El poder invisible
Sinopsis de la película
Durante una terrible noche de borrasca, el policía Johnny DAmico es testigo de un asesinato en plena calle. El asesino asegura que es policía y mientras muestra una falsa placa de identificación, aprovecha para escapar.
Detalles de la película
- Titulo Original: The Mob aka
- Año: 1951
- Duración: 87
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Opinión de la crítica
Película
7
84 valoraciones en total
Unos pocos años antes de que se estrenara la célebre película a la que alude el título, Robert Parrish se acercaba en este eficaz filme a algunos de los temas característicos de la delincuencia portuaria, en este caso centrándose especialmente en el retrato de un mundo opaco, dominado por la corrupción y las apariencias.
El argumento nos presenta a un policía infiltrado que trata de desentrañar el entramado criminal que domina los muelles, por lo que deberá hacerse pasar por un trabajador de los mismos, aunque haciendo todo lo posible por aproximarse a las malas compañías. El retrato del ambiente portuario, aunque sucinto, resulta eficaz, transmitiendo el temor de los trabajadores, sometidos al dominio de la mafia, cuyo jefe permanece en la sombra pero controlándolo todo. Hay también acertados apuntes acerca de la escasa remuneración de los policías, y también de la brutalidad y falta de escrúpulos con los que tratan a sospechosos, circunstancia que aquí se vincula a la corrupción de alguno de los primeros. Pero lo más característico de la película es que casi ningún personaje es quien parece ser, desde el protagonista, que como infiltrado interpreta un papel, pasando por la gran mayoría de secundarios, apenas ninguno es sincero, lo que ayuda a potenciar esa sensación de desconfianza y apariencia que domina la cinta.
Realizada conforme a los parámetros habituales del género, la película cuenta con una fotografía contrastada y nocturna, buenas secuencias de pelea (la del almacén) y originales ejemplos de seguimientos policiales, a lo que cabe añadir algún plano meritorio (el final del malo ). Además, el guión hace avanzar eficazmente la historia, y aunque los personajes no posean gran riqueza ni matices, esa carencia se compensa con algunos diálogos estupendos, duros y secos, siendo los mejores los que sostiene el protagonista con el recepcionista del hotel, llenos de cinismo e ironía. Las intepretaciones, francamente buenas, redondean el resultado, desde los estupendos secundarios (Neville Brand, Jay Adler, Ernest Borgnine, etc) hasta el protagonista, un excelente Broderick Crawford, al que el papel le vino como anillo al dedo.
Se hacía buen cine entonces. Lo importante era un buen guión, los efectos especiales era lo de menos. No se estilaba, por lo que fuera. Hay que dar el valor que se merece a estas películas porque el trabajo realizado logra un buen conjunto casi siempre, son obras válidas y que perduran. Es el cine negro de antes. De grandes detalles.
Broderick Crawford es un policía duro. No sólo por la pinta sino que el director le hace moverse por su apartamento con una botella de tercio de cerveza de un lado para otro. Con esto quiere decir que si se toma en un bareto un vino blanco y una cerveza, a pares, no es que tema al poder invisible, ni que quiera aparentar ser muy duro, sino que bebe a base de bien, sin problemas, desde que se levanta por las mañanas.
Cuando coge un arma, no coge una pistola, se guarda dos. Porque además de duro, es un poli listo. En el cine negro no hay cabida para los tontos o graciosillos, no es para polis blandengues de los que piden al camarero un descafeinado con leche, por favor. Y sacarina. Tampoco hay cabida para criminales finolis. Los criminales son del tipo Lang. Los psicópatas. Los que alucinan torturando. A hombres y a mujeres. Los traidores. Los que se ocultan en la oscuridad y mantienen su personalidad en secreto.
