El niño de la bicicleta
Sinopsis de la película
Cyril, un niño de once años, se escapa del hogar de acogida, donde su padre lo dejó después de prometerle que volvería a buscarlo. Lo que Cyril se propone es encontrarlo. Después de llamar en vano a la puerta del apartamento donde vivían, para eludir la persecución del personal del hospicio, se refugia en un gabinete médico y se echa en brazos de una joven sentada en la sala de espera. Así es como, por pura casualidad, conoce a Samantha, una peluquera que le permite quedarse con ella los fines de semana.
Detalles de la película
- Titulo Original: Le gamin au vélo (The Kid with a Bike)
- Año: 2011
- Duración: 87
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Opinión de la crítica
Película
6.8
72 valoraciones en total
Los Dardenne apuestan por la sobriedad y dan en la diana. No es necesario un dramón lacrimógeno para que la crisis de Cyril se exprese con más contundencia. Con reunir a un puñado de buenos actores, usar una cámara corriente y contar una historia de las que incomodan tienen suficiente para colarse entre el cine más preeminente del año.
Extendiendo los ecos de Los 400 golpes de Truffaut en el siglo veintiuno, Cyril sufre la pesadilla de ser un hijo rechazado. No sabemos nada de su madre (seguramente fallecida, o huida del hogar, nada se menciona), y su padre no quiere seguir siendo responsable de su tutela. Tampoco hay abuelos ni otros parientes por ninguna parte.
El chico, trasladado a un centro de acogida, se niega a asumir la indiferencia paterna. Busca excusas para su silencio, para su ausencia, lo justifica por no ir a verle. Considera el centro, cuyos cuidadores se preocupan por él cuanto pueden, una jaula provisional de la que está loco por fugarse, a la espera de que su padre vuelva. En una de sus escapadas, conmueve a una peluquera que accede a acogerlo los fines de semana y darle su apoyo. Cyril tendrá que abrir los ojos a la verdad: su padre se ha desprendido de él.
Entre la decepción, los peligros que acechan a un crío en situación muy vulnerable y el paciente cariño de Samantha, el corazón se nos sube a la boca pidiendo que haya otra oportunidad para el chico, que no se pierda, que supere pasito a paso sus problemas y que acepte cerrar un episodio acabado y apreciar el que ahora empieza.
Es duro asistir al derrumbe de los cimientos de un buen chaval que ha de encontrar el modo de cerrar página, rehacerse, madurar y reabrirse a otro amor, pese al abrumador lastre de que los que más deberían haberle querido lo dejaron en la estacada.
El amor se da o se recibe, nunca se implora. El niño de la nueva película de los hermanos Dardenne inicia un viaje desesperado por recuperar su bicicleta, aunque realmente lo que está demandando es el amor, el afecto, el cariño, la comprensión de un padre irresponsable. Su carácter es airado, actúa a modo de impulsos y parece retraido: tiene rabia e impotencia, sabe que esta es su última oportunidad de recuperar la normalidad en su vida y no la va a desaprovechar. Y como el amor más bonito es el que nace del desinterés y la empatía, el chico recibe la inesperada ayuda de una joven que hará de madre, maestra y tutora.
No busquen en El niño de la bicicleta una nueva tragedia para ese mosaico de personajes desestructurados que es el cine de los Dardenne. Jérémie Renier, quien interpretara el prototípico joven a la deriva e irresponsable de los directores, es aquí la figura paterna esquiva que da el relevo al joven Thomas Doret, un niño con nervio, un portento, la revelación del año. Después de más de una década hablando de padres e hijos, los seres que habitan el mundo ficticio pero posible de los Dardenne se han revelado. En un tiempo de crisis económica, los sabios belgas han entendido que otro relato de miserias sociales y existenciales no hubiera sido lo más adecuado. Con El niño de la bicicleta, el cine de los Dardenne abraza la esperanza como nunca antes lo había hecho. Para lograrlo, vuelve a recurrir a los planos directos e impudorosos marca de la casa, pero sus imágenes tienen alma y calor. Hablan del amor, sobre todo, de la fidelidad y del perdón, sin moralinas, sin discursos fáciles, sin recurrir a obviedades, sin que el seguidor de los Dardenne detecte la fatiga de un estilo visual que con El silencio de Lorna parecía acabado.
El niño de la bicicleta es un cuento emocionante, lleno de vida, viene a decirnos que no podemos vivir de espaldas a los que sufren, que cada ciudadano es responsable de las diferencias sociales y tensiones que pueblan las calles de una Europa plural y patas arriba, y que todos tenemos el derecho de recibir una seguna oportunidad. Aunque el futuro continúe siendo incierto y los peligros de la marginación social, la delincuencia, la drogadicción y el desempleo sigan acechando, el niño del film ha nacido para luchar. Y por primera vez, puede vencer. Nos quedamos con eso: aunque el mundo se vaya a pique, un final feliz es posible. Un gran mensaje, sorprendente si viene de parte de dos de los más grandes pesimistas, críticos y escépticos del cine europeo. Una gran película.
Xavier Vidal, Cinoscar & Rarities
O acaso el joven Antoine Doinel buscando una salida: hay un largo travelling siguiendo al niño mientras pedalea frenética y desesperadamente hacia no sabe dónde.
