Vivamente el domingo
Sinopsis de la película
Julien es acusado del asesinato de su mujer. Su secretaria, que está secretamente enamorada de él, convencida de su inocencia, empieza a investigar por su cuenta para descubrir al verdadero culpable.
Detalles de la película
- Titulo Original: Vivement dimanche!
- Año: 1983
- Duración: 106
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Opinión de la crítica
Película
7
85 valoraciones en total
Título 21 y último de François Truffaut (1932-1984), basado en la novela The Long Saturday Night (1962), de Charles Williams, adaptada por el realizador, Suzanne Schifman y Jean Aurel. Se rodó en escenarios naturales de Les Mureaux y proximidades. Fue nominado a 1 BAFTA (lengua extranjera) y 2 César (actriz y director). Producido por Armand Barbault y F. Truffaut, se estrenó el 10-VIII-1983 (Francia).
La acción tiene lugar en Les Mureaux (Ile-de-France), Niza, Marsella y alrededores, en 1982, a lo largo de 3 días. Sobre Julen Vercel (Jean-Louis Trintignant) recaen sospechas de varios crímenes. Su secretaria, Barbara Becker (Fanny Ardant), investiga los hechos con el propósito de descubrir al culpable.
La película combina elementos propios de los géneros de comedia, crimen, misterio, suspense, thriller y detectives no profesionales. Es un sentido homenaje al cine negro americano y al maestro del suspense, Hitchcock. El relato goza de la frescura y la naturalidad del cine rodado en escenarios naturales, con sonido directo y sin artificios, a la manera de la Nouvelle Vague y con el sello personal de Truffaut. La puesta en escena de los actores, en especial de Fanny Ardant, respira la espontaneidad propia del maestro que rueda sin afectaciones. Pone especial atención en los planos de arranque, que parecen arrancados de la realidad sin preparaciones estudiadas. La historia encadena giros, hechos imprevistos y descubrimientos sorpendentes, que adentran al espectador en una atmósfera de intriga y misterio, que le cautiva y le hace partícipe de la acción. Al mismo tiempo, el director le recuerda que asiste a una representación de ficción. Lo hace mediante los ensayos de una pieza de teatro y el vestido de actriz que Barbara lleva durante toda una tarde, recurso que emplea para introducir en el film un salpicado de humor suave y burlón. Incluye disgresiones de espléndida factura cinematográfica, que enriquecen el relato y maravillan al espectador. Tal es el caso de la entrevista con la candidata a nueva secretaria y la secuencia de las piernas de los niños que juegan a la pelota. No faltan referencias a sus temas preferidos: la admiración que siente por la mujer (piernas de Christine), los niños, la naturaleza y su preocupación por la infidelidad (ex-marido de Barbara). A la manera del viejo cine negro, habla de bajos fondos, connivencias ocultas, prostitución y chulos, sin olvidar a la mujer fatal (Christine). Añade un tributo de admiración cinéfila a Stanley Kubrick ( Senderos de gloria , 1957) y a H.G. Clouzot ( El salario del miedo , 1953).
La música, original de Georges Delerue ( El último metro ), ofrece cortes breves, al gusto del realizador, de composiciones dramáticas y de suspense (bajos profundos) y bellas melodías como los temas Marie Christine provocant y Java de la rue chaude . La fotografía, en B/N, de Néstor Almendros, llena la cinta de una luz espléndida, bien contrastada y matizada con admirable sobriedad.
Entretenido broche final a la extraordinaria carrera cinematográfica del prematuramente desaparecido Francois Truffaut. Con un simpático, alocado y premeditadamente descuidado guión -indiscutible homenaje al maestro Hitchcock- ribeteado de humor y lleno de alternativas, Truffaut elabora, con una cuidada fotografía en blanco y negro de Nestor Almendros, un divertimento pleno de espontánea ligereza, sobre un falso culpable -correctísimo Jean-Louis Trintignant- ayudado por su secretaria -chispeante, atractivísima Fanny Ardant- que condsiguen en pantalla una inesperada química entre dos personajes, dos actores, tan dispares. Para paladares golosos, una verdadera delicia que no añade nada a la filmografía del maestro pero de la que no nos gustaría prescindir. Abajo el telón.
Hay en esta última obra de Truffaut el gozo irreprimible característico de esas películas, como Ocean’s Eleven , en qué se nota la complicidad de sus artífices. En este caso, sobre todo, la complicidad de Truffaut con su pareja, Fanny Ardant y con su director de fotografía habitual, Néstor Almendros.
