La hierba errante
Sinopsis de la película
Remake de un film mudo dirigido por el propio Ozu en el año 1934. Narra la historia de un grupo de actores ambulantes que van a parar a una pequeña población de provincias. Allí el actor principal se reencuentra con una antigua amante y con un hijo ilegítimo.
Detalles de la película
- Titulo Original: Ukigusa (Floating Weeds) aka
- Año: 1959
- Duración: 128
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Opinión de la crítica
Película
7.9
75 valoraciones en total
Basile Doganis en su extraordinario ‘El silencio en el cine de Ozu’ y, siguiendo de cerca las etapas mostradas por Donald Richie en sus textos, describe los pasos que seguía Ozu para componer sus películas.
Así, la primera etapa habría consistido no en la escritura de un guion o de una intriga, algo que siempre le resultaba «aburrido» (…) sino en el dibujo (y ni siquiera en la verbalización) de algunas escenas en cartas, que luego mezclaba con su amigo y guionista Kogo Noda. La escritura, etapa también primordial, vendría más adelante, conviene aquí poner de relieve que, para Ozu, incluso el orden mismo de las escenas es menos importante que la presencia de algunas de ellas y de ciertas imágenes por las que sentía un especial apego, y en función de las cuales se desarrollarían el resto de etapas, montaje incluido, pasando por el rodaje, verdadera caza de la imagen previamente creada.
Una vez terminada la etapa de la escritura –la más difícil según Ozu–, todo ha de plegarse a esa preparación minuciosa.
Ozu, nos cuenta Basile, buscaba con ahínco y energía cada localización, como si no pudiera hallar reposo hasta encontrar el enclave justo e ideal.
Añade Alain Bergala que Ozu recreaba los apartamentos en estudio, no según la realidad y las proporciones de las casas japonesa, sino en función de las exigencias del rectángulo de la pantalla.
Todo en el cine de Ozu (cada detalle, cada objeto, la luz, los colores –o el juego de los grises–, la composición…) está pensado de forma extremadamente concienzuda. Y, sin embargo, en ningún otro autor es mayor que en él la sensación de vida. Llegar a la esencia de lo vivo y palpitante por medio del artificio más puro y depurado, es uno de sus logros más cumplidos.
La esencia de Ozu es la del cazador. Una vez dibujado el arquetipo (la imagen ideal), se lanza en busca de su representación. Construye una trampa perfecta (diagonales, actores o formas, proporciones) y aguarda en un silencio ritual. Da la voz de acción todas las veces que sea necesario. Hasta que la imagen quede presa en la bobina.
La célebre posición baja de la cámara –a la altura de los ojos de un hombre sentado en el tatami– tal vez ilustre cómo ha de mirar el ser humano el arquetipo. Desde abajo, siempre. Y siempre para arriba. En contrapicado leve.
Ozu camina por la caverna de Platón, pero no a tientas. Sabe lo que busca. Es arquitecto y cazador.
En ‘La hierba errante’ cada imagen es casi un arquetipo. Podría hablar de la cortina de agua en la separación, del fuego de los cigarrillos que reúne, nuevamente, a la pareja, de la lluvia de pétalo o papel, inexplicable y mágica, de la impresión de vida descubierta en cada fotograma. De esa manera de mirar como hacia ningún sitio. Baste decir que si la perfección fuera posible, ‘La hierba errante’ sería una película perfecta.
Este excelente film es un buen testimonio de la evolución de Yasujiro Ozu hacia un mundo único, preciso e inimitable, en su afán de perfección enfermiza sometida a las reglas impuestas por el propio cineasta. El film retrata a un hombre errante no sólo física sino también espiritualmente. Nuestro protagonista no solo carece de hogar fijo debido a su trabajo, también su forma de enfrentarse a la vida buscando una meta que no llega, aunque esa itinerancia le aporta la esperanza para continuar vivo. Sentimientos cruzados, verdades ocultas, celos traicioneros, indiferencia dolorosa, fracaso paterno, todo ello se refleja en esta fábula moral cargada de reflexiones morales.
Basada en una antigua película muda del propio director, se trata de un remake de Historia de una hierba errante, una de las obras más logradas de su primer periodo. El maestro nipón crea un film de una belleza plástica imponente, la iluminación de Kazuo Miyagawa, habitual colaborador de los films de Kurosawa otorga a La hierba errante una inusual exaltación cromática, muy superior a otras obras de Ozu en cuanto a fotografía. Este remake incrementa su interés respecto a la versión previa, pues todos los grandes maestros que realizaron nuevas versiones de antiguos trabajos, siempre lograron mejorar la anterior, cosa que no suele ocurrir en otros films que pretenden ser meras operaciones comerciales.
