El hijo de Saúl
Sinopsis de la película
En el año 1944, durante el horror del campo de concentración de Auschwitz, un prisionero judío húngaro llamado Saul, miembro de los Sonderkommando -encargados de quemar los cadáveres de los prisioneros gaseados nada más llegar al campo y limpiar las cámaras de gas-, encuentra cierta supervivencia moral tratando de salvar de los hornos crematorios el cuerpo de un niño que toma como su hijo.
Detalles de la película
- Titulo Original: Saul fia (Son of Saul)
- Año: 2015
- Duración: 107
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Opinión de la crítica
Película
6.6
22 valoraciones en total
László Nemes, quien fuera ayudante de cámara de Béla Tarr, discípulo suyo si apuramos, se arriesga ahora en la dirección de su primer largometraje, Saul fia (Son of Saul), en el que nos invita a pasar un día trabajando en un campo de concentración nazi, o más bien a acompañar a Saúl, un húngaro judío que trabaja para una Sonderkommando, un grupo de prisioneros judíos que ayudan a los nazis en su maquinaria de exterminación, limpiando detrás de sus masacres, pero todo cambia cuando Saúl encuentra el cuerpo de un niño que toma como su hijo, y al que buscará, por todos los medios, una salvación eterna.
Nemes bebe de una técnica sublime, aunque acude para ello a recursos clásicos que dan más intesidad y realismo a su historia: rueda en 35 mm., con un formato de 4:3, primeros planos con cámara al hombro, y una concatenación de largos planos secuencias que consiguen meter al espectador en los horrores del lugar y participar de la odisea de Saúl, convirtiéndonos en un prisionero más. Resulta curioso que un tema tan manido como holocaustosto judío pueda seguir dando trabajos que aún sorprendan. Nemes debuta por todo lo alto, resultando certero, artesano y asfixiante, y eso lo consigue centrándose únicamente (en su gran mayoría) en el torso de Saúl, mostrando su rostro o siguiendo sus pasos tras su clara meta, recurso éste también muy recurrente en el cine. Nemes dibuja y enfoca así un personaje exquisito: un alma desgarrada, un rostro enloquecido, un cuerpo aprisionado, y es Géza Röhrig (también debutante) quien le da vida, reflejando a la perfección la desesperación de su personaje, un trabajo de vital importancia, más teniendo en cuenta que todo lo vivimos a través de sus expresiones, de sus acciones y de los lugares que él visita. No hay paso que dé que nos podamos perder.
Nemes se atreve a introducir una visión semi-religiosa de la salvación del espíritu en ese entorno donde lo terrenal queda condenado por decisión del hombre. Su meta será salvar el último resquicio de inocencia que queda en el mundo cruel que le ha tocado vivir a Saúl, con los horrores que ha tenido que ver, escuchar, sentir y oler, y es ahí donde Son of Saul ha conseguido cautivar y calar más hondo en su proceso narrativo, que corría el riesgo de ser repetitivo y, sin embargo, ha logrado que se pueda ver un atisbo de originalidad en su presentación. A ello ayuda también su larga experiencia al lado de uno de los maestros del cine sensorial, haciendo suyo ese bonito arte de expresar, sin recurrir al llamado sentimentalismo fácil ni al oscuro recurso del posicionamiento obvio. Un brillante ejercicio al servicio de la técnica.
Son of Saul es descorazonadora, arrolladora, asfixiante y explosiva, una historia que te arrastra hasta una de las peores pesadillas de la historia, y, aún así, se agradece su trabajo realista y alejado de todo convencionalismo. Todo ello me hace pensar que, de seguir esta línea, oiremos hablar mucho, y eso espero, de László Nemes.
El mayor de los logros de este film es a la vez su talón de Aquiles.
Por un lado, el empecinamiento del director por pegar la cámara al protagonista durante todo el metraje es un acierto por cuando la narración se sustenta bajo ese único punto de vista y presenta un cierto grado de novedad en la narración cinematográfica.
