El alimento de los dioses
Sinopsis de la película
Morgan y sus amigos se encuentran de viaje en una remota isla canadiense cuando, de repente, son atacados por un enjambre de avispas gigantescas. Mientras buscan ayuda, se encontrarán con un granjero que les habla sobre el alimento de los dioses , una sustancia que emana de la tierra de la isla en la que se encuentran, y que aumenta el tamaño de todo aquel que la ingiere. Así, descubren que la isla entera está habitada por animales que han crecido a un tamaño gigantesco. Los más peligrosos de todos éstos, sin embargo, son las ratas, que atacan y se defienden de los que consideran los intrusos humanos.
Detalles de la película
- Titulo Original: The Food of the Gods
- Año: 1976
- Duración: 81
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Opinión de la crítica
4.5
44 valoraciones en total
Aunque hace bastantes años que no la he vuelto a ver (fue una de las primeras cintas que vi en mi primer video VHS, recuerdo que editada por Video Movies International), la recuerdo como una magnifica y aterradora película, en la que un grupo de personas (entre los que se encontraba mi adorada, excepcional actriz y directora de films de culto Ida Lupino, en el papel de una granjera del lugar), las pasaban realmente putas en una isla, que ríase usted de la del Dr. Moreau (a H. G. Wells, por lo que se ve, le ponía situar a humanos en terroríficas islas), heredera de las producciones de este tipo en los 50/60 en la que salían unos bichos que si ya de por si dan repelús, en plan gigante aterrorizaban, entre los que destacaban unas ratas terribles, avispas, gusanos y creo recordar, una gallina que salía al principio.
Absolutamente recomendable.
Viene mi hermano y me dice:
–Tengo una película muy bizarra… ¿Quieres verla?
–¿Yo? –respondo–. ¿Por qué?
–Es que es muy bizarra –insiste mi hermano como conteniendo una risilla malvada–. Tanto, que a lo mejor si te la digo vas a querer verla…
–¿Cuál es? –digo intrigada.
–«El alimento de los dioses»… Basada en un novela de H. G. Wells, de 1976. Puedes ver el tráiler…
Con estos datos, por supuesto, me pongo el tráiler:
«[…] En una de sus obras más fantásticas, El alimento de los dioses, Wells predijo lo que podría suceder en una ecología enloquecida transformando insectos y animales inofensivos en enormes y malignas bestias que se ceban en los seres humanos.
–Esas ratas… están por todas partes…
–Son enormes… y asquerosas…
–Oh, no, ¡miren!
«¿Se imaginan ustedes un gallo de…? [sic]»
«Quieto ahí, muchacho», pensé mientras detenía el tráiler con cara de estupefacción ante lo que mis ojos contemplaban. Me vuelvo hacia mi hermano:
–Sí, quiero verla.
Las pelis malas me llaman. Tienen un poder de atracción enfermizo, y esta de «El alimento de los dioses» desprendía un aura de cutrez irresistible ya en los pocos segundos de tráiler que vi. Una obra pobre en cada una de sus piezas, con una historia a marchas forzadas en la que un jugador de rugby se comporta como un aspirante a Rambo y se enfrenta a las «bestias» a guantazos. Las interpretaciones (¿?) son lamentables, todas, posiblemente las ratas, y en especial la albina, son las que mejor actúan.
Todo un alegato, no ya ecologista, sino a lo pulp más cachondo, porque reír, lo cierto es que te partes de risa. Tiene hasta mérito, oye.
Adaptación libérrima de un texto de H.G. Wells, El alimento de los dioses es una de esas frikadas setenteras hechas con cuatro duros para saciar el apetito de los amantes del cine de serie B, una gamberrada con coartada ecologista que enfrenta a un heterogéno grupo de personas (caben todos los estereotipos: el héroe –jugador de fútbol americano y antecedente directo de McGyver-, el villano cegado por el poder, el amigo del héroe, la chica que pasaba por ahí y de paso se liga al héroe, la pareja de viejunos del lugar, una embarazada…) con una jauría de animalillos agigantados gracias a un brebaje especial (el alimento del título) que surge de la tierra. Por ahí pululan avispas, gusanos y gallos de tamaño sobrenatural, aunque los protagonistas de la función son las ratas, a puñados y cada cual más asquerosa.
Su encanto reside en sus artesanales efectos especiales (muy logrados para la época, especialmente esos perdigonazos a las ratas que pondrían de los nervios a los miembros de la Sociedad Protectora de Animales) y en su camuflada incorrección política: ahí está esa apología de las armas, del individualismo, o la inclusión de esa rata blanca más lista que las demás (¿por racismo?). En definitiva, una fuente de entretenimiento sanote y guasón, de desarrollo previsible e inverosímil pero con escenas y situaciones memorables y un sentido del ritmo que anula por completo la noción de aburrimiento apostando por la acción salvaje desde el minuto 1. Recomendable, aunque depende de para quién.
Lo mejor: los efectos especiales chanan.
Lo peor: el guión no se sostiene, pero tampoco importa demasiado.
Cuando yo no tenía más de 11 años mis padres me llevaron a ver un programa doble de cine en un barrio de Valladolid. El programa se componía de una película de los inefables Terence Hill y Bud Spencer y de esta a la que ahora hago la crítica. Salí del cine totalmente impresionado, aterrado con esas ratas gigantes y con los gusanos agigantados escondidos tras los frascos de la miel. Sé que es noche no pude dormir bien y desde ese momento pensé que la película era de lo mejor que en mi corta vida había visto.
Pasados bastantes años volví a ver la película en un pase nocturno en antena tres y me di cuenta de lo malas que eran esas películas y de lo inocentes que éramos nosotros. Los efectos especiales resultan primitivos. Ese gusano que tanto me impresiono no era más que una soga cogida de la mano, y esas enormes ratas no dejaban de ser ratones sobre maquetas de edificios.
Aún así no suelo ser muy crítico con ese cine, pues es el cine con el crecimos, y siempre es buen momento para recordarlo con una sonrisa.
Esta cinta de los setenta es un palmario ejemplo de película de serie B, con presupuesto C y talento Z. Y no me valen los argumentos del tiempo o la falta de medios. Cualquier película de Corman, bastante anterior a ésta, resulta mucho más digna, y si queremos ir un poco más atrás en el tiempo, podemos recalar en los cortos del genio Méliès para comprobar cómo las limitaciones tecnológicas podían suplirse a las mil maravillas con verdadera inventiva y creatividad.
Pero lo de menos son los efectos especiales. El asunto es que unos amiguetes descubren por casualidad una isla en la que las avispas son auténticos abejonejos, las gallinas avestruces obesas y las ratas verdaderos osos pardos. Pero deciden eliminarlos ellos solitos en lugar de acudir al Pentágono o a la Armada Interestelar. Los personajes son flojitos y el intríngulis científico tirando a inexistente. Claro, eran otros tiempos. El que se quiera poner nostálgico, que lo haga, pero hay que ser muy fan de la cutre-ficción para disfrutar con esto.