La muerte de Luis XIV
Sinopsis de la película
Año 1715. En el retorno a casa, Luis XIV siente un dolor agudo en la pierna. Quince días más tarde, se encuentra en cama en Versalles. Este es el comienzo de la lenta agonía del rey más grande de Francia, rodeado de sus más fieles súbditos.
Detalles de la película
- Titulo Original: La Mort de Louis XIV
- Año: 2016
- Duración: 111
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Opinión de la crítica
Película
6.6
31 valoraciones en total
Entre la numerosa oferta del último Cannes, se proyectó fuera de competición el último trabajo de un cineasta catalán desconocido para la taquilla y el público patrio pero con un reducido pero fiel grupo de seguidores entre la crítica internacional en general y la francesa en particular: Albert Serra. Con su quinta y, al parecer, mejor película, ha filmado en francés para retratar con absoluto rigor un hecho histórico: los últimos días de un Luis XIV convaleciente en su lecho hasta que emite el último suspiro, sin abandonar esta premisa con adornos o líneas narrativas añadidas. Una película destinada para hacer las delicias de los críticos más exquisitos y los ámbitos más renegantes de la comercialidad cinematográfica. Lo complejo de la propuesta me hacía acudir a la proyección pero con una evidente curiosidad, más aún teniendo en cuenta el gran aplauso crítico. Y lo que me encontré fue lo que esperaba, pero ejecutado de una manera, aunque interesante, menos jugosa de lo que esperaba. Su fidelidad histórica, realismo, atención a la trivialidad del detalle y lo consecuente que es en todo momento con su rígida propuesta estética y narrativa la hacen genuina e interesante, pero un relato visualmente mortecino y un narrativamente tan inapetente no puede entusiasmarme.
El propio Albert Serra presenta su última película señalando que si Historia de mi muerte tenía un exceso de ideas, La muerte de Luis XIV solo tiene una: el contraste entre el poder absoluto y la absoluta impotencia del hombre frente a la muerte, la película sugiere sutilmente que esta puede aumentar con aquel, puesto que el pánico a cometer un error hace que los siervos se equivoquen sin remedio, de forma lamentable. Si la muerte en la anterior película tenía un sentido intelectual, en esta constituye una experiencia física, de este modo, la vanitas barroca reaparece con disfraz posmoderno en una suerte de performance cruel, como si la naturaleza actuara en el papel de mensajera de la revolución burguesa, y que acaso podrán disfrutar con un placer maligno los republicanos españoles que recuerden que nuestros monarcas descienden de este mismo Luis XIV.
La película podrá interesar más o menos, pero no creo que nadie pueda discutir la veracidad de la recreación lograda por Serra, que nos fuerza a sentirnos como cortesanos que asisten silenciosos desde una antesala, revolviéndose de vez en cuando en sus butacas, a la agonía del rey Sol. El motivo de La muerte de Luis XIV ya fue despachado por Rossellini, a su manera rápida, sin contemplaciones, en una breve escena de su película sobre la juventud del monarca, cuando este visita al agonizante Mazarino. Más fructífero que obsesionarse con el porqué de la tremenda amplificación que lleva a cabo Serra es prestar atención a la poética absurda de algunos diálogos, a la materialidad de los detalles: la baba de los perros, la textura de los tejidos, las imágenes reflejadas en espejos, el sonido de las copas de cristal y los cubiertos de plata, la mirada perdida de ese rey envejecido de la Nouvelle vague que es Jean-Pierre Léaud, la pérdida del sentido del gusto evocada por el rechazo a los jugos de la fruta, los cantos de pájaros que se ven sustituidos progresivamente por cornejas y moscas.
Hoy la provocación, para ser auténtica, no puede basarse solo en la religión o la moral sexual dominantes en los tiempos de Freud o Buñuel, Dios ha muerto, y su vacío solo ha sido reemplazado por dioses menores cuyos poderes se miden en los mercados de divisas. El poder ha reemplazado sus tradicionales emanaciones y formas de justificación (el arte, la filosofía) por la tecnología, el deporte y el entretenimiento, y utiliza los medios de comunicación para establecer un estricto criterio de normalidad, de este modo, el imperativo categórico de nuestra época dice: no debes aspirar a la superioridad intelectual. Esta moral une a gente tan dispar como Trump y Boyero. Albert Serra hace justo lo contrario de ese mandamiento, tal vez se crea todo lo que dice, pero pensemos que sus declaraciones pueden también constituir una simple estrategia para escandalizar a los beatos de la religión de nuestro tiempo, y concentrémonos en lo que hace, en sus películas.
Un sugerente ejercicio de estilo dentro del cine de época a cargo del director español Albert Serra, del que hasta ahora no tenía noticias y que me ha sorprendido agradablemente. El título del film no deja lugar a intrigas, refleja claramente su desenlace, por lo que no creo que sea spoiler para que no me la publiquen. Una historia patética y conmovedora basada en hechos reales, una producción gala hablada en francés con V.O.S.E., para los que no dominamos la lengua de Moliere, como es lógico para reflejar ese ambiente pesimista y doloroso de un moribundo, el más glorioso rey francés que se aferra a sus ultimas horas, intentando dejar todo bien atado y haciendo examen de conciencia. Llegó a ser el monarca más admirado y respetado de Europa, deudor de la famosa frase: El estado soy yo. Todas las monarquías envidiaban su Palacio de Versalles, incluso intentaban copiar tan grandiosa obra incluyendo sus hermosos y amplios jardines que había diseñado André le Nôtre, su más preciado arquitecto.