Su argumento es tan entrañable como un reencuentro con seres queridos: en un verano sofocante de calor, tras atracar en un pueblo costero japonés, una compañía de comediantes se instala provisionalmente en el lugar para escenificar una obra de teatro ante sus habitantes. Al mismo tiempo Kihachi, el patrón de la compañía aprovecha la ocasión para reencontrarse con una amante del pasado. Se trata de Oyoshi, mujer madura y madre de Kiyoshi, un joven hijo común de ambos que ignora quien fue su padre. A ellos se suman los celos de la joven Sumiko, actual pareja sentimental del director y actriz en la compañía.
La puesta en escena y composición es fiel al estilo técnico y personal del cineasta, sin apenas movimientos de cámara, prescinde del zoom y las panorámicas, siempre muy baja la cámara con planos medios y largos, su mirada siempre sencilla y diáfana. Ozu consigue plasmar aquello que él admiraba y presentía, el destello de una tradición y la irrupción de una modernidad cuya confrontación dialéctica dejó una honda huella en el costumbrismo japonés. Sus tramas son siempre sencillas y lineales, nunca se sirve del flash back, abordando la compleja fragilidad del ser humano con sus semejantes, con su particular ritmo pausado, pero al mismo tiempo con determinación, meticulosidad y una exhaustiva planificación, Ozu rodaba cada plano como si todo estuviera ya definido antes de poner la cámara en marcha. A estas alturas de su filmografía, Ozu alcanza una mayor delicadeza y profundidad, a la vez que adopta un cierto aire de ironía crítica debido a sus experiencias vividas. Una de sus mejores obras sin duda.
La relación entre cine y realidad puede dar como fruto dos opciones: que el uno trate de ceñirse a la otra al máximo, o que, a partir de ella, cree espacios cinematográficos. Si lo primero se consigue, el espectador tendrá la sensación de verosimilitud absoluta, mientras que si es lo segundo éste se encontrará en un mundo nuevo, en cierta medida emparentado con la realidad, pero ajeno a ella.
Rara vez se logra la unión de ambas posibilidades. Y eso es lo que obra Ozu en La hierba errante .
Desde el primer al último fotograma, se sirve de un estilo que se mantiene invariable y hermoso, un estilo que jamás hace ostentación con el espectador y siempre invitación. La geometría y el color de cada plano permiten intuir esfuerzos enormes en su preparación, y, sin embargo, según van sucediéndose éstos, sólo se observa fluidez y sencillez en su transcurso. Las transiciones de cada escena, lejos de suponer un trámite, están cargadas de belleza, perfectamente coreografiadas. Hojas de periódico, briznas a la luz de una lámpara, el tictac de un reloj, niño y anciano durmiendo… En esos instantes se siente palpitar la vida.
Y el componente humano. Los personajes no aparecen en la escena, sino que ya estaban en ella. La cámara parece sorprenderlos en todo momento, envueltos en pequeñas tramas, tan sencillas como las transiciones, no buscando el estallido sentimental, sino la emoción reposada. Emoción que acaba por inundar.
Cuando vemos esta película nos encontramos en la realidad cotidiana, realidad que sabemos que puede ser disonante, triste y vacía, y que, con el estilo de Ozu, se transforma en un universo armónico, bello y pleno.
Cine y vida se entrelazan de un modo que sólo un genio puede lograr.
No hay palabras que puedan describir lo que se siente ante una obra de este director japonés. Todos tendríamos que ver las películas de Ozu de rodillas y con los brazos en cruz, para intentar compensar el éxtasis casi místico que producen.
Al terminar de ver La hierba errante (y casi cualquier cosa que venga de él), sólo puedo decir que me embarga una sensación de plenitud indescriptible, como si ante mis ojos hubiera desfilado toda la sabiduría del mundo, expuesta a través de una belleza sublime, que me embota la cabeza impidiéndome razonar correctamente. Cada plano te transporta, te hace creer . Creer en el hombre, creer en Dios, creer en las segundas oportunidades, creer en la vida, creer en la esperanza… Creer hasta en los marcianos.
