de Preminger, basada en la novela de Françoise Sagan, que levantó en su día una gran polémica y obtuvo un gran éxito de ventas. La película se presenta como la evocación en blanco y negro por parte de la narradora y protagonista Cécile (Jean Seberg), de 17 años, desde un París invernal, de los recuerdos del último verano en la Riviera francesa, que se insertan en forma de diversos flash-back. Éstos están rodados en color y cinemascope en escenarios naturales de gran belleza y de presencia gradiosa y espectacular. La narración constituye una exposición sincera y desgarrada de una sociedad acomodada que aprovecha las vacaciones para rendir culto al placer. Lo hace desde una perspectiva de despreocupación, indolencia y sensualidad, en un marco natural en el que el sol, el mar, los deportes náuticos, la pesca deportiva, los paseos en lancha, el baile, la buena cocina, la bebida abundante, el juego y el clima social invitan a gozar de los sentidos sin inhibiciones y en plenitud. El culto al placer es el tema central de la novela y de la película. Su tratamiento se hace desde una perspectiva seductora y, a la vez, ambiguamente crítica, ya que se explica que la envidia, los celos, los temores, el resentimiento y la defensa de los propios intereses, generan enredos, maquinaciones y engaños tendentes a la marginación o al desplazamiento de aquéllos que quieren poner límites al deseo y a la pasión de otros. Los resultados, vistos por la protagonista desde la perspectiva que ofrece el paso del tiempo, la ubicación en un lugar diferente, los sentimientos de culpabilidad y la contraposición entre invierno y verano, generan en ella una sensación suavemente ácida de tristeza. La interpretación de Deborah Kerr (Anne), David Niven (Raymond) y Jean Seberg realzan y engrandecen la película. El entonces crítico de cine Jean-Luc Godard quedó prendado de la actuación de Jean Seberg hasta el punto de hacerla protagonista de su primer largometraje, Al final de la escapada (1959).
Adaptación hollywoodiense por parte de Otto Preminger y la Columbia, del celebérrimo libro de la escritora francesa, Françoise Sagan.
El resultado de Buenos días, tristeza , cuyo guión fue escrito por Arthur Laurents, es algo más ligero y menos duro que el contenido de la obra literaria.
El rodaje se desarrolló en Francia, y para su narración, Preminger requirió a Georges Perinal, responsable de la fotografía, que alternase el blanco y negro de las melancólicas escenas del tiempo presente, con el deslumbrante color de los flashbacks.
Mención especial merecen los elegantes modelos de Givenchy lucidos, en esta ocasión, por Kerr y Seberg y, cómo no, distinguir al maestro de los títulos de créditos, Saul Bass, de nuevo dejando su sello inconfundible en este trabajo del director de origen alemán, quien volvería a recurrir a sus servicios para que creara los inolvidables gráficos de su siguiente propuesta, Anatomía de un asesinato (1959).