Por el otro lado, ese mismo acierto se convierte en un gran error porque los contínuos planos-selfie de Saúl desde todos los ángulos posibles, aunque principalmente en primer plano o plano medio, se acaban atragantando en la mente del espectador, hambriento por ver algún plano general o algunos planos en los que no aparezca ni la sombra del protagonista.
El retrato de la vida en un campo de concentración no transmite (salvo alguna secuencia) ni la fuerza, ni el drama, ni la realidad del horror que sí han conseguido con maestría otras obras cinematográficas basadas en la 2a Guerra Mundial (La lista de Schindler, El pianista, El niño con el pijama de rayas, etc). Los casi nulos planos en los que no aparece Saúl són insuficientes para implicar al espectador en la trama, ni tampoco ayuda utilizar la poca profundidad de campo para impedir ver lo poco que el plano nos dejaría ver del fondo del encuadre.
Las interpretaciones de prácticamente todo el reparto són planas y lineales, haciendo difícil empatizar ni tan sólo con Saúl. Aparte, la atrevida propuesta narrativa del realizador (Gopro pegada a Géza Röhrig cual loro en el hombro de Long John Silver) podría haber sido mas bien una buena excusa para mantener bajo el presupuesto del film pues éste carece de planos generales ni de mucho menos, grandes planos generales… planos que por otra parte, se echan en falta y que habrían obligado a desplegar más medios, más attrezzo, más escenarios, más dirección artística, más extras… mayor presupuesto.
Poco más a destacar de una película sin alma en la que se sale del cine casi con con la misma indiferencia con la que se entra, un intento del director por rubricar su propio cine de autor pero que se queda precisamente en eso, en un intento… fallido.
(…) ¿Qué son cien millones de muertos? Cuando se ha hecho la guerra apenas sabe ya nadie lo que es un muerto. Y además un hombre muerto solamente tiene peso cuando lo ha visto uno muerto, cien millones de cadáveres, sembrados a través de la historia, no son más que humo en la imaginación.
Para el hombre actual y el venidero, el Holocausto es y será un hecho terrorífico, que le ha pasado a otros. Un horror pretérito y nubloso, prestado por los que sí lo vivieron. Podemos escudriñar aquella lejana infamia, confeccionándola en las imprecisas manos de nuestra imaginación, podemos horrorizarnos, y deshacerlo todo cuando nos asustemos demasiado.
La cámara de Nemes, al empezar la película, está suspendida en ese humo en la imaginación del que hablaba Camus. Entonces, extrae una unidad de la vasta cifra anónima: esta cifra se llama Saúl. La cámara le enfoca y, de pronto, se vuelve nítida en su ajado rostro.
…
Físico
Si esto es un hombre, la crónica de los campos de exterminio de Primo Levi, es un texto de tintes ensayísticos. El documental Shoah es palabra testimonial. La lista de Schindler, academicismo. László Nemes propone la experiencia física. El estilo es cercano al de los Dardenne, pero el escenario es el de la pesadilla de Idi i smotri. El director húngaro consigue algo similar a que el espectador camine en el infierno. Saúl no mira, pero todo está ahí, el abismo de los márgenes de la cámara está poblado de cadáveres, y el espectador lo sabe. El escalofrío, al que acompaña una enloquecedora partitura de lamentos en segundo y tercer plano, es inenarrable.
Arquitectura
Las unidades de trabajo (kommandos), las relaciones de los Häftling (cruelmente numerados todos) con el Kapo, el Ka-be… El organigrama y las dependencias se intuyen, pero Nemes obliga a la desorientación del que es usado como bestia de carga. Trastabillamos por el Lager, absorbidos en el caos forzado y absurdo de la inflexibilidad nazi (aquí hay más mesura técnica, pero me acuerdo de la entrada al Rectum, en Irreversible).
Lo que realmente sorprende de esta película es el inteligente uso de la técnica al servicio de la narración. La insistencia con los planos secuencia, la constante dorsalidad del protagonista y el uso del fuera de campo confirman que la posición de la cámara es una elección moral y no estética. Dicho de otra forma, los planos no están allí porque quedan bonitos. Los planos tienen una función clara al margen del texto y las carantoñas de los actores. Damas y caballeros, les presento algo en peligro de extinción: cine puro y duro.
