El extraño caso de Angélica
Sinopsis de la película
Penúltimo largometraje de Manoel de Oliveira, que esta vez se divierte con una película de fantasmas en la que un fotógrafo emprende un viaje alucinado después de retratar a la hija muerta de los propietarios de un hotel. Sin caer en la nostalgia del que sabe que la visita de la Parca está proxima, el director nos invita a un viaje mágico en el que la realidad y la ficción se funden para darnos a entender que la vida y la muerte son una y la misma cosa. Contada con la sonrisa perpetua en los labios, la aventura de Isaac mantiene el encanto y la frescura del cine de la época silente, pero no su característica ingenuidad. Oliveira que, como el mismísimo Diablo, sabe más por viejo que por diablo, como él se divierte, manejando como un titiritero al desdichado fotógrafo.
Detalles de la película
- Titulo Original: O Estranho Caso de Angélica (The Strange Case of Angelica)
- Año: 2010
- Duración: 97
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Opinión de la crítica
5.8
45 valoraciones en total
Intento ver algo más en una película, intento pensar qué tiene un hombre de 102 años en su cabeza. Reflexiono sobre si Oliveira tiene en la cabeza cual es su cine.
He visto esta película en el Festival de Cine de Sevilla y aguanté la tentación a sabiendas de a lo que iba. Insoportable, infumable. Con todo el respeto del mundo, creo que Oliveira ve el cine actual como existía hace 100 años y eso, señor Oliveira, hace que en las salas se escuchen constantes bocanadas de sueño.
La pelicula es simple, cuenta una historia surrealista, se centra en conversaciones fuera de lugar, se centra en un drama inexistente, tiene momentos que salen, ya no de lo convencional, sino de lo lógico. Planos fijos en un 99%. Rictus firme y mucho aguante para quien quiera ir a verla.
Es bonita, sí, lo es. Un .gif de gatitos también es bonito, pero como película sería horrible (aunque no sería mucho peor que Gardfield)
Pero no sé que moda se ha puesta en recrearse en escenas larguísimas. Escenas a las que le sobran minutos como calorías al chorizo. Una desmesurada obsesión por el retrato de personajes que no influyen para nada ya me molesta, pero que dejen atrás el desarrollo argumental aparcado para explayarse innecesariamente en el interior inquieto del protagonista, que además es un tanto insulso, ya me resulta cuanto menos abominable para el concepto de buen cine. Si se viene a cine es al cine y no a mirar la nada.
Los pocos efectos especiales son patéticos. La risa era constante en la sala cada vez que salía algo. No es ya bajo presupuesto, que se comprende, pero parecía a veces Brácula y a cosa hecha.
Me quedé hasta el final a ver si aparecía un helicóptero y explotara o que algún personaje dejase entrever su torso supermusculado y matase terroristas libaneses que intentaran secuestrar a la hija del presidente de USA en medio de la superbowl. No es que sea muy fan de ese tipo de cine, pero necesitaba distraerme un rato de tanta diarrea mental y filosofía barata
El extraño caso de Angélica hace honor a su nombre: si extraña es la historia, su extrañeza se acrecienta por el modo en que está contada. Como ocurre en otras que he visto de Oliveira, esta impresión viene quizá del carácter híbrido de la película, que combina un relato de amor y muerte de romanticismo extremo con una sátira casi costumbrista, todo ello con un ritmo lento y un punto de vista frío y distante.
La película respira una libertad absoluta, lo que entraña sus riesgos: a veces parece narrada en un dialecto privado que sólo ciertos conocedores pueden comprender. En su suma de realismo y estilización, de simbolismo de apariencia naïf, violencia conceptual y peculiar sentido del humor, la sensación final es la de que algo se nos escapa…
En cuanto a su base conceptual, Antero de Quental, el gran poeta del (tardío) romanticismo portugués, figura en el frontispicio, con la cita del terceto final de uno de sus sonetos que evoca la salvación en el cielo (si lo hay para el que llora):
Allí, lirio de valles celestiales,
teniendo fin también habrán nacido,
para no terminar, nuestros amores.
(Traducción de José Antonio Llardent)
Como es habitual en el romanticismo, lo sagrado inunda lo profano. La película está llena de símbolos cristianos, que se mezclan (con su correspondiente distorsión) con otros signos de trascendencia alternativos: desde los ligados a la condición judía del protagonista Isaac hasta la evocación de las primitivas religiones campesinas cuyos ecos afloran en los cantos populares de los trabajadores al modo antiguo, con su visión alquímica del río Douro (de oro en portugués), en cuyas riberas surge el vino, que la Eucaristía convierte en sangre de Cristo (quien es, a su vez, el lirio del valle según la interpretación cristiana de la imagen del amado del Cantar de los cantares).
