45 años
Sinopsis de la película
Falta sólo una semana para el 45º aniversario de su boda, y Kate Mercer está muy ocupada con los preparativos de la fiesta. Pero entonces llega una carta dirigida a su marido, en la que se le notifica que, en los glaciares de los Alpes suizos, ha aparecido congelado el cadáver de su primer amor.
Detalles de la película
- Titulo Original: 45 Years
- Año: 2015
- Duración: 93
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Opinión de la crítica
Película
6.6
98 valoraciones en total
… o … pura y simplemente esnobs, porque de la colección de sexagenarios que hoy salíamos de la sala perplejos del soberano tostón que habíamos presenciado (sala perteneciente a unos cines al que solo acude gente muy entendida) solo se escuchaban comentarios en el sentido de ¡que buena pero que aburrida! Es verdad que solo la interpretación de la Rampling justifica el visionado (ni siquiera la de Courtenay va mas allá) pero el resto…
No queráis ver mérito alguno en la dirección de Andrew Haigh que simplemente retrata . No valoremos un guion tan sencillo como increíble. (Quien se puede tragar una reacción como esta de una esposa normal tras 45 años de matrimonio). ¡Que tan lejos de estar tanto del arte como del simple ocio!
Pero, en fin, ¡aviso a navegantes! Yo soy bastante mayor y muy aficionado al cine desde hace casi cincuenta años. Lamento, por eso, estar tan alejado de las criticas tanto oficiales como de aficionados
Amigos, no nos dejemos tomar el pelo. Comprobad que la mayoría de los premios lo son solo para la interpretación de la Rampling.
¡Para dormir la siesta!
Identidades rotas e infidelidades de ultratumba (rompiendo el tiempo).
Si lo que somos se sustenta en dos pilares básicos, a saber, el pasado, la memoria de nuestra vida, el relato que construimos y nos da sentido, y, no menos importante, la mirada del otro, del que nos acompaña y comparte nuestras luces y miserias, de aquellos que nos quieren a pesar de todo, y ese espejo de dos caras se nos rompe al final del camino, cuando menos te lo esperas, eso supone un duro golpe, muy soterrado y quebrantador.
Pues ese proceso, desde su inicio en forma de carta hasta su bello final, implacable, ambiguo y delicioso, es lo que cuenta esta muy buena película del inglés Haigh (la anterior también era apreciable).
Y lo hace poco a poco, con pulso firme y atento a los detalles, observando y tomándose su tiempo.
Una vez que la flecha epistolar es lanzada, solo cabe esperar, narrar el derrumbe de un sueño, mostrar la irrupción de otro relato que se quiere interponer, interrumpir, desmentir el oficial. Como si la intrahistoria silenciosa debilitara, desconchara la muralla inexpugnable del matrimonio perfecto, la verdad pública.
Y eso que al principio uno se temía lo peor. El cine y la vejez no se llevan muy bien, no suelen hacer buenas migas. Es un ámbito muy maltratado, al que se saquea sin compasión ni gusto. Lo más habitual suele ser: o utilizar a los ancianos como carne de cañón endosándoles una terrible enfermedad (alzhéimer a ser posible) y detallar cruel, morbosamente, sus últimos pasos, o convertirlos en bizcochos azucarados, todo ternura y remilgos, o, agárrate que viene curva, en gruñones de comedia de echar a correr. En todos los casos, ya no son seres humanos, son espantapájaros, perchas en las que colgar tópicos sin alma ni remedio.
En esta ocasión, nada que ver. Son viejos pero dignos. Ni se nos mueren por las esquinas (a golpes de sensiblería), ni son biliosos hijos de Mr. Scrooge, ni les ha crecido el corazón de camino al cielo. Gracias a Dios. Que cunda el ejemplo, que no el pánico.
Sutil, luminosa en su creciente y sensible oscuridad. Con una perfecta fotografía y una actriz inspirada (él la acompaña correctamente), es en la dirección y el guion donde se eleva sin freno. Una elegante puesta en escena y un contenido mirar a una pareja sin hijos, acurrucados en su unión, que descubren (ella, sobre todo) finalmente (como en todas las buenas historias) que no todo es como parece, que siempre hay más, o menos, al otro lado, a la vuelta, debajo del alfombra, al fondo, que por mucho que te refugies o protejas te puede pasar también a ti. Y que nada se puede hacer al respecto, para evitarlo. Bueno. Algo sí. Contarlo.
‘45 años’ es una gran obra menor. O una pequeña obra mayor, como prefieran. Un mecanismo de relojería emocional brillante e implacable con destellos de genialidad. Es, en fin, la historia de un deshielo. Charlotte Rampling y Tom Courtenay –espléndidos en sus papeles respectivos– dan vida y muerte (es un decir) a un matrimonio, los Mercer, que se dispone a celebrar su cuadragésimo quinto aniversario.
