Alemania, año cero
Sinopsis de la película
Edmund, un niño de doce años, intenta sobrevivir a las duras condiciones de la postguerra alemana, especialmente en Berlín, una ciudad que ha quedado completamente derruida tras la Segunda Guerra Mundial.
Detalles de la película
- Titulo Original: Germania, anno zero (Germany, Year Zero)
- Año: 1948
- Duración: 74
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Opinión de la crítica
Película
8
82 valoraciones en total
Entre ruinas de edificios hay un niño con la mirada perdida vagabundeando. Es una imagen desoladora y terrible, de una simpleza contundente y una complejidad aplastante.
Rossellini primero la pule, la despoja de todo artificio que no sea el estrictamente necesario para conservar su esencia trágica, que es lo único que interesa a Rossellini.
Después le da forma con actores no profesionales e intentando proporcionarle una historia con argumento, nudo y desenlace, pero la imagen no se amolda a una estructura convencional y no logra mantener un ritmo adecuado a ésta, siendo la desolación la única que pone las condiciones de aparecer o no cuando le venga en gana.
Y por último, la afila con el eco de la voz del hombre que convirtió los edificios en ruinas, resonando en éstas ahora, con hombres que cuando envejecen dejan de ser hombres y se convierten en despojos, pero, sobre todo, la afila mostrándonos que las ruinas no son más que la representación de lo que hay en el interior de ese niño: destrucción y caos.
Una vez terminada, Rossellini tiene en sus manos una piedra puntiaguda que nos arroja con una fuerza arrolladora. El que no sangre tiene horchata en las venas.
Impacta el horror y la desolación, evidentemente. Ahora bien, ¿mediante qué mecanismos? La figura del niño despista. Pareciera acaso un resorte emotivo y trágico para los fines melodramáticos de descomposición moral (arquetípico recurso narrativo de perspectiva infantil de las cosas). Pero el tratamiento del director italiano va más allá. El compromiso ideológico de Rossellini con lo neorrealista no radica en la psicologización o la emoción de la acción dramática (miren el rostro hierático del niño). Al contrario, la desesperanza rosselliniana se basa en la objetividad y la distancia expositiva.
No queda su intención cinematográfica agotada en el retrato minucioso de esqueletos de edificios ni en la radiografía de sus habitantes. Su ética y compromiso exceden la militancia, el costumbrismo y la denuncia de fondo. Lo incluyen también ya que es un neorrealismo con objeto claro y nítido -la posguerra y su miseria- pero lo superan ya que su hallazgo es estético.
La realidad no se deja atrapar con el recurso formal de cámara al hombro o plano-secuencia. Ahí como mucho aparece una sensación liviana de cine despojado que, eso sí, es confundido frecuentemente con realismo aunque esté dramatizado hasta la médula. Rossellini enarbola el neorrealismo desde algo mucho más profundo que la fotografía con grano, el contexto verosímil y la crudeza de situaciones: la perspectiva externa que guía el metraje es la de un espectador sometido a la carga de no tener acceso al interior de los personajes. Esa opción es definitiva para detectar la implicación intelectual de este director para con la objetividad.
No cae el italiano en la frecuente trampa de que una fotografía de exteriores quede a la postre reemplazada por prospecciones psicológicas de contraplano, actuaciones de melodrama, didactismos documentales o trama estructurada para la implicación del espectador. Como dijera Bazin, el neorrealismo de Rossellini no es de argumento, sino de estilo. Y para ello la ambigüedad dramática del protagonista y las situaciones. Esa frialdad hace que el compromiso de la película alcance al espectador en su esencia de queja humanista coherente al ser su estilo santo y seña de su intención naturalista.
Lo esencial es el despojo dramático y la perspectiva objetiva que conmueve por la verdad del estilo. Cine comprometido con la realidad histórica y la denuncia pero, también, con la propia identidad del hecho cinematográfico. Y es que la imagen en Rossellini tiene valor ideológico, ontológico y gnoseológico puro y propio aunque no recurriera a un argumento.
Sin duda, Germania, Anno Zero es una película impactante, colosal. Mire por donde se mire es una de esas películas que quedan marcadas a fuego, sobre todo en el primer encuentro. Es tal su trascendencia, su valor histórico y sus cualidades, que se escapan a las pocas líneas que uno pueda escribir aquí. Porque te puedes detener en esas imágenes y estudiar cada fotograma como documento fidedigno de una realidad que pocos conocen (Berlín pocos meses después de finalizar la SGM). También puedes incidir en esa sociedad destrozada, con unas cuantas generaciones perdidas, y que Rossellini retrata eliminando los hombres jóvenes de sus imágenes. O como no, advertir el comportamiento aliado como mero turista que compra macabros recuerdos y acude a cabarets. Y que me dicen de los vestigios del nazismo representados en la figura del maestro, persona execrable y repugnante y que llena de odio la pantalla con su sola aparición. Por no entrar en valoraciones morales que suponen en esta obra horas de disertación, sobre todo en la evolución de ese niño-hombre.