Oliveira consigue captar el misterio en los detalles más nimios o prosaicos, que parecen esconder un simbolismo más o menos esotérico (el dibujo de la estrella de David en un libro, la oscilación de los faros de un coche en la fachada de la vieja mansión rural situada al otro lado del río, el cambio de una bombilla, el humo de un cigarro disolviéndose frente a un jarrón con flores débilmente iluminado, la pose de un gato que observa a un jilguero en su jaula, el giro incesante de un pez rojo en una pequeña pecera), y esto en marcado contraste con la evidente fealdad del mundo moderno (que se revela tanto en sus espacios como en sus sonidos).
Isaac, como Orfeo, cruza el río (aunque el paso nunca se muestra), y se desplaza hacia un pasado más bello, hacia el reino de Perséfone, cada vez más atraído por la muerte o la muerta, vestida de novia.
En la mesa del cine actual Oliveira se comporta como su fotógrafo protagonista: mientras los demás están sentados y pasan el tiempo con cotilleos sobre los vecinos, o bien hablan, muy conscientes de su propia importancia, sobre asuntos como la crisis económica o la antimateria, él permanece de pie, al margen de toda norma de conveniencia o cortesía, atisbando por la ventana, al otro lado del río, las ruinas del pasado o el sueño de un amor absoluto.
Pocas veces he salido de un estreno con la percepción tan clara y rotunda que acababa de contemplar, no ya una obra maestra, sino en términos mucho más íntimos, una de aquellas películas que por siempre me acompañarán, porqué de la manera más hermosa posible me ha devuelto todo el amor que como espectador deposito en esa forma de arte llamada cine.
Intuía que Manoel de Oliveira, con 101 años en el momento del rodaje, iba a echar el resto en una película proyectada hace más de cinco décadas, y cuya idea nació de una experiencia vital que le marcó profundamente. Al mismo tiempo, acuciaba el temor de saber que las altas expectativas son siempre un arma de doble filo, ya que si no se cumplen el sentimiento de decepción se multiplica. Oliveira no las cumplió. Las superó.
Desde la apabullante sencillez de su planteamiento argumental sobre la relación amorosa de un joven fotógrafo con el espíritu de una recién fallecida, la cual le sonríe a través del visor, el director propone una deliciosa fábula moral que explora la pasión más allá de los límites de la racionalidad —extraordinarias las escenas oníricas en blanco y negro—, dónde lo sombrío no excluye la ironía y la búsqueda metafísica va de la mano de la carnalidad y la fisicidad en las actividades humanas más ancestrales, como dos caras indisociables de una misma moneda.
De esta manera, al igual que Hitchcock en La ventana indiscreta , Oliviera indaga también sobre la imagen y la mirada en sus múltiples vertientes (la del protagonista, la del director, la nuestra…), es decir, sobre el propio hecho cinematográfico.
Como muchos maestros en sus obras postreras (Ford, Ozu…), Oliveira, que siempre ha buscado la esencialidad, llega a los límites absolutos de la depuración. Cada encuadre, en su tan elevado grado de rigor —pocas veces igualado— deviene significado purísimo cargado de resonancias y forjador de inaprehensibles sensaciones y, poco a poco, sin prisa pero sin pausa, se va tejiendo el que para mí es, como Cuentos de la luna pálida , Ordet o Pather Panchali , un film sublime ( dicho de aquello que suscita una emoción pregona por su altísima belleza, que ultrapasa la comprensión humana ). O, si se quiere, una de las más poéticas y conmovedoras respuestas que jamás me han dado a la famosa pregunta de Bazin, ¿qué es el cine?
Si tuviera que traducir El extraño caso de Angélica a las palabras, escogería éstas de Miguel Hernández:
Llegó con tres heridas:
la del amor,
la de la muerte,
la de la vida.
Con tres heridas viene:
la de la vida,
la del amor,
la de la muerte.
Con tres heridas yo:
la de la vida,
la de la muerte,
la del amor.
Muchas veces, cuando te hablan de una chica y te comentan lo simpática y buena gente que es la muchacha, lo que se pretende con tal observación es disimular lo poco agraciado que es su físico.
Con el cine de Manoel de Oliveira de los últimos años me da la sensación de que sucede lo mismo, y cuando se habla con exaltación de su longevidad (cuenta ya con 102 años haciendo esta película), en cierto de modo se intentan camuflar las enormes carencias que tienen sus películas. Partiendo de la base de que el argumento da para muy poco, quedándose uno perplejo ante semejante prolongamiento de una historia tan escueta.
En El extraño caso de Angélica –un proyecto de 1952 fracasado a causa de la censura– basta con la enajenación de un fotógrafo ante una joven recién fallecida a la que acaba de retratar. Esa joven es Pilar López de Ayala, a la que no ha hecho falta aprender ni pizca de portugués en su andadura por el país vecino, ya que su trabajo se limita a apenas pestañear en un par de ocasiones. Sin duda, su trabajo más difícil después de sus incursiones en la ya paradigmática serie de adolescentes Al salir de clase.
Aunque el protagonista omnipresente sea Ricardo Trêpa, que no está nada mal, y tiene incluso pose de actor de Hollywood, todo quede dicho. Es ya un habitual en las películas del, para mí, excesivamente veterano director portugués, quien lo poco que nos concede son unos bellos, aunque eternos, planos del entorno rural portugués.