La película arranca con la pantalla en negro y el sonido de un proyector de diapositivas. Un sonido mecánico, intrigante, que más adelante sabremos que habrá de formar parte de uno de los clímax de la obra. Abajo a la derecha (con letra blanca y diminuta), algunos créditos. Resulta conmovedor pensar en los nombres de los dos actores protagonistas sobreimpresos en ese océano de oscuridad. No tardaremos en advertir que ese negror es una ausencia que inunda cada fotograma. La pantalla en negro es símbolo de un personaje, Katya, cuya no presencia es absolutamente omnipresente. No es infrecuente oír que todo el mundo o toda familia guarda un cadáver en el armario ( to have a skeleton in the cupboard , dicen los ingleses), en este caso, Geoff Mercer lo guarda en la azotea. No se trata de un secreto inconfesable sino del fantasma de un antiguo amor.
Cuando alguien ha sido sometido a alguna amputación, es habitual que siga percibiendo sensaciones del miembro cercenado, las más de las veces se trata de sensaciones dolorosas. Es el llamado síndrome del miembro fantasma. Pues bien, me tomo la licencia de diagnosticar que Geoff sufre de ese síndrome, pero a nivel emocional. Perdió a su amada Katya en circunstancias traumáticas y ahora, décadas después, le escriben para comunicarle que han encontrado su cuerpo congelado. El deshielo en un glaciar de Suiza ha hecho que el cadáver aparezca. Y, al recibir la noticia, los recuerdos se deshielan en su mente.
Quisiera detenerme en el inicio. La primera secuencia transcurre al aire libre, en la campiña inglesa. Planos hermosos, generales. Kate Mercer habla con el joven cartero, un antiguo alumno, que la felicita por el inminente aniversario. Por fuera y desde lejos, todo va a pedir de boca. La siguiente escena es de interior. Geoff abre la correspondencia. Se percibe, pese a su sobriedad, un cataclismo. La carta está escrita en alemán. La idea de que necesite un diccionario –puesto que su alemán ha sufrido el óxido del tiempo y del no uso– para descifrar el texto plenamente, es muy hermosa. Un amor pretérito, una lengua semiolvidada, unos resortes emocionales que, de pronto, se desencadenan, de puertas adentro. El hecho de que Geoff, debido a una enfermedad coronaria y un bypass, esté físicamente muy disminuido, es otra excelente idea en la composición del personaje: nunca sabremos con certeza hasta qué punto sus ademanes y dicción son consecuencia de su estado físico o de su estado emocional –al fin y al cabo, cuerpo y mente son indisociables–. Por supuesto, es Kate la que localiza el diccionario. El diccionario de un idioma que no entiende. Esta secuencia también desencadena en ella un torrente de emociones contenidas.
Por fuera, todo bien. La grieta es interior (me viene a la memoria la excelente secuencia en que Kate acaricia, antes de la intimidad, la cicatriz de su marido, una cicatriz que es metáfora evidente del accidente en la montaña). Después de esa segunda escena, un plano memorable. Desde dentro de la casa se nos muestra, a través de la cuadrícula del ventanal, a la pareja hablando en el jardín. Las líneas del marco los separan y, como en Ordet (1955, Carl Theodor Dreyer) el tictac del reloj no deja de sonar. Ni siquiera es necesario oír sus voces. El hogar, desde dentro, los mira entristecido. El uso que hace Andrew Haigh de la alternancia de espacios internos y exteriores, del clima inglés, de los objetos reales y evocados (¿qué pesa más, un colgante de lujo o un tosco anillo de madera?), junto a una planificación exquisita y una verdadera sinfonía de miradas (la de él, huidiza, amarga y llena de matices la de ella), sitúan la cinta a gran altura. La selección de música y efectos sonoros es precisa y minuciosa. El punto de vista también es un acierto. Como en ‘Rebeca’ (1940, Alfred Hitchcock), miramos desde la protagonista femenina. Como en ‘Rebeca’, la sombra de la ex es alargada –aunque los mecanismos son distintos: si en Rebeca todo se sustentaba en un equívoco, en una falsa idealización, en ‘45 años’ (que bien pudiera haberse titulado ‘Katya’) persiste en Geoff el ideal–. Katya, de algún modo, es el reverso luminoso de Rebeca.
El guión es excelente aunque, en ocasiones, alguna línea –especialmente en boca de Kate– explicita demasiado. Hubiera deseado un poco más de ambigüedad. El texto tiene mucho, en mi opinión, del relato ‘Los muertos’, de James Joyce. Un hecho (aquí una carta, allí una melodía) desencadena una tormenta emocional. El clima (la nieve, el hielo, el viento, el agua), la antigua pasión idealizada (personificada en Katya o Michael Furey), que no se sabe si es pasión por el otro o pasión por uno mismo junto al otro, en plenitud de facultades juveniles, el desencanto (mezcla de celos retrospectivos y tristeza) y la duda (¿qué lugar ocupamos en lo hondo de la vida de quien ha sido nuestro compañero –Geoff o Greta– desde tiempo inmemorial?), la decrepitud (aquí una cicatriz y un cuerpo que apenas si responde, allí una abuela cantarina) y la comprensión de que el nosotros no es más que construcción artificial.
Se ha hablado de que esta cinta tiene algo de Ingmar Bergman, para mí es demasiado inglesa como para ser escandinava. En cualquier caso la veo más cercana a ‘Saraband’ (2003) que a ‘Secretos de un matrimonio’ (1973), mujer muerta (Anna) incluida.