Esta película de los Dardenne —la primera que veo de ellos, por lo que no puedo establecer juicios comparativos con su anterior producción— ofrece estallidos de gran cine, entre los cuales:
– Un estupendo dibujo de los dos personajes principales: el niño, Cyril, presentado sin edulcorantes ni eufemismos, con las reacciones de hosquedad e incluso agresividad que se podrían dar perfectamente en un caso real con las terribles circunstancias que le han tocado vivir, y la mujer que lo acoge, Samantha (de la que, tal como han expresado los directores en las entrevistas promocionales, se dejan sus motivaciones más íntimas —pienso que acertadamente— a la libre interpretación del espectador), ambos más que excelentemente interpretados por Cécile De France y ese gran descubrimiento llamado Thomas Doret.
– Un guión que maneja muy bien las elipsis y dónde no son los grandes actos, sino las pequeñas acciones mostradas en su absoluta naturalidad, sin grandilocuencia alguna (el primer abrazo, la primera sonrisa compartida, la primera petición de perdón…), las que marcan los puntos de inflexión emocional, y llegan a sobrecogernos.
-Una cámara en mano que nos lleva del brazo de los personajes, de manera casi dolorosa en su realismo fotográfico, y que sabe moverse acompasándose a sus diferentes estados de ánimo.
– Un uso muy trabajado del sonido (me parece especialmente ejemplar la patética escena del niño con el padre que le repudia, en el restaurante dónde éste trabaja, con los utensilios de la cocina creando un fondo sonoro metálico e impersonal que revela el total desapego afectivo del progenitor). En el mismo sentido, resulta acertadísimo el uso de la música (tan solo breves compases iniciales del concierto Emperador de Beethoven, siempre en momentos muy puntuales y bien escogidos, hasta su eclosión final ya en los títulos de crédito).
En definitiva, una punzante pero al mismo tiempo bella y tierna historia sobre la búsqueda del cariño y el amor, con la cruel aceptación de su ausencia allá dónde debería darse, pero al mismo tiempo con su refulgente aparición dónde menos se esperaba: la pura y genuina gratuidad del amor incondicional que finalmente nos reconcilia con lo mejor de la condición humana.
(Otros aspectos de la película serán tratados en la zona spoiler, al contener datos esenciales del argumento).
Verano, cámara al hombro y a rodar.
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La presentación es excelente.
Por un lado, un niño nervioso, arisco, con el ceño fruncido y la necesidad de un padre que lo quiera.
Por otro una mujer serena, hermosa y fuerte.
Un encuentro casual, desesperado. En el que, sin explicaciones, el uno ofrece al otro lo que el otro necesita. El contacto físico es crispado y tiene magia.
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La cámara nerviosa que persigue al chico, trata de atraparlo en sus encuadres restringidos. Pero el niño escapa, una y otra vez. El encuadre es demasiado estrecho como para retenerlo. La idea, fondo y forma, es sobria y adecuada.
El sonido, medido en sus detalles. La música, un único fragmento del adagio del concierto ‘Emperador’, dosificado, creando pausas o momentos de gran intensidad. Todo a la manera de Robert Bresson –la referencia es obligada.
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Es una cinta de dos personajes: Samantha y Cyril.
Jérémie Renier (el actor que interpreta al padre que no es padre) mantiene el tipo en un papel breve y difícil.
El resto, sobra.
La película comienza a naufragar cuando intervienen otros personajes: el novio-mueble de Samantha, el macarra pretendidamente carismático que carece por completo de carisma, el librero extraterrestre… por citar sólo a los más relevantes.
Si la cinta hubiera renunciado a todos ellos y se hubiese centrado en la relación entre Samantha y Cyril, tendríamos un muy buen mediometraje. La historia de dos almas que se encuentran y acompañan.
El final, en mi opinión, es un puro descalabro.
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Dice Luc Dardenne: Lo que sí queríamos reflejar con la mayor exactitud posible era ese sentimiento de apertura y de intercambio.
En un travelling luminoso, a la orilla del río, Samantha y Cyril avanzan en sus bicicletas. El plano es muy abierto (hablo de memoria, pero no me extrañaría que fuera el plano de mayor duración y el encuadre más abierto de la cinta), desborda de aire y de felicidad. Se detienen, al mismo tiempo que la propia cámara. Cambian de bici. La cámara permanece detenida (ha pasado, sutilmente, de mirar hacia atrás a mirar hacia delante). Se alejan, de espaldas, con un puente al fondo –un puente que no llega a entrar en cuadro hasta que no se ha producido el cambio de las bicis.
Un puente que une dos orillas.
A veces, cuando leo críticas en los periódicos y revistas sobre ciertas películas, no deja de sorprenderme lo agudos y listos que son la mayoría de críticos especializados y lo limitado que puedo llegar a ser yo con mis valoraciones. Es lo que me ocurre con El niño de la bicicleta . Yo no le doy más vueltas al asunto y en mi simpleza la califico como una película sin fuerza, sin alma, sin chispa. Valoro mucho las magníficas interpretaciones de Cécile De France y de Thomas Doret, y con eso me quedo. En cuanto al final de la película, como en el cine de hoy en día todo vale, pues… vale cortarla cómo y cuándo al director o directores de turno les de la gana.
Sin embargo, los críticos de verdad ven en ella una película magistral, una lección de cine, un gran ejercicio de concisión narrativa (sí, sobre todo en su final) etc, etc, etc… A mí me parece que ven más de lo que hay, pero en fin.
Es cierto que los Dardenne no caen en la sensiblería, son secos, cortantes. No hay concesiones de cara a la galería (de hecho no paran de marearnos con sus movimientos de cámara). Pero la galería exige un producto completo, no a trozos. Y exige, sobre todo, no salir de la sala con la sensación de que le han escatimado algo.