Almendros pudo aquí experimentar a gusto con diversas emulsiones y tecnología arcaica para lograr una fabulosa fotografía en blanco y negro, en consonancia con la tradición del cine negro. También los decorados y el vestuario se concibieron en gamas blancas, grises y negras para ayudar a ese efecto. Pero del cine negro sólo se toma la estética, no así su fondo crítico o cínico. Al contrario, el tono risueño de esta película me recuerda, por ejemplo, al de las apacibles y encantadoras comedias policíacas de Margaret Rutherford recreando a Miss Marple. En esta ocasión, se parte de la premisa hitchcockiana del falso culpable, pero no llegamos a sentir auténtico miedo por el devenir los personajes —porqué enseguida asumimos que el talante de la película es otro—, ni tampoco se torna realmente importante descubrir quién es el culpable. Más bien se trata del simple y puro placer de ver cómo la historia acontece ante nuestros ojos, de disfrutar viendo disfrutar a Fanny Ardant como detective amateur, de sonreír viéndola buena parte del metraje con la ropa de época de un ensayo teatral —nuevo homenaje del director al teatro y sutil forma de comunicar que no estamos sino ante una representación —, de sonreír también viendo cómo evoluciona la relación con su antagonista —un Trintignant deseoso de trabajar con Truffaut—, una relación llena de buen humor: cómo chasquean los dedos a la vez cuando descubren una prueba, o cómo empiezan a hablar en voz baja sólo porqué ha sonado el teléfono…
Las últimas películas de los grandes directores generan una mítica propia y a ésta se la suele englobar al lado de La trama de Hitchcock o Río Lobo de Hawks, en ese grupo de los finales indignos del genio de su autor. Ciertamente, no estamos ante el mejor Truffaut, ni el más característico, ni tampoco el más hondo —cómo olvidar el desgarro emocional de La habitación verde o La mujer de al lado —. Sin embargo, pienso ahora que precisamente y paradójicamente por su carácter menor , por ser un divertimento que nace tan sólo de la necesidad y, cómo decía al principio, del placer de filmar, éste me parece un testamento ideal para alguien que, como Truffaut, amaba tantísimo el cine.
No debe tomarme por un cobarde, dice uno de los protagonistas en un momento del film. Y tampoco debemos tomar a Truffaut a la ligera por lo que hizo en este film. Es cierto, esta película no tiene el peso de otras obras de Truffaut, pero en ella, creo, el director elige conscientemente algunos elementos para su última obra, así como alguien que se prepara un sándwich liviano antes de irse a dormir.
Quizá es un lujo que puede darse alguien que ya ha dicho todo lo que debía decir en sus obras anteriores y se quiere dar un gusto. Y como tal está bien hecha. Mantiene un ritmo amigable y cierta tensión que, si bien no explota del todo el texto en que se basa esta película, resulta ser un regalo para aquel público que necesita también un cine de domingo, de cierto relajo, donde se destaquen ciertos valores que se encuentran bien dosificados en el film.
Pequeños elementos de cine negro, algunas cucharadas del Hitchcock más sencillo, cierto romanticismo ingenuo y leves toques de humor (se nota que no es el fuerte de Truffaut, pero parece hacerlo más por cariño que por pretensiones) hacen de esta obra un buen cierre para un cineasta que ya lo había hecho todo de forma magistral. Por esto, hay que recibir esta película como un regalo, y como tal se agradece. Un regalo para un día festivo, de descanso. Nunca una cobardía ni una ligereza, sino un domingo en que el director atiende amigablemente a su público luego de arduos días de trabajo.
A esas alturas de su cinematografía, Truffaut ya no tenía nada que demostrar, se embarcó, por ello, en el puro placer de realizar esta película.
Dos son, a mi modo de ver, las posibilidades de abordarla. La primera consiste en ir hilando pieza a pieza la intriga argumental. Una intriga apresurada y algo torpe trufada de casualidades irrisorias.
La segunda, mucho más intensa y sensorial, es zambullirse en la fotografía, blanca y negra, de Néstor Almendros. Recrearse en su atmósfera, en la tensión dramática de alguna escena, en la sucesión rítmica de su planificación. En las citas y homenajes al cine de Alfred Hitchcock, al cine negro, al cine en toda su amplitud. En tomarse, en fin, la cinta, como una celebración dominical.
El humor, a Truffaut, no le funciona. Esa es, para mí, su apuesta más fallida.
Por lo demás, todo en ‘Vivamente el domingo’ es un MacGuffin: cartas, cartuchos, amores y amoríos. Y qué gran invento es el MacGuffin. Pretexto, triquiñuela, señuelo, licencia para disfrutar del cine sin rubor, para inventarse realidades paralelas, colarse entre dos mundos (vida y muerte), tejer un nido de alegría entre las sombras…
La película, en tono, es felicísima. El arte, para Truffaut, ha sido siempre la respuesta. La respuesta a un universo indiferente, oscuro, ciego, sin moral.
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Cierro este breve texto, ligero y veraniego, sumándome a la reivindicación del arte por el arte. ¿Y el título, diréis? No es más que otro MacGuffin…