La hierba errante es una de las películas más ligeras de Ozu. La contemplación es menor (sin perder en ningún momento su capacidad de fascinación) y los géneros están más remarcados, partiendo de algo parecido a la comedia, siguiendo con algo parecido al melodrama y terminando con Ozu en estado puro. El vitalismo da lugar a la tristeza, que esconde asideros de esperanza en medio del más hondo pesimismo. Pero todo esto se presenta de la forma más amable posible, menos estridente (aunque quizás aquí algo más que en otras realizaciones suyas), libre de ataduras formales. Los temas son los de siempre: la descomposición familiar y el paso del tiempo. Todo en Ozu se reduce a eso.La acción está limitada a unos pocos días, pero ves en los personajes la huella de los años, con las heridas que dejan, las responsabilidades que crecen, la conciencia que se rebela en cualquier momento. Seguramente en esta película, por tratarse de las últimas de su carrera, sea todavía más patente ese sentido de crepúsculo, de fin y de comienzo, que viene a ser lo mismo, de paso de los años (nunca en balde pues el poso es indeleble), de miedo y esperanza. Porque siempre hay una segunda oportunidad y ningún drama es definitivo, nos viene a decir Ozu.
Y en medio de semejante tesitura, con todos los elementos sobre la mesa, llega el milagro definitivo: ¿cómo es posible que en una composición tan elaborada, tan artificiosa, tan absolutamente calculada (sí, tanta belleza no es posible), se respire una naturalidad que te hace creerte tan dentro de lo que ves? ¿Cómo es posible? ¡Es un milagro! El misterio Ozu.
Las aguas del río fluyen sin cesar. No se detienen en ninguna parte. Siguen inexorablemente su curso hasta el final, engullidas por el mar.
Muchos son como el río. No se sienten lo bastante tentados por ningún puerto, ninguna orilla, ningún refugio cálido en un recodo. Pasan con su ímpetu tumultuoso, refrescando el aire, su cantarín sonido rompiendo el silencio. Dejando frutos de su paso al regar las tierras fértiles.
No están hechos para quedarse.
Ella siempre lo ha sabido, y se conforma. Lo aceptó tal como era, agua nómada, hierba errante que seguiría su camino. Le regaló lo más precioso que le podía dar y se marchó.
Así son también esas compañías de teatro ambulante que conocen demasiado bien los estragos de la carretera, la dureza del cambio constante, una sucesión de pueblos y ciudades donde no siempre son acogidos con entusiasmo. No son buenos tiempos para el arte clásico, el kabuki languidece. Hoy día el público no entiende de esas cosas. Ozu dirige su particular y elegante elegía hacia la progresiva pérdida de algunas hermosas tradiciones ancestrales, devoradas por la velocidad de esta era moderna.
El actor maduro que ha conocido épocas mejores, el agua nómada, la hierba errante, ya no muy lejos de su desembocadura, regresa a este pequeño puerto donde quedó el más preciado fruto de sus andanzas, pues por muy inquietos que uno tenga los pies, la sangre es más espesa que el agua.
El tórrido verano abrasa y todo el mundo, ya sea lugareño o forastero, se derrite con resignación, abanicándose con parsimonia, sentados sobre los suelos de madera, bebiendo sake y fumando. No hay prisa en los ademanes, las conversaciones son parcas, un ritual de cotidianas fórmulas corteses, educadas sonrisas y silencios sutiles. La impaciencia, la pérdida de la compostura, son graves faltas a la etiqueta y solamente un ocasional arrebato muy pasional e impulsivo, motivado por algún momento crítico, llegará a romper la contención usual de los modales.
La cámara discreta pero observadora, situada a una media altura estratégica, capta con un tacto excepcional el ocaso del gran actor en horas bajas, que presintiendo la vejez en los huesos siente la llamada de la sangre, del mañana joven que comenzará un ciclo nuevo después del que él pronto cerrará.
Ella volverá a recibirlo como al viejo amigo por el que ya no siente aquella lejana pasión de juventud. Permanece un cariño fraternal y no experimenta celos de otras mujeres de las que él se encapriche. Nunca ha pretendido ser la única en su inestable corazón. Lo conoce bien. No es hombre de una sola mujer. Pero ella sí es mujer de un solo hombre. No ha habido otro y fue suficiente con amarle a él durante aquel breve romance.
Él ha regresado con su compañía teatral y su controladora amante para ofrecer sus representaciones y visitar a su pequeña familia. En este verano ardiente muchas cosas van a dar un giro drástico, como el agua del río que tras una tormenta cambia su curso.
Y todo esto lo filmó Ozu con la fotografía más bella del cine oriental de antaño, captando la atmósfera de lo cotidiano donde la vida, como el río, fluye suavemente con su mezcla de esperanza y melancolía, marchando siempre con ilusión hacia adelante y añorando siempre todas las orillas a las que ya no podrá retornar.