Nunca pasa nada
Sinopsis de la película
Durante un viaje, la vedette de una compañía de revista sufre un ataque de apendicitis y debe quedarse en un pueblo español para ser operada. Pero el doctor que se encarga de la intervención quirúrgica se enamora de ella y trata de prolongar su convalecencia.
Detalles de la película
- Titulo Original: Nunca pasa nada
- Año: 1963
- Duración: 97
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Opinión de la crítica
Película
7.3
88 valoraciones en total
Había directores como Berlanga o Bardem que eludían la censura con un arte rayano en el virtuosismo. Conocían demasiado bien los bordes, las fronteras de ese ejercicio de espionaje con lupa, tijeras y bolígrafo para eliminar lo inconveniente. Como artistas, se sabían al dedillo los límites de lo lícito. Pero, hecha la ley, hecha la trampa. Como culebras deslizándose por un breve agujero que los centinelas no advierten, ellos deslizaban, con la discreción de la sutileza, contenidos con abundante carga explosiva de detonación retardada y silenciosa.
Un hecho cuanto menos curioso. La censura sacaba lo mejor de algunos valientes que exprimían sus posibilidades en una expansión inusitada para lo que se podría creer en un régimen dictatorial. Prueba definitiva de que, soterradamente, y reptando por los subterráneos, se puede burlar a los sabuesos apostados a la entrada.
Bardem recorrió esos subterráneos, excavó intrincados túneles que hoy día siguen maravillando. Burló el bloqueo moralista pasando ante sus narices argumentos sobre hipocresía social, pasiones inmorales, adulterios, conductas escandalosas, en suma perniciosos mensajes que podían contaminar la maleable mentalidad pública. Los vientos del pensamiento, del conocimiento y de la capacidad crítica, esos grandes temores de los dictadores, se colaban invisibles.
Con qué pesimista ojo sabía Juan Antonio Bardem trazar la aplastante rutina de la España negra de beatas y mantillas, de maridos de doble vida, de lenguas indiscretas, del veloz gesto de la señal de la cruz conjurando el pecado, de las escondidas ganas de marcha y pasión reprimidas. De qué manera esa fotografía de grises y oscuridades era el espejo de un latido colectivo de frustración y humores resabiados.
Las tonalidades mates e indistintas de las vestimentas de mujeres y hombres constituyen el uniforme nacional. Nadie tiene agallas para destacar entre tanta homogeneidad. Y nunca se nota tanto el contraste como cuando un color chillón y desafiante cae en medio de la marea gris. Eso es Jacquie, la vedette francesa caída por casualidad o por las artes del demonio en un pueblo cualquiera. Su aparición causa una oleada de habladurías. La población al completo se solivianta. La alta, rubia y sensual extranjera con su musical lengua y sus disipadas costumbres es el diablo en la obtusa mente de mujeres envidiosas y celosas, y de hombres que juzgan a las féminas con dos raseros (las decentes y las perdidas). La monotonía comunal se desahoga a costa de la francesa que engloba lo prohibido y lo deseado. La doble moral donde la mujer ocupa un puesto de inferioridad se manifiesta en esos bares masculinos donde ellos jalean lascivamente los bailes improvisados de la bella libertina sin acordarse de sus esposas decorosamente enclaustradas en casita. Se pone de manifiesto en ese médico aburrido e infiel que tiene a su típica mujercita florero-felpudo para que aguante carros y carretas, mientras él echa una canita al aire cuando le place.