Y los chivatos son todos de la peor especie. Nunca un chivato ha sido el protagonista de una peli de cine negro. El chivato muere y nadie le echa de menos. Nadie tiene compasión por un chivato, ni el espectador siente pena alguna por ver un chivato muerto en la calle en medio de un charco de sangre. El espectador lo que quiere es que el poli duro agarre al asesino para que pague. Pero no porque haya matado a un chivato, sino porque todos queremos que alguien pague el pato. Porque a nosotros nos toca muchas veces pagar el pato y ya está bien.
El poder es invisible, pero se mueve por espacios bien visibles. Se mueve entre medias de mujeres, entre medias de matones y de trabajadores que te apartarán a un lado a la mínima. Entre garitos sucios y entre policías corruptos. Hoy día es muy difícil que alguien pudiera sobrevivir si se metiera en el cine negro de antes. Hay mucha mariconería.
Broderick Crawford encarna al teniente Damico que se ve obligado por su jefe a introducirse en los ambientes mafiosos del puerto de Baltimore haciéndose pasar por delincuente, en este espléndido relato dirigido con gran habilidad por Robert Parrish en su segunda película, después de la buena impresión dejada en su debut Cry Danger estrenada el mismo año. Con un reparto estelar de malvados secundarios -Ernst Borgnine, Neville Brand y el apergaminado John Marley y hasta una fugaz aparición de Charles Bronson- es una depuradísima crónica de hoteles de mala muerte, violencia en los muelles, polis corruptos –y torturadores- llevado a cabo con una gran eficacia narrativa, buenos diálogos, una gran atmósfera y el buen hacer de Broderick Crawford todo ello en menos de 90 minutos. ¿Quién puede pedir más? Buena película.
Para el espectador contemporáneo, acostumbrado a un tiempo en el que las producciones abundan en banalidad y extrema pobreza creativa, asistir a cualquier gran obra del cine clásico conlleva comprobar el contraste que, con los años, se ha implantado entre dos mundos tan alejados. Me explico. Resulta verdaderamente difícil hoy en día encontrar historias tan bien contadas, con un sentido del ritmo tan apabullante y unas propuestas formas de formidable coherencia. Créanselo: ver un western o un film noir de los años 40 o 50 se ha convertido para mí, con el tiempo, en un auténtico oasis, una especie de pompa en la que me sumerjo gozando cada minuto con una forma de hacer cine que, por infinitas circunstancias, ya no se hace. O apenas. Y ya no me refiero a las célebres obras maestras de esta época dorada, desde Laura hasta Atraco perfecto, por poner dos ejemplos, pasando por el numeroso conjunto de grandes historias en las que destacaron los filmes de Lang, Walsh o Hawks.
Me refiero, esta vez, a pequeñas joyas, a producciones de presupuesto más discreto (a menudo he acabado boquiabierto con la serie B de estos años), a obras menores de directores que, no obstante, conservaban en ellas ese sello de calidad que venía garantizado por la narrativa cinematográfica americana. Hollywood se pobló de películas como estas, porque cada año se sacaban muchísimas, aunque no de bazofia tan generalizada como hoy día. Poder invisible es un excelente ejemplo de esto. Coetánea a la inolvidable Ley del silencio de Elia Kazan, comparte con ella algo más: la temática y el ambiente de los muelles portuarios de una ciudad de la costa Este. Ya saben: la mafia controlando el tráfico comercial, nadie sabe nada, policías corruptos, estibadores lacónicos y explotados, matones y demás chusma callejera, y una nación con una economía imparable llena de claroscuros. Capitalismo desenfrenado y sindicatos silenciados o controlados. El país se construye, se enriquece, a base de una circulación descomunal de capitales, una producción infatigable, una riqueza natural considerable, y una mano de obra inmigrante que sólo persigue el sueño americano. O sobrevivir.
