Mi amigo Iván Lapshin
Sinopsis de la película
Mi amigo Ivan Lapshin muestra la vida cotidiana en los años treinta de una forma jamás abordada en la URSS, sin heroísmo, sin modelos estereotipados, con toda su miseria y su sordidez. La acción es prácticamente nula. Sucede en una ciudad de provincias y el protagonista es un joven oficial de la policía, la Cheka staliniana, que combate a las bandas de delincuentes que actúan en la región. Se muestran privaciones de la vida cotidiana, escasez de víveres, redadas policiales, interrogatorios y cárceles.
Detalles de la película
- Titulo Original: Moy drug Ivan Lapshin (My Friend Ivan Lapshin) aka
- Año: 1984
- Duración: 100
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Opinión de la crítica
Película
7
88 valoraciones en total
Alexey German, el más crítico de los directores soviéticos, pertenecía a la misma generación que Tarkovski o Konchalovski pero, a pesar de las grandes dificultades que tenía para estrenar sus películas, era adorado por un público que prefería su melancólica y humana cercanía al incomprensible misticismo cartesiano del primero o a la inofensividad del segundo.
Con un estilo cinematográfico elusivo pero de gran fuerza expresiva, muy influido tanto por el cine de la nouvelle vague – Goddard, sobre todo- como por el neorrealismo italiano, German adapta una serie de relatos de su padre, el escritor Yuri German, en los que se rememora la Unión Soviética de los años treinta a través de los recuerdos de un niño de 9 años que vive con su padre y varias personas más en una casa comunal, entre ellos un periodista deprimido por la muerte de su mujer o el melancólico y enamoradizo policía Ivan Lapshin que da título al film.
German mezcla escenas en blanco y negro y color, usa la cámara en mano y excluye el montaje, imprimiendo un gran dinamismo a una película en la que los personajes cruzan por delante de la cámara o son filmados, a veces, desde la espalda. German muestra el fin del sueño del homo sovieticus, con crudeza pero sin acritud, en un entomológico pero vívido retrato de la vida cotidiana soviética de los años treinta, justo antes de las purgas del 36, la convivencia en los pisos comunales, las humildes condiciones de vida de los hijos de la revolución o la incomodidad de una vida que no excluía la humanidad, el humor y la felicidad.
La película configura un microcosmos de personajes chejovianos tristealegres, desesperados o resignados, descreídos de las mentiras de un régimen –no creo que Maiakovski se suicidara, para 1938 nuestro país estará produciendo 4 millones de botellas de champan-. Es un mundo tratado con una mirada humana, sabia, comprensiva o, en palabras del propio director esta es mi declaración de amor por la gente con la que crecí cuando era niño. A German le interesa el paisaje de la infancia y su nostalgia y sigue a unos personajes que no han perdido las esperanzas de futuro aunque no tengan ilusión por el presente -plantaremos un jardín y lo disfrutaremos-
Las autoridades soviéticas tildaron a la película de film repugnante y pese a que fue recibida con gran entusiasmo por el público en su estreno de 1979 fue retirada hasta su reestreno en 1984. Sólo con la llegada de Gorbachov al poder un año después, las obras de este cineasta a contracorriente pudieron estrenarse con normalidad.
Mi amigo Ivan Lapshin es la representación revolucionaria del fin de una revolución. Un hombre de la Rusia de hoy evoca un periodo de su infancia, en 1930. Nadie dice esta fecha, pero un susurro trae el rumor del suicidio de un poeta, Maiakovski, ocurrido en ese año crucial para la Unión Soviética, pues en él emergió a la luz una tragedia histórica de proporciones ingentes —que sembró la prematura muerte de Lenin en 1924— gestada en las sombras de la revolución exhausta: el fin de la esperanza bolchevique y el comienzo de la tiranía de Stalin. Alguien dice: En la oscuridad surgió algo más negro que la noche.
El hombre recompone su niñez en una comuna —Juntos éramos capaces de hacer todo— entre cuyos miembros hay uno —Lapshin, jefe de la policía local— en cuyos rasgos coinciden la energía de un genuino revolucionario y la apatía de un carácter gastado por casi dos décadas —la revolución de octubre de 1917 comenzó en 1914, con el estallido de la Gran Guerra— de tensión sin respiro en el colosal esfuerzo de ennoblecer la vida humana: ¡Limpiaremos el mundo! ¡Haremos jardines! ¡Pasearemos por ellos!.
Esto cantan Ivan Lapshin y sus compañeros, mientras buscan los rastros de una banda de bestiales asesinos, traficantes de carne humana. Era todavía el tiempo en que los hombres de aquel país soñaban que su tarea era hacer un jardín sobre el solar del viejo desierto y, tan intensa era su dedicación, no se dieron cuenta de que sobre ese solar sembraban otro nuevo desierto.
German representa, en su Ivan Lapshin, esta colosal tragedia histórica con tanta economía de medios, con tan complejísima sencillez, y dando rienda suelta a un entramado formal de tal densidad, que no deja ver el laborioso esfuerzo imaginativo que hay tras de él. Y lo hace tan cerca de las zonas inalcanzables donde reside la perfección, que produce en el espectador la sensación —esa que transmiten raros filmes de la plenitud de cineastas de genio— de que asiste a una ficción tan vigorosa como la propia verdad, al milagro de la identidad entre poesía e historia, signo de equilibrio reservado para los monumentos de la serenidad clásica.
De ahí la radicalidad de Ivan Lapshin, una obra en la que su creador pone en funcionamiento los cálidos mecanismos de la nostalgia, para a través de ellos darnos de bruces con los gélidos mecanismos del horror en estado puro: signos de la muerte de la mayor esperanza generada por este siglo, la esperanza de Octubre, depositados en quienes, creyendo construir un jardín, vaciaron sus vidas en la construcción de un infierno y que, por ello, fueron las primeras víctimas de una estafa tan enorme que aún gravita sobre la vida contemporánea.
Es Ivan Lapshin el dibujo simultáneo de una decena de personas. La cámara aísla en sus encuadres a uno o varios personajes, pero el espectador jamás pierde de vista, gracias a la fuerza identificadora que segrega el poderoso estilo de German, a los que no están en el encuadre, de modo que, incluso sin verles, sabe donde están, qué les mueve, qué les paraliza.
La precisión con que German orienta al espectador en las zonas que quedan fuera del campo de la lente, le permiten definir grupos a través de individuos, estados de ánimo plurales a través de singularidades Todo es armonía en esa pluralidad, incluso cuando, en carne viva, de allá brotan las chispas de algo que se le escapa: miradas a la cámara, dilaciones insólitas en la acción, quiebras íntimas —suicidio frustrado del periodista, pulsión castradora de Lapshin, persecución del asesino Soloviov—, agujeros invisibles que conducen a otra acción oculta bajo la evidente, a otra, e incluso otras películas que discurren bajo el misterio de la que contemplamos.
De ahí la vastedad que abre la angostura de Ivan Lapshin, la capacidad referencial que lleva dentro este hermoso y complejo filme —este cronista lo ha visto seis veces y cada nueva contemplación es la primera—, atravesado por un dolor que es de todos, porque hurga en una herida universal, todavía abierta, de la vida en nuestro tiempo.