La razón de la inalterabilidad en aquellas ciudades maldicientes de la España negra bajo la dictadura franquista, era precisamente la existencia de esa generación desvaída y envidiosa, beata y cizañera, aparte de inculta y retrasada mental, merced a la cual tuvo su clientela asegurada la caterva dictatorial de su arbitrario gobierno. En la Iberia de posguerra las únicas campanas culturales que sonaban (especialmente en provincias) eran las del sábado de gloria y otras fiestas de guardar. Todo sabía a leche agria. En la otra Europa, la de los extranjeros, más libres e inmorales, se cantaban las mañanitas del rey David, como un canto a la esperanza de las nuevas libertades. Aquí todo sabia a canto fúnebre, donde (como rezaba el letrero de los bares y que tanto hace reír a la emancipada francesita: joven, diviértete de otra manera , o séase, ¡nada de bailoteos, ni toqueteos, y ni por asomo pensar en sexo!) los adultos parecían relegados a una guardería infantil en la que la Iglesia pudiera machacarlos a sus anchas, con su estrechez de miras, su represión y sus condenaciones infernales. ¡Nadie como Juan Antonio Bardem! para dar cabida en una hora y media a ese mundo hispano anquilosado, a esas sisadas libertades, a ese venenoso yogurt de las beatas féminas españolas con sus misitas matutinas, y que crearon una delegación de Hacienda (¡que apestaba a sotana!) de la murmuración, de la envidia y de la más feroz represión al mundo masculino, y, por descontado, al femenino. Nunca pasaba nada gracias a que ellas estaban allí para poner en orden la moral imperante. Y,¡ay de aquél o aquélla que tratase de hallar otros derroteros a esa búsqueda desesperada de nuevos sentidos a la vida! El comunismo loable de Bardem, por fortuna, no se halló Solo ante el peligro . Pero, después de él (con excepción de Fernando F.Gómez y Picazo con La tía Tula ) las acritudes del género provinciano y burgués que él retrató como nadie, se fueron a la tumba. Mejor para todos, porque eso significaba que en el horizonte español aparecían nuevas brisas de libertad. Pero Bardem, siempre valiente y genial, será para nosotros lo que Salomón al Cantar de los Cantares . Nunca pasa nada es tan entrañable como espléndida. Los franceses, que en esto nos daban ciento y raya, lo comprendieron así, y la apoyaron. Se extasiaron con Julia Gutiérrez Caba, actriz exquisita, y con un Antonio Casas que para ellos fue un caso insólito de la más aplicada psicología interpretativa. En la pacata España de entonces fue muy mal comprendida ¡Qué se podía esperar si no! Pero el film es una verdadera maravilla. Y Georges Delerue la admiró tanto que compuso una banda sonora primorosa e inolvidable.
Que Juan Antonio Bardem es uno de los grandes del cine español no es ningún descubrimiento ni ninguna primicia. Pero a diferencia de otros grandes como Buñuel o Berlanga, he de admitir que de Juan Antonio sólo había visto -antes de ésta- dos pelis: Muerte de un ciclista y Calle Mayor. Dos pelis, por cierto, absolutamente prodigiosas.
Quizás por ello, un buen día, me animé a indagar en su filmografía. Consideraba que un tío que había firmado dos pelis como las anteriormente mencionadas debía disponer de algún que otro trabajo digno de revisar. Para mi sorpresa, no encontré en su filmografía demasiados títulos que atrajeran poderosamente mi curiosidad. Me quedé, finalmente, con dos: Cómicos y Nunca pasa nada. Una peli, ésta última, que no sé por qué extraña razón atribuía a Fernán-Gómez. Tal vez por eso mismo, por haber padecido ese extraño lapsus, decidí abordarla inmediatamente.
Antes de hacerlo, sin embargo, le eché un vistazo a las críticas publicadas en la página y me encontré con la de mi colega Quim. Un tipo de cuyo criterio cinéfilo me fío más que del mío propio. Tras leérmela de cabo a rabo supe que esta peli iba a gustarme. Y mucho.
Y, como no, me gustó. Me gustó porque, en muchos de sus tramos, volví a experimentar esa lánguida tristeza, esa tremenda amargura y desaliento que me suscitó en su día Calle Mayor. Volví a sentir la impotencia y la frustración de verme ahogado, asfixiado, en una capital de provincias. Volví a sentir como la mirada escrutadora de los lugareños se clavaba en mi nuca y como los murmullos crecían a mi paso. Volví a sentir como ese amor imposible me consumía por dentro y como una despiadada y progresiva indolencia aletargaba mi razón… y mis ilusiones. Volví a sentir como ese autobús que partía ante mi constituía, efectivamente, una nueva oportunidad perdida. Otra más. Quizás la última.