Una obra de cámara rigurosa y humana sobre los últimos días de un hombre que lo había tenido todo…, poder, riqueza, mujeres. Albert Serra describe la agonía de un ser poderoso encarcelado en sus propios aposentos, de donde apenas sale la cámara, custodiado por sus médicos, ayudantes y vasallos, obedientes y solícitos, pero carceleros de un reo viejo y enfermo, decadente como su imperio que se desmorona, víctima de una gangrena que lo devora sin remisión. Luis XIV es interpretado magistralmente por el veterano Jean-Pierre Léaud, aquel pequeño héroe de Los 400 golpes de Truffaut y actor fetiche de la Nouvelle Vague. Ambientada de forma sobrecogedora y con una portentosa fotografía que recuerda las pinturas de Rembrant, durante casi dos horas asistimos a un desarrollo escénico que no por previsible es menos interesante. Deudora de una iconografía asfixiante reconocible con su época, de una complejidad expresiva que, con unas cuantas descriptivas imágenes nos aporta una información que necesitaría un montón de páginas de texto para describirse.
Uno de los momentos más emotivos es la conversación con su heredero, marcándole el camino de su futuro reinado, la entrega del poder desde el consejo fraternal para la corona de Francia. A través de una cuidada puesta en escena, realzada por la precisión de los encuadres, la película enfrenta el poder absoluto con la impotencia también desproporcionadamente absoluta. Y así hasta alcanzar el corazón mismo de la banalidad de la misma muerte en medio de un hedor insostenible. El director se sirve de una monumental obra religiosa de Mozart para ilustrar los momentos más trascendentales en la agonía del Rey Sol, el sublime Kirie de la Missa Solemnis, K-427 , música compuesta en 1783, muy posterior a la época del monarca, otro obra incompleta, como lo sería más tarde su célebre Réquiem inacabado por su precipitada muerte a los 36 años. Una obra para exquisitos sibaritas del buen cine.
De nuevo personalísimo trabajo del simpar Albert Serra, uno de nuestros exitosos (sí, exitosos he dicho) realizadores en los diversos festivales internacionales de cine donde presenta sus películas.
En este caso, le han concedido los franceses (es una co-producción con Francia) el prestigiosísimo y dificilísimo premio de conseguir: Jean Vigo, el único español que lo ha logrado y, en palabras del propio Serra: seré el último también . En fin… no digo nada porque a lo peor tendrá razón. Veremos…
Ciñendonos a esta peli, pues según dicen y parece que es cierto, es la más comercial, la de más fácil accesibilidad por parte del gran público. Y viéndola, no seré yo quien lo dude, pero pienso: Pues cómo serían las otras . Porque se trata del primer filme que veo de él.
Se trata, técnicamente, de un producto competente, con fotografía, sonido, iluminación e interpretaciones notables. Es pues, estéticamente eficaz.
Lo peor, pero que es su sello inconfundible, es el ritmo, lento, para muchos espectadores exasperante, pero que es verdad que contiene elementos y datos que son importantes, que le otorgan una pátina de no sólo calidad, sino incluso de interés. No ciertamente histórico sino humano, al confrontar a un ser otrora poderoso, con la Muerte, con la sensación de impotencia, tanto propia como de los médicos y charlatanes que tratan de salvarle la vida, sin ni siquiera saber a ciencia cierta lo que realmente tiene.
Una cinta muy peculiar, honesta y digna a carta cabal, pero muy minoritaria, de las que antes llamábamos de Arte y Ensayo .
Para gustos.
http://filmsencajatonta.blogspot.com.es
Jean-Pierre Léaud dio vida a Antoine Doinel en ‘Los 400 golpes’ (1959, François Truffaut). Hasta ayer ese había sido, para mí, su mejor papel. La estampa de Antoine corriendo hasta la playa es estación imprescindible en el itinerario de cualquier cinéfilo de cierta edad. El travelling interminable que se resuelve en un fundido encadenado –dando entrada a la música y el agua– siempre consigue emocionarme. Y el zoom final, la imagen congelada del rostro de Doinel…
Truffaut, Godard, Eustache y, algo más tarde, Kaurismäki, han hecho de Léaud un mito del cine de autor a la europea. Albert Serra, con ‘La muerte de Luis XIV’, cierra el círculo. La playa, en ‘Los 400 golpes’ era tanto un posible umbral de libertad como una última frontera. Más de medio siglo después, la última frontera no es otra que la muerte. Léaud ha pasado de ser Doinel –un niño desolado que huye a la carrera– a ser el ‘Roi Soleil’ atado al lecho por una pierna que se pudre.
El director catalán se toma el tiempo necesario, cuida hasta el extremo los detalles, rueda la agonía en primer plano, compone con la luz y el maquillaje –difícil no pensar en Rembrandt, Velázquez, Caravaggio… o en los cuadros nocturnos de La Tour–, mantiene la fijeza en los encuadres y mima los diálogos. Da vida a los doctores de Molière. Recrea la atmósfera malsana de la espera y sus vaivenes –el avance lento en la necrosis, la frágil remisión, la angustia o impaciencia por el desenlace que ponga fin al sufrimiento–. Describe rituales, ceremonias, que vistos hoy resultan bufos y cargados de ironía pero que fueron herramienta de sacralización y bandera de la educación más refinada y glamurosa de su época.
Nos regala un plano memorable, con el que Léaud –un mito cinematográfico que da vida a un mito de la Historia– culmina su labor profesional.
Durante varios minutos, mientras suena el Kyrie de la misa en do menor, K427, de Mozart, el Rey Sol sostiene la mirada. La música, al más puro estilo de Robert Bresson, nos lleva al reino de la estasis. Y Doinel, con aire entre inmortal y juguetón, parece susurrarnos con los ojos:
Le Cinéma, c’est moi.