Siete mujeres
Sinopsis de la película
En el verano de 1935, en la frontera entre China y Mongolia, dominada por señores feudales y bandidos, los miembros de una aislada misión americana se encuentran desamparados tras la invasión del país por parte de Tunga Khan. En respuesta a la urgente petición de un médico por parte de la misión, es enviada la doctora Cartwright, una persona de ideas modernas.
Detalles de la película
- Titulo Original: 7 Women aka
- Año: 1966
- Duración: 83
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Opinión de la crítica
Película
7.3
37 valoraciones en total
No podemos valorar esta película desde la óptica del 2008. Sitúense en 1966. Ciertamente resulta complicado. Miradas lesbianas pecaminosas. El varón domado. Una doctora en lugar del esperado doctor. La fuerza bruta de la incultura asiática. ¿Dónde está Dios? ¡Que baje a ayudar!… Escándalo, esto es un escándalo…
Y en medio de todo este berenjenal, un John Ford en el ocaso de su carrera y de su vida. ¿Pero no era machista este Ford? Tanto John Wayne, tantos Centauros del Desierto, hombres tranquilos y sargentos negros. Sorpresa, sorpresa. Ahora se descuelga con nada menos que siete mujeres y sin convencionalismos ni sexuales ni religiosos. Todo en cuestión. Disección a la psicología femenina. ¡Y lo hace bien! ¿Alguien lo dudaba? Y es que Ford aún en el fin de sus días, enfermo y con alguna copa de más, sigue siendo el Ford genial de Las uvas de la ira ó La Diligencia, machista relativo, baste recordar el imponente papel de Jane Darwell como madre de la familia jornalera que le valió el Oscar a la mejor actriz secundaria en el 40, e irlandés de pura cepa. Eso marca.
Ford tenía 71 años en 1966 y una larga trayectoria en sus espaldas. Un tema conflictivo y polémico como este, a cualquier otro lo hubiese hundido. No a Ford. Ford estaba en la élite de los intocables. En el Parnaso de los elegidos. Mas de 130 películas le avalaban.
No puedo omitir la fantástica interpretación del elenco femenino del film. Pero Anne Bancroft supone un punto y aparte. De quitarse el sombrero. Que lo lleva y bien puesto. A lo Wayne, como no podía ser de otra manera.
Los hombres a la altura del betún. Menos mal que Eddie Albert nos redime en el último suspiro de nuestra triste suerte…
Lo que son las cosas, siempre tildado de fascista , y nos sale, en su despedida, con una película absolutamente progresista , en todos los sentidos. Película injustamente tratada y olvidada.
Bueno, si nos olvidamos de los aspectos políticos , que dejaremos a gente más experta y ducha en estos menesteres, la verdad es que se trata de una película al más puro estilo fordiano, aunque la acción transcurra en un espacio cerrado, pero no hay un plano que sobre ni un plano que falte, el ritmo es fabuloso, y la historia tiene enjundia, con frustraciones, dudas existenciales y religiosas, situaciones límite, cobardías y valentías, sacrificios y generosidades, y ruindades y mezquindades, todo bien dosificado y con un final perfecto, dada la situación.
Eso sí, con algo de falta en presupuesto, que se traduce en producción de clase casi B, a mí, por ejemplo, me hubiera gustado ver al maravilloso Anthony Quinn haciendo del bandido mongol, hubiera estado perfecto.
John Ford tenía muchas caras, pero a pesar de ello –o quizá por ello-, decidió enseñar siempre la misma: la del iletrado artesano de westerns, cuya única ambición consistía en recibir un cheque a cambio de un trabajo bien hecho y que rugía ante la mera sugerencia de las supuestas aspiraciones artísticas o poéticas de sus películas. En sus últimos años, Ford, ataviado con su parche y su cigarro y parapetado detrás de su sordera, convirtió cualquier entrevista en el escenario ideal para el que siempre había sido su deporte preferido: el de hacer y decir exactamente lo contrario de lo que se suponía que tendría que haber dicho y hecho. Empeñado como estaba en proteger las contradicciones que eran la esencia misma de su carácter y de su modo de hacer cine, Ford acabó convirtiéndose en el principal responsable de la distorsión y simplificación tanto de su imagen pública como del sentido final de sus películas.
No es extraño, por ello, que sean precisamente los ilusos y papanatas que han procurado reducir a Ford a la categoría de caricatura a la cual pueden cargar el muerto de sus propios prejuicios aquellos que se muestran sorprendidos o agradecidos porque –dicen- Ford, en Siete mujeres, no parece Ford. Una película que transcurre tras una empalizada en una frontera amenazada por bárbaros, en el último lugar de la tierra. En la que suena Shall we gather at the river. En la que se censuran con fiereza la hipocresía, el puritanismo o el ciego apego a un código de conducta tan recto en apariencia como esencialmente inhumano. En la que un héroe que transgrede las normas establecidas acaba mostrando la insensatez y la ficticia armonía del orden vigente en una comunidad cerrada. En la que un sacrificio callado y altruista es a la vez condenación y salvación. En la que una de los protagonistas dice haberse pasado toda la vida en busca de algo que nunca ha podido encontrar.