Tres hurras por László.
– No cortes, leches.
El plano secuencia te aleja del corte, del montaje, del cine, y por contra, te acerca al terreno del teatro, del relato sinfín. La proyección de uno mismo es inmediata y palpable. El tedio, el silencio, lo que no-interesa y lo que no-sucede son retratados y filmados. Con el plano secuencia se aumenta la sensación de estar allí.
– La dorsalidad nos condena.
Su espalda nos obliga a ir siempre detrás. A perseguir. A no ver. A no llegar o a llegar tarde. A no estar donde-toca. Cierta sensación de hacerlo mal. De perder el norte. De perder el sentido. Y sobre todo, de ser un perro. Un perro atado a no más de un metro de distancia. La relación de ideas es inmediata. Correas para ellos, cadenas para el público. Es difícil no tener sensación de asfixia. De agobio. De desconcierto. De cárcel. De campo de concentración. Por más que quieras, László no te suelta. Esa sensación queda evidente con el último plano. El bofetón es casi milagroso. No lo digo yo, lo dice la cámara.
– Y lo mejor. Querer ver y no poder.
¿Porque no ver? Venga va. Hagamos un ejercicio de sinceridad y huyamos de esas lecturas manidas sobre la construcción del horror en nuestra imaginación. Algunos no somos tan brillantes como para asustarnos de lo que imaginamos. Lo que realmente inquieta es no poder ver. El cerebro en su actitud insaciable quiere resultados. Quiere saber el final de las historias y sobre todo quiere ver los peligros que hay a su alrededor. No ver, se percibe con impotencia, vacío y sobretodo, desesperación. Uno se pone realmente nervioso. El acierto para acercarse a ese infierno nazi es innegable. No ver, afecta directamente a nuestra voluntad y por ello a nuestra libertad.
Lászlo Nemes en su opera prima y mediante un uso inteligente del lenguaje, nos encadena y nos priva de la libertad de ver. No se si es la mejor forma de acercarse a Auschwitz, pero sin duda es de las más sensatas y decentes. Y a estas alturas, sorprender con otra película de nazis y judíos no es nada fácil. Hip! Hip!
¡Ah! y lo que diga Boyero, ni caso.
¡Hurra!
¿No me dirás que te ha gustado? Me pregunta amenazante una simpática señora a la salida de la sala de cine. Ahora que está tan de moda indignarse entendí su enfado, no tan dirigido a los autores húngaros como a los críticos patrios. No se puede engañar a nuestros mayores con tanto titular grandilocuente. ¡La ponían por las nubes! Me increpa, y eso que no llevo libreta y bolígrafo.
No dudo de que El Hijo de Saúl sea disfrutable, pero no es así para todos los públicos. No es cine comercial, ni siquiera es para los amantes de ese cine pausado de imagen tan europeo. Está dirigida a una audiencia muy capaz y selecta. Para mí ha sido el mejor rato del año, empatado con mi última visita al dentista.
La atmósfera es interesante, se intuye una recreación honesta de los campos de concentración alemanes, pero sólo eso: se intuye. Porque no consigo ver nada, con una profundidad de campo tan reducida la pantalla se limita a unos hombros y una cabeza. Todo alrededor queda difuminado, demasiados minutos de metraje lo que veo no participa de la narración, no me cuenta nada. La historia llega al espectador, al que se le exige una concentración forzada, a través del oído, de tal forma que con una pequeña adaptación valdría como historia radiofónica. Por momentos se convierte en una novela sin descripciones, requiriendo un ejercicio de imaginación exagerado para este arte.
La excusa es la huida del exhibicionismo tradicional del holocausto, admirable, pero las imágenes explícitas deben ser sustituidas por algo, no por la nada hecha planos inútiles, renunciando a contar nada más hasta caer en el melodrama. Los grandes directores son grandes porque ven la realidad a su manera, aquí la visión no cambia, sólo disminuye hasta que al llegar al final la sensación es que se han rellenado socavones de presupuesto con espejismos de ingenio.