Un ladrón en la alcoba
Sinopsis de la película
Lily (Miriam Hopkins), una carterista que se hace pasar por condesa, conoce en Venecia al famoso ladrón Gaston Monescu (Herbert Marshall), quien a su vez se hace pasar por barón, y se enamoran. Gaston roba al aristócrata François Fileba y huye con Lily antes de que le descubran. Casi un año después, en París, Gaston roba un bolso con diamantes incrustados a la viuda Mariette Colet, pero se lo devuelve y la cautiva de tal forma que lo contrata como secretario.
Detalles de la película
- Titulo Original: Trouble in Paradise
- Año: 1932
- Duración: 83
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Opinión de la crítica
Película
7.7
78 valoraciones en total
Si usted dispone de una hora y media de su tiempo desocupada considere seriamente ver esta película. Encontrará en ella suficientes elementos altamente atractivos y acabará reconociendo que no ha perdido su tiempo. Y sobre todo encontrará a Ernst Lubitsch. Bueno…, no se trata de To be or not to be ni de Ninotchka pero el sello Lubitsch se estampa claramente sobre esta comedia. ¿Obra menor? Quizás. Tal vez. Pero aun así merece la pena.
Aunque el tono de la película sufre algunos altibajos el inicio es francamente genial (no se pierdan detalle de la elección del menú) y en general nos mantiene alerta a los diálogos y con una sonrisa en los labios en todo momento.
Las comedias de Lubitsch hacen un guiño al espectador inteligente, a aquel que es capaz de leer entrelíneas. No recurre al humor fácil. No nos desternillaremos con él pero sonreiremos con complicidad.
Me gusta este tipo de humor. Como me gusta encontrar a actores de la talla de Edward Everett Horton, secundarios a la sombra, pero que dan un brillo especial a las obras en que participan.
Lubitsch es un director plenamente respetado que, sin embargo, no parece estar en cuanto a reconocimiento popular entre los más grandes del séptimo arte.
Quizás sus comedias, tan sofisticadas y refinadas como ésta que nos ocupa, dan normalmente una apariencia de frialdad o cínica frivolidad que, siendo indiscutiblemente entretenidas, no acaba de conectar totalmente con lo emotivo sino más bien con la inteligencia del espectador. Y luego que es un director de interiores, sin grandilocuentes fotografías… (parece una chorrada pero influye, a D. Lean se le mete constantemente en listas de los mejores directores prácticamente por Lawrence…, y sí, estoy de acuerdo, pero no olvidemos el juego de puertas de Lubitsch).
Esta película es un buenísimo ejemplo (sin ser la mejor de su filmografía desde luego) de su elegancia, sutileza, agilidad y precisión.
La historia acaba siendo un romance con más intensidad de lo que de su tono casi displicente puede desprenderse, una muestra de la melancólica visión de Lubitsch sobre el amor efímero, sobre la magia de un romance y sobre los dos protagonistas que prefieren dejarlo antes de que ese apasionamiento cegador (ambos están cegados claramente, si continuaran juntos las cosas inevitablemente no terminarían bien) acabe con la fugacidad amorosa. La película va, por tanto, más allá de la comedia y de una planificación visual extraordinaria, tan magnífica que puede hacernos olvidar que también hay algo de corazoncito en ella.
Como digo, esta bonita historia de amor está camuflada bajo un ejercicio de ingenio y estilo tan abrumador que puede acabar provocando cierta sensación de asepsia, cierta separación con el espectador. Y es que nuestro ojo no está entrenado para que el cine nos tome en serio. Para que (Miguel Marías) se nos otorgue un papel activo en lo que se nos cuenta y se dirijan directamente a nuestra inteligencia (los directores que buscan la emoción por encima de todo parecen tener más aceptación, ya no hablo de los que se dirigen al imbécil que todos llevamos dentro y que Hollywood pelea por sacar en cada estreno).
En esta película la imagen hace avanzar la trama. No es un virtuosismo técnico, es un virtuosismo narrativo. Desde ese punto de vista Lubitsch me parece uno de los directores más precisos que han existido. Sus soluciones visuales son de un ingenio constante, una obra de auténtica ingeniería visual.
Gran uso del montaje, de la composición de planos y, sello de fábrica, de la elipsis y de todo aquello que queda en off (detrás de una puerta, el fuera de campo…), la sucesión de planos-viñeta, la importancia de los objetos para hacer avanzar la historia sin la palabra, las transiciones (que no son meros recursos para acelerar una parte poco interesante y que sirva de nexo, sino que se le da la vuelta para que tengan también un punto de comedia) etc. ¡Es que hasta la forma de presentar a los personajes es mucho más moderna que cualquier cosa que se haga hoy!