En fin, que si os gustó Calle Mayor no os perdáis Nunca pasa nada. Quizás no es tan buena, de acuerdo, pero vale la pena verla. Palabra.
En su momento fue un fracaso y se le reprochó el gran parecido temático con Calle Mayor (algunos críticos la denominaron despectivamente Calle menor ). Ya suele suceder que las variaciones , que no remakes, que algunos directores hacen de películas propias muy reputadas (pensemos, por ejemplo, en Fedora con respecto a El crepúsculo de los dioses ) tengan un recibimiento más bien receloso. Pero con la perspectiva del tiempo, y siempre bajo la consideración que cada obra debe ser valorada en sí misma, me atrevo a sugerir que estamos ante una de las más grandes películas de Bardem, lo que en su caso redunda en considerarla también una cima del cine español de todos los tiempos.
Si en Calle Mayor el protagonismo y, con él, la empatía del público, lo monopoliza el personaje genialmente encarnado por Betsy Blair, aquí se bifurca en más direcciones. De esta manera, lo que se pierde en concentración emocional se gana en amplitud de mirada. De nuevo en una ciudad de provincias, tenemos esta vez a un matrimonio de mediana edad, un joven profesor y una vedette francesa (el personaje con menos entidad, que actúa más bien como detonante de la acción), cada uno muy elaborado en toda su complejidad.
A nivel formal, Bardem maneja de manera más brillante que nunca sus recursos expresivos. El más característico es el plano-secuencia, que dedica a los diálogos, generalmente a dúo. En este sentido, es obligado citar una impresionante y larga escena de discusión matrimonial excelentemente ejecutada e interpretada. En otros momentos, como con el coro de vecinas siempre reunidas para cotillear, recurre a un montaje mucho más corto. Y, como siempre en su cine, las transiciones y elipsis resultan originales y elocuentes. Es de justicia destacar a una soberbia e inolvidable Julia Guitiérrez Caba, bien secundada por Jean Pierre-Cassel y Antonio Casas, y resaltar también la hermosa partitura de Delerue, que, en sus momentos más líricos, puede recordar a la de La piel suave .
Como cabe esperar en un autor siempre tan comprometido ideológicamente, resulta evidente la metáfora de una España encerrada o prácticamente asfixiada en sí misma (idea que se refuerza con el apabullante contraste del personaje tan liberado de la chica extranjera, y que se complementa con el leitmotiv visual del incesante paso de camiones que siempre cortan el paso). Pero, de la misma manera que Solo ante el peligro es mucho más que una parábola anti-maccarthista, también este film trasciende la lectura política y coyuntural. De ahí que, aunque la tipología de personajes, sus conflictos y la manera de resolverlos nos remitan a otra mentalidad social y otras costumbres, finalmente subyacen las temáticas humanas universales, como el amor, la soledad, los anhelos, la insatisfacción, las contradicciones…, y, con ello, la perenne modernidad de la obra de arte.
La vedette de una compañía de revista (Corinne Marchand) sufre un ataque de apendicitis durante un desplazamiento y debe quedarse en un pequeño pueblo español, Medina del Campo, para ser operada. Pero el doctor (Antonio Casas) que se encarga de su intervención se enamora de ella y trata de prolongar su convalecencia. La pequeña y miserable burguesia, vigilante de las apariencias y de los principios nacional-católicos, se verá convulsionada por el soplo de aire fresco, espontaneidad y liberdad de la francesita
Atmósfera lenta, lírica, agridulce. Pequeña obra maestra que nos muestra la vida cotidiana de una ciudad de provincias. El análisis de este microcosmos puede extenderse a la España de la época. Individuos frustrados compartiendo su soledad y necesidades insatisfechas.
Narrada en largos y precisos planos secuencia, la película hace que los personajes reflexionen sobre el sentido de sus vidas y la complaciencia con la que aceptan los fríos días lluviosos y el qué dirán de las malas lenguas.