La política de Macarthy que alguien ha señalado para este contexto me parece oportuna. Esta especie de terror a la delación y a la infamia se traduce, en el guión, en una persistente amenaza de traiciones y dobles caras que conduce al espectador en todo momento hacia la duda y la sospecha. Esa oscura ambigüedad que es parte esencial del género. El protagonista, un detective corriente, grandullón y honesto, se ve inmerso en una trama que no necesita ser intrincada para convertirnos en adictos y que engarza perfectamente con toda esa tradición de novelas negras en las que el argumento tiene unos estereotipos, unos esquemas, unos iconos, unas metáforas que fueron siempre las mismas, pero modificadas de alguna manera por cada autor y cada cineasta. Broderick Crawford construye un personaje al estilo Bogart, lleno de ironía, chulesco, socarrón, cínico, aunque si cabe más feo y vulgar. Y enormemente contradictorio, humano, cuando lo ves hacer un papel dentro de otro papel. Los diálogos son cortantes, secos, directos, tan magníficos como los mejores del noir, presten atención al intercambio de balazos dialécticos con el hostalero o con la rubia.
Parrish no da descanso en la narración, algo normal en las películas que se destilaban por aquellos años. Hace, de un guión sencillo, pura orfebrería en el arte de contar una historia. Y se mueve como pez en el agua al recrear ese ambiente peligroso, lúgubre y podrido que es el muelle de una gran ciudad, donde el proletario se ve envuelto en peleas, alcoholismo y tratos sucios con capos del crimen organizado. A partir de ahora, recordaré a Broderick Crawford como el irlandés provocador que siempre pedía en la taberna una jarra de cerveza junto a una copa de vino blanco. Son imágenes que permanecen. Las gabardinas, los sombreros, los revólveres, las calles encharcadas y las alcantarillas humeantes, las putas y los desempleados, los bajos fondos, en fin, son el decorado del que uno piensa: menudo sitio por el que se mueve esta gentuza. Y parece hasta fácil, pero ya no se hacen películas como ésta.
Adaptación de una novela de Ferguson Findley, El poder invisible es el título que recibió en nuestro país The Mob, que podría ser traducido como La mafia, un film dirigido en 1951 por un interesante y poco conocido realizador de cine, Robert Parrish. Parrish trabajó en los departamentos de montaje y sonido para directores como John Ford o Robert Rossen, de los que sin duda debió aprender lo suyo, ya que su filmografía como director, sin ser un prodigio de calidad, es mucho más interesante de lo que aparenta y guarda no poco buenos films, como los westerns Más rápido que el viento y Más allá de Río Grande, o si nos centramos en el cine negro, películas como Grito de terror o el film que hoy precisamente nos ocupa. Nacido en Columbos (Georgia) el 4 de enero de 1916, Robert Parrish, dio, sigue y seguirá siempre dando vueltas y más vueltas por todas las pantallas del mundo, gracias a uno de sus primeros trabajos en el cine, él es el cruel niño vendedor de periódicos, el golfillo de acera que tira bolitas con un canuto a la nuca de Chaplin en la sublime escena final de Luces de la ciudad.
Con un ritmo trepidante, diálogos inteligentes, una fotografía impecable, un casting inmejorable y estupendas actuaciones, The Mob es sin dudas una de las gemas ocultas o poco conocidas del cine policial. Su guion es impecable, lleno de sorpresas y cambios. La brillante interpretación de Broderick Crawford, en un papel justo a su medida, merece una mención aparte, duro entre los duros, pero con un corazón de oro, Crawford/Damico impondrá la ley ante quien se le interponga en el camino, aunque sean malhechores interpretados por íconos como Charles Bronson (en uno de sus primeros papeles) o Ernest Bornigne. Joseph Walker, que había sido operador de fotografía para directores como Frank Capra, realiza aquí uno de sus últimos trabajos, está fantástico, logrando crear una atmósfera sombría que va ganando en oscuridad según se acerca su desenlace.
Un estimulante ejemplo de buen cine tan vivaz como directo e ingenioso, una vibrante obra de cine negro, desgraciadamente poco conocida y que desvela a Parrish como un ejemplar narrador, sabio artífice de elipsis, condensando muy bien la acción en menos de hora y media. Eran otros tiempos, en los que se podían contar historia densas en menos tiempo que el que hoy necesitan algunos para narrar una premisa.