A la conquista del polo
Sinopsis de la película
Un aerobús rematado en cabeza gallinácea conduce a los expedicionarios liderados por el profesor Maboul (Georges Méliés) rumbo al Polo Norte, donde se toparán con un gigante de hielo, para, al rato, escupirlo a requerimiento de sus compañeros. Los viajeros regresarán triunfalmente a su destino tras un paseo por los hielos perpetuos.
Detalles de la película
- Titulo Original: À la conquête du pôle
- Año: 1912
- Duración: 33
Opciones de descarga disponibles
Si quieres puedes obtener una copia de esta película en formato HD y 4K. Seguidamente te detallamos un listado de fuentes de descarga activas:
Opinión de la crítica
Película
6.6
78 valoraciones en total
La crítica actual y también la de entonces, la ponía sobre las nubes. Pero el público la rechazó. Los motivos están claros. Méliès no ha evolucionado, esta película es del mismo nivel (quizás un pelín más elaborado) que su Viaje a la luna de 1902. Han pasado 10 años, y el cine en 10 años ha evolucionado a su ritmo, pero Méliès se estancó. Inclusó afirmo que el movimiento de cámara no lo veía natural y él se quedaba en su cámara fija. Pues es lo que pasa cuando un artista se estanca y no quiere probar o evolucionar, que al final, predice su final, tal como pasó.
Si esta película la hubiera visto junto con Viaje a la luna seguramente esta me hubiera gustado más, pero como he dicho antes, 10 años más tarde, después de ver cine durante este periodo, pues es normal que no triunfara. Lo único que evolucionó es en la duración. Más de media hora de película. Aunque se pasa bastantes minutos pasando las constelaciones que se hace un poco aburrido.
También he leído que hubo 12 personas para controlar el muñeco del polar, pues no estaban muy coordinados que digamos, a no ser que se hiciera a posta que un ojo parpadeara a diferente ritmo que el otro.
También le pasa como Viaje a la luna que no es muy realista, aunque esta primera es normal porque se desconocía, pero me consta que la conquista del polo norte ya hubo personas que lo habían hecho o intentado, y ya se sabía que hace un frío de mil demonios, cosa que casi no se ve reflejado. Pero esto no lo valoro porque Méliès lo que busca es su propia imaginación.
Pues la valoro muy justa por todo lo que he dicho que en resumidas cuentas sería la poca evolución.
Diez años después del primer tesoro cinematográfico, aparecía este mediometraje, con idéntica estructura narrativa (preparación de la loca empresa, trayecto, llegada al lugar enigmático) pero sumando más medios, más minutos, más sorpresas y más trucos. Méliès realiza aquí uno de sus últimos y más dignos trabajos, después de varios años en los que -como indica Javier Memba- la Edison le ha estado copiando ideas y técnicas sin apoquinar un dolar, en un momento en el que la Pathé señala el rumbo a seguir en la industria cinematográfica y el avance imparable en la concepción y práctica del cine relega a nuestro francés a un asiento no demasiado cariñoso.
Quizás el mundo ya estaba cansado de los mismos cartones y de los mismos viajes imposibles. Un siglo después, como curiosos del séptimo arte y no como espectadores exigentes, vemos a Méliès de otra manera. Su talento para aunar ilusionismo, excentricidad y humor tardaría años en encontrar parangón. ¿Cuántos? Habría que hablarlo. Lo que no admite discusión es que supera con creces a sus predecesores y a sus coetáneos, rellena el vacío de un Segundo de Chomón y se aleja años luz de unos hermanos Lumière cuya creatividad se consume en el realismo insignificante y cuyo aporte al cine, en mi opinión, no posee el elevado valor que se le suele atribuir: si ellos no hubieran inventado el cinematógrafo, lo habría inventado cualquier otro, habida cuenta del desarrollo palpitante que por entonces vivía el intento de fotografiar el movimiento. Antes de los hermanos Lumière había mucho más de lo que a veces pensamos: praxinoscopio, kinetoscopio… Solo faltaba un último empujón.
Méliès, en cambio, encarna la primera gran personalidad cinematográfica. La simpática plasticidad de sus decorados antecede al simpático atuendo de un Charlot. En ambos, lo más reconocible trasciende las décadas (con ciertas enormes diferencias, por supuesto). En el primero, cartones y efectos especiales enriquecen el valor de una primigenia ciencia ficción en la que lo importante es lo que sucede dentro del plano teatral. Una cámara fija (con excepciones: el interior del avión zozobrando) registra la sobrenatural imaginación del francés. En ese sentido, diría que nada se presta tanto a la observación y al disfrute como la minuciosidad de unos dibujos y unos decorados en los que nada se deja al azar, bien se trate del hangar donde se construyen los prototipos aéreos, bien de la cabina del avión , bien de un no menos lunar polo norte. Por no hablar del psicodélico vuelo o del impresionante monstruo final, cuya escena he mirado con una sonrisa y una fascinación que rara vez me salpican cuando estoy ante una película anterior a la 1ª G.M. No menos halagos merece la profundidad con la que juega Méliès al presentarnos un objeto que se va aproximando desde la lejanía (el zeppelin final o el avión que aterriza a su manera en el polo tras superar una elevación).
En definitiva, una absoluta delicia visual, que además no solicita ese ejercicio de empatía que a veces fracasa al enfrentarnos a algunas tramas y personajes -simples hasta lo cansino- de hace un siglo. Recomendable la versión restaurada (la restauración, ese trabajo que los amantes del silente nos vemos obligados a reverenciar), por cuanto permite encarar mejor los matices de la película.
Una vez más el genial talento de Méliès asume la responsabilidad de adaptar al nuevo arte una de las novelas de J. Verne y, una vez más, nos llena de admiración su habilidad para conseguirlo.
Resuelve las situaciones más complejas con su habitual maestría y es capaz de recrear todos los ambientes para otorgar absoluta verosimilitud -capacidad de fabulación- al argumento.
Hoy consideramos que la secuencia del vuelo -incluyendo la referencia zodiacal- resulta demasiado larga pero con toda certeza no opinaban lo mismo aquellos espectadores que asistían atónitos a las salas de proyección cuando comenzaba la segunda década del siglo XX.