Pero me quedo con algo. Aislándome de lo comentado anteriormente me detengo en un aspecto que va más allá del film. Y va más allá porque nadie sabía en ese momento cuales eran las perspectivas de esa Alemania devastada y sin futuro cierto, si es que lo tenía. Pues resulta que el gran Rossellini predice, en un discurso inolvidable del padre de Edmund a su hijo mayor (además, en un momento crucial de la película), el camino que el pueblo alemán va a tomar hasta llegar otra vez a lo que es hoy: un gran país del que tanto tenemos que aprender y envidiar. Porque, leyendo esto, parece que todos esos testarudos teutones escucharon al cineasta:
Todo me ha sido arrebatado. Mi dinero por la inflación y mis hijos por Hitler. Debería haberme rebelado pero era demasiado débil. Como tantos otros de mi generación. Hemos presenciado cómo se acercaba la desgracia y no la hemos detenido y ahora sufrimos las consecuencias. Hoy estamos pagando por nuestros errores. Todos. Yo igual que tú. Debemos ser conscientes de nuestra culpa. Porque con lamentos no se soluciona nada. Tengo los días contados pero tú aún eres joven. Todavía puedes hacer muchas cosas buenas. Demuestra que eres un hombre (…) No te rindas más. Termina con esta vida de animal acosado. Debes volver a vivir entre las gentes, tienes que volver al mundo. No es una vergüenza fabricar tu propio destino. Yo también fui soldado en la 1ª Guerra Mundial (…) Parecía que ninguna fuerza del mundo pudiera detenernos. Pero de repente todo cambió. Primero la derrota y luego la Revolución. Incluso lloré cuando me arrancaron los galones. No se me puede acusar de no haber sido un buen alemán. A pesar de ello, durante estos años tan difíciles…ahora puedo confesarlo, no he esperado otra cosa que la caída del tercer Reich y su destrucción. No quiero ni pensar cuál hubiera sido la suerte del mundo si las cosas hubiesen sido de otro modo.
…y Alemania se levantó.
Si Rossellini ya nos había mostrado en Roma, ciudad abierta y en Camarada (esta en menor medida) los horrores cometidos durante el holocausto nazi, con Alemania, año cero decidió retratar la desgarradora lucha por la supervivencia que mantiene una família cuyo único fin es salir adelante ante tal desolador panorama.
Probablemente, una de sus mayores virtudes sea ese magnífico ritmo que marca en todo momento el compás de la obra, donde los diálogos se entrecruzan unos con otros, los personajes y acontecimientos se mueven con agilidad y el realizador nos inmiscuye sin demasiados problemas en la historia que pretende hacer constatar.
Otra de sus grandes bazas resulta la sinceridad que está impresa en cada una de las imágenes plasmadas en pantalla, desde el rostro de ese joven muchacho angustiado que, totalmente desconsolado, busca los métodos que están a su alcance para ofrecer una pequeña ayuda a sus seres más cercanos, hasta los motivos que rodean la actuación de su hermano mayor que, ante todo, resultan humanos y, aunque puedan ser juzgados a través de la moralidad del espectador, nadie podría argumentar que resulten falsos o artificiosos.
Con sinceridad también representa Rossellini las consecuencias que tuvo la guerra, la devastación de las ciudades, el desesperado intento por salir adelante tras todo aquello y el ambiente enrarecido que se respiraba en las calles.
Lo cierto es que se podrían seguir enumerando virtudes de este gran trabajo, pero nada sería tan descorazonador como verla, así que no diré más.
Con este trabajo Rossellini cierra su particular trilogía sobre la II Guerra Mundial. Su título, Alemania, año cero , ya nos abre las intenciones de su director. Tras los desastres, tras las bombas, comienza la recuperación, el periodo de inflexión y alzar la vista al futuro. Las bombas ya han caído y Edmund, un niño de la guerra (atención a esa primera escena donde se le impide trabajar por ser menor) irá madurando y creciendo al ritmo de la ciudad.
Rossellini, frío y directo, muestra esos nuevos inicios de un Berlín destruido, pero que el director no olvida, que la ciudad no está muerta, que la vida sigue y el movimiento ya está presente (los tranvías no dejan de aparecer durante toda la película).
Edmund crece al mismo tiempo que recorre las calles que antes conocía. Se encuentra en la encrucijada de la vida, donde sin dejar de ser un niño, le ha tocado comportarse como hombre maduro. Y en la mente de Edmund se mezclan sensaciones extrañas y muy contradictorias: mientras que su familia le trata como a un niño, tiene que ser él, el que busque el sustento para ellos.
Puede que Rossellini no tuviera mucha confianza en este renacer, y nos lo deja vislumbrar en un final exagerado, que evidentemente está de más y resta efectividad a la historia.