La vida en pareja es siempre una montaña rusa de momentos buenos y malos que hay que saber superar. Pero, ¿cómo lidiar con la idea de que tu vida no ha sido más que una pantomima? Esta la gran pregunta que plantea esta película sobre un matrimonio sin hijos que inicia ya el camino de la vejez. Una nueva etapa vital que se rige más por mantener vivos los recuerdos del pasado, que por avanzar a través de nuevas experiencias y elecciones vitales. Pero, el problema surge cuando dichos recuerdos pueden hacer tambalear toda una vida. Una simple carta sobre una antigua novia muerta es el detonante para preguntarse si los 45 años del título han sido realmente una farsa. He ahí que lo que iba a ser una fiesta de celebración acabe por convertirse casi en una penitencia. Sólo seis días son necesarios para mostrar esta transformación a través de sus dos personajes principales, unos fantásticos Tom Courteney y sobre todo Charlotte Rampling. No en vano, estamos hablando de una de las actuaciones más sólidas de la actriz británica, avalada ya por importantes premios, y para nada descartable para llevarse el Oscar en la próxima edición.
Una cinta tan madura en su factura como sus personajes protagonistas, toda una sorpresa teniendo en cuenta la juventud de su director Andrew Haigh. Sin duda, estamos hablamos de un auténtico valor en alza que ya había dado muestras de originalidad en su anterior trabajo Weekend. En este su tercer largometraje se confirma como un autor que sabe explorar los sentimientos y anhelos de sus personajes, especialmente en aquellos que atañen a las relaciones de pareja. A esto, debemos sumar una mirada particular fundamentada en su cámara distante, pero siempre atenta a los mínimos detalles que son los que realmente enriquecen el conjunto final.
Un film que se suma a la nómina de propuestas en torno a matrimonios en su última etapa vital, a estas alturas casi un subgénero con identidad propia. Piénsese en obras maestras de los últimos años como Saraband o Amour, dos títulos cuyas influencias son casi inevitables. Si a estos referentes fundamentales le sumamos el saber hacer de su autor, el resultado es una de las películas imprescindibles del año. Una muestra en la que todos sus elementos, desde el ritmo pausado hasta las controladas situaciones, sirven para edificar un relato totalmente cohesionado y consistente. En definitiva, una cinta que cuenta más por lo que calla que por lo que habla, una capacidad no siempre al alcance de todos en el mundo del cine.
Los aniversarios son circunstancias ambivalentes que sirven para recalcar ciertos eventos. Pueden ser motivo de alegría y regocijo. Pueden causar nostalgia y melancolía. O pueden señalar un punto de inflexión, desencadenando un revoltijo de emociones difícil de ordenar y digerir. La vida es imprevisible y nosotros mismos somos difícil de prever: creemos estar habitando una dicha extrema o una felicidad serena y sin embargo basta un mínimo detalle para que todo se resquebraje. Nos preguntamos qué ha pasado, que si lo que creemos haber vivido realmente ha sido así o tan solo una ficción, fruto de nuestra credulidad o buena fe o de nuestra ceguera persistente. Porque basta una pequeña noticia, apenas un pie de página, para revolvernos las entrañas y hacernos preguntas terribles que nos corroen el alma y nos deforman la percepción de la realidad.
Estamos ante una cinta sutil y nada trivial. Plantea interrogantes complejos que no son fáciles de desentrañar ni encajar. Y lo mejor de todo es que lo hace sin apenas ruido, sin levantar la voz, sin alardes ni aspavientos, sin énfasis ni truculencias, sino centrándose en el mundo íntimo de su protagonista, a la que le cuesta sobremanera asumir que ella no ha sido el primer amor de su marido, que tuvo una historia de amor previa, antes de tan siquiera conocerse ellos y de la que tras más de cincuenta años tiene conocimiento, resurge de entre los muertos y explota en la intimidad familiar con una fiereza inusitada. Un apenas entrevisto espectro que desencadena una crisis y nos revela que nada es como teníamos la certeza que era y nos siembra la duda, la inquietud, la alarma y la congoja.
Comentar la trama corre el peligro de desvelar demasiados datos, porque si algo muestra esta cinta es que es la cantidad de información y la forma de dosificarla y revelarla es lo que convierte un episodio pretérito en una tormenta perfecta con la potencia de un huracán aniquilador que quizás pueda carcomer los cimientos más sólidos y derribar las estructuras más robustas. ¿O acaso estamos imaginando lo que no hay y construyendo castillos en el aire, rehaciendo nuestro recuerdo con jirones de conjeturas, sustituyendo certezas por cábalas, sembrando de sospechas una memoria que creíamos inamovible y firme? La insidia es el máximo disolvente.
Si les gustan las películas que transitan la ambigüedad y los matices con insolencia y descaro, no se la pierdan. También vayan a verla por la inconmensurable interpretación de Charlotte Rampling. Su última escena – un devastador baile sin diálogos – es antológica y memorable. Pura filigrana que disecciona los hondos claroscuros del alma.