Quienes son incapaces de ver en a Ford en Siete mujeres son, en el fondo, víctimas de la más sostenida y elaborada fabulación fordiana, la que le quiere maniatado a una corneta de la caballería, machista, racista, tradicionalista, sensiblero y simplón. Sólo los habituados a identificar a Ford con el puñado de facilones estereotipos que él mismo contribuyó a cimentar pueden sorprenderse porque, en su despedida, Ford dirigiera una película cuyo elenco está casi exclusivamente compuesto por mujeres y en la que los hombres son reducidos a la condición de bestias cobardes y entregadas a la satisfacción de sus más bajos apetitos. O porque en ella se examinen con crudeza los rincones más oscuros y falsarios de la fe religiosa. O porque uno de sus protagonistas, Woody Strode, un negro con sangre india, se convirtiera por aquellos años en uno de los mejores amigos de Ford y fuera uno de los pocos elegidos que pudieron despedirse de él, del racista, misógino y reaccionario Ford, en el lecho de muerte del mejor director de todos los tiempos, tal día como hoy, hace ya cuarenta años.
Creo en la existencia de varios tipos de ateos. Entre los que he podido detectar, menciono: 1. Los que dicen creer, pero hacen todo lo contrario de lo que la moral y la ética reclaman. Estos son los hipócritas y abundan en las iglesias, en los gobiernos y en casi todas las instituciones. 2. Los que maldicen, vituperan y rechazan cualquier mención de Dios que se les haga, y de paso, maltratan, discriminan, humillan e irrespetan. A estos nos los topamos entre la burguesía y los emergentes, pero también en las universidades, entre los pseudo-intelectuales y en la política de extrema. Y 3. Aquellos, cuya experiencia y conocimiento, les lleva a descartar cualquier posibilidad de que exista Dios. Son agnósticos, porque han tratado de explicarlo intelectualmente y han querido verlo con sus ojos, lo han esperado ante el dolor de sus semejantes y frente a las carencias del pueblo, y al no hallar ni ver respuesta alguna, su razón deniega cualquier opción de prueba fehaciente. Pero, estos últimos, son seres de corazón sangrante, humanistas plenos que, aunque se muestran displicentes e incluso irreverentes en algunas ocasiones, a la hora de la verdad dan cuenta de una capacidad de compromiso y de un espíritu de sacrificio como pocos tienen. Y son estos, quizás, los seres más valiosos que podamos encontrar en nuestra vida, porque no esperan nada, porque dan sin interés alguno y no guardan esperanza en recompensas divinas.
Como dijera Srila Prabhupada: Un devoto puro no desea ser promovido a los planetas celestiales, ni busca la unidad con el creador, tampoco la salvación o la liberación del enredo material. Un devoto perfecto no tiene otro deseo que el de complacer a la suprema personalidad de Dios. Los ateos con conciencia, como los últimos que mencionamos, ejercen su pequeño grado de divinidad sin siquiera ser conscientes de que lo poseen, y esto es, precisamente, lo que los hace grandes. Los verdaderos santos jamás consideran que puedan ser santos.
Lo que me atrae de esta modesta, pero sentida despedida del director John Ford, es la clara confrontación que hace entre un ser que se dice creyente, pero que en su ejercicio es dogmático, conservador y dictatorial, y otro ser que se muestra irreverente, escéptico y mundano, pero que cree en los demás y valora profundamente sus existencias, aunque esto para ella tenga un límite.
Así es la doctora Cartwright (una efectiva Anne Bancroft) quien llega a la Misión Unificada Cristiana, en la China de 1935, y de la cual es directora Agatha Andrews, una mujer cuyo apego a las reglas hace de aquel lugar un sitio tan desencantado y frío como un pozo séptico.
El resto es muy liviano, con algunos excesos y algunas falencias, pero nos queda para el recuerdo un personaje aleccionador. Y esto se agradece.
La última película del gran John Ford supuso un bofetón a todos aquellos que intentaron (e intentan) encasillarle.
Quizás por eso no triunfó en su día y en la actualidad sigue siendo de sus películas más desconocidas, además de no tener buena prensa en Estados Unidos.
Acostumbrado Ford a rodar con toda su gente, en esta su última película, cambia de tercio y con excepción de los actores secundarios Strode y Mazurki, el resto del equipo tanto técnico como artístico eran la primera vez que trabajaban con él.
Acusado de misoginia toda su vida, reunió a un grupo de actrices en su última película y las convirtió de protagonistas absolutas destacando la maravillosa Anne Brancroft.
La película de John Ford es polémica, no contenta a nadie, por un lado los que se identificaban con él, una derecha más conservadora reciben un varapalo al encontrar una crítica a la religión, al sistema de valores conservador y mojigato, y en definitiva como los hechos y no las palabras son lo que importa cuando de verdad hay que ayudar, por su parte el sector históricamente más reacio a Ford no iban a dar su brazo a torcer cuando el maestro, una vez, más se sale de guión y les demuestra que puede ser más provocador que cualquier pancartista. Total que la película no agradó a nadie.
Los que llaman fascista entre otras lindezas a John Ford deberían ver Siete mujeres, película transgresora donde las haya y muy adelantada a su tiempo, además de ser una despedida atípica para lo que nos tenía acostumbrado.
Una estética de teatro, con unidad de espacio prácticamente, basado en los diálogos y protagonizada por mujeres y polémica en el terreno sexual como moral y religioso, fue la despedida del director que mejor rodó los espacios abiertos, a los actores hombríos como Wayne, el movimiento (de caballos por ejemplo) y en general todo aquello que tuviera vida y mereciera ser filmado con humanismo.