…
Si entre un ladrón-estafador consumado y una estafadora-ladrona no menos vocacional y aplicada surge la atracción erótica, en el roce durante el flirteo desplegarán como un cortejo todas sus habilidades prestidigitadoras.
Birlarse la billetera, el reloj, el bolso, la pulsera, el encendedor y los anillos mientras están juntos es el resultado de meterse mano una pareja de carteristas. Es la excitación, el juego, su particular parada nupcial, su literal timarse.
Una idea brillante.
Los farsantes se mueven por los grandes hoteles venecianos, como ‘bon vivants’, pasando por aristócratas en un mundo suntuoso.
La ambientación propicia el tono refinado y trepidante en que la ironía de Lubitsch da su mejor rendimiento, con diálogos ágiles y situaciones vodevilescas, maquinaciones y equívocos que se multiplican, girando siempre en torno al contacto carnal, aludiéndolo muy de cerca en danza íntima, a temperatura elevada, pero sin tocarlo.
El ritmo vivo, de baile alegre, explica que este chispeante ejercicio aguante bien el envejecimiento.
Una realización brillante.
= = = = =
Falso barón: Debo sincerarme, condesa.
Falsa condesa: Ya lo sé. Es usted un ladrón.
Falso barón: Páseme la sal, haga el favor.
Indispensable para quien le guste las películas románticas memorables de la elegancia y el refinamiento.
Los minutos iniciales son perfectos. Desde las habitaciones del hotel se presenta a un hombre que cae al suelo inconsciente, al mismo tiempo aparece otro con aspecto lánguido, mira por la ventana. No hay paredes, todo se comunica, se contempla el agua con el brillo de la noche, un gondolero canta y una mujer saluda enigmática desde otra góndola que se desliza por el canal, igual que la cámara que se ha deslizado por los escenarios como una esquisitez total.
Pero ahí está Lubitsch. Ese mundo de ensueño, pronto vemos que, en realidad, pertenece al mundo de los mortales. Se trata de un ladrón romántico, frívolo, atractivo hasta el punto de enamorar a su siguiente víctima, una millonaria.
Sólo los genios del cine pueden combinar imágenes y diálogos tan llenos de encanto entre la relación triangular que nos presenta. Indispensable obra que no es una obra menor, es una obra clave de un genio del cine con un humor cínico y maravilloso que muchos profesionales luego no dejaron de elogiar. Añadir un final lleno de ternura, de esa que llega directa al corazón.
Año 1932. Ernst Lubitsch, después de varias comedias musicales en un estilo todavía muy influido por su origen centroeuropeo, y solo cinco años después de la irrupción del cine sonoro, hace la primera gran comedia sonora no musical americana, quizá la primera obra maestra del género, abriendo la veda para que Hawks, Cukor, LaCava, Leisen o Sturges se pusieran también manos a la obra y nos regalaran tantas películas memorables. Y sin embargo, sin desmerecer sus logros, ninguno alcanzó nunca el nivel de sofisticación de Lubitsch, el tan manido toque que, en realidad, era en gran parte una pericia específicamente cinematográfica, un talento para la narración visual que ningún otro comediógrafo tuvo, y que daba a sus películas una cadencia, un ingenio y una elegancia únicas. Las películas de Hawks o Sturges están perfectamente montadas y narradas, pero nadie manejaba el montaje para crear gags puramente cinematográficos como Lubitsch. El montaje, pero también el primer plano, el fuera de campo, la elipsis, las luces y las sombras… Las comedias y el humor de Lubitsch solo se pueden concebir en términos cinematográficos.
Y Un ladrón en la alcoba, pese a ser la primera, es quizá la más imaginativa y arrolladora de todas las suyas. Parece que Lubitsch no concibiera ni una sola escena que no fuera un tour de force cómico, lleno de piruetas narrativas, visuales y verbales, de dobles sentidos y sugerencias eróticas, como esa escena de discusión-seducción en la que las sombras de los actores se proyectan sobre la cama, anticipando lo que llegará y denotando que la cama será solo otro campo de batalla más en la guerra de sexos y clases.
Porque, aunque es principalmente una celebración del hedonismo y la amoralidad en los tiempos en que aún el código de censura Hays no estaba en vigor, la película, disfrazada de sedosa comedia romántica pero no sentimental, satiriza con increíble ingenio (hay una cantidad abrumadora de réplicas memorables) a las clases altas en plena depresión económica, riéndose de su frivolidad y de sus códigos, y poniéndose de parte de los ladrones que tratan de dinamitar todo eso y, aunque no consigan reventarlo del todo, sí pueden acabar sacando tajada y demostrando que para disfrutar no hacen falta millones sino mucha caradura. Mensaje quizá algo fantasioso, pero probablemente necesario después de 1929.