La princesa de Samarkanda
Sinopsis de la película
En 1220, un pequeño grupo de cruzados ingleses llega a Samarkanda, donde el gobierno de la princesa Shalimar se ve amenazado por las hordas de Gengis Khan. Shalimar espera derrotar al conquistador valiéndose de la astucia. Sin embargo, Sir Guy, uno de los caballeros cruzados, propone la guerra. A pesar de la mutua atracción entre Shalimar y Sir Guy, sus contradictorios proyectos amenazan cualquier esperanza de éxito.
Detalles de la película
- Titulo Original: The Golden Horde aka
- Año: 1951
- Duración: 77
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Opinión de la crítica
Película
5.1
31 valoraciones en total
Universal vivió durante una época de las fantasías orientales. Sin embargo, ignoro si por temas de presupuesto, algo falta en La princesa de Samarkanda para que presente la bella factura de otras predecesoras y compañeras de generación. De cualquier modo, no deja de ser un film de aventuras que se deja ver cuando se lo descubre con el caprichoso mando a distancia en televisión.
Ambientada en el siglo XIII, con plena eclosión de las Cruzadas, George Sherman no pretende darnos una clase de Historia. Más bien recuerda su factura al entrañable Capitán Trueno del maestro Víctor Mora. Es decir, unas breves pinceladas de época para meterse en la más pura capa y espada. No deja de tener instantes muy divertidos a ese respecto.
Sherman, quien era un cineasta de amplia trayectoria, logra transmitir esa sensación de vienen los bárbaros . Particularmente fascinante es la aureola que se genera alrededor de la llegada de la salvaje leyenda de Gengis Khan, a quien temen y admiran a partes iguales sus generales. Da la sensación de que con esa atmósfera se podría lograr algo estupendo, si bien queda desaprovechado.
Uno de los problemas quizás sea la arrogancia que tiene el personaje del cruzado inglés (David Farrar), quien resulta empalagosamente etnocéntrico. Mucho más interesante resulta la princesa que encarna Ann Blyth, quien intenta valerse de la astucia de Sherezade para engañar a sus conquistadores.
Entretiene y puede salvar una tarde. Que no es poco.
Las fantasías orientales del Holywood dorado resultan entrañables por su ingenuidad. Ofrecían poco rigor histórico, pero diversión asegurada para los más pequeños.
En La princesa de Samarcanda Ann Blyth luce divina con un vestuario delirante, repleto de transparencias, tiaras espectaculares y joyas de todos los colores.
Su belleza capta la atención de Sir Guy, un cruzado entrado en años que podría ser su padre. Este se muestra algo pesado y hasta baboso (mira que dar un beso a la princesa sin su consentimiento…) El caso es que, enardecido ante la guapa, y a pesar de liderar un puñado de cruzados, desea entrar en combate contra toda la horda de Gengis Kan. Ya le dice la chica que su plan es una caca y prefiere emplear inteligentes argucias de mujer para tomar el pelo a los bárbaros.
Es chocante la presencia de unos cruzados en Samarcanda. En aquella época ya tenían lo suyo en Tierra Santa y no tenían tiempo para excursiones de miles de kilómetros para hacer un informe sobre posibles enemigos. Pero el guionista ya estaba lanzado. Eso sí, no olvidaba el baile de las odaliscas, habitual en este tipo de producciones y que esta vez no estaba nada mal.
En estas películas se pueden perdonar muchas cosas, como el infantilismo del guion o la exhibición generosa del cartón piedra. Pero el desenlace, francamente desafortunado, me ha sentado como el flechazo de un mongol en el trasero (spoiler).
Peripecia histórica cargada de referentes épicos y semblanzas de heroísmo en torno al mítico y seductor cruce de caminos y de culturas que siempre representó Samarkanda.
La narración bélica se adorna con la inevitable trama romántica y con un leve sentido del humor en un contexto de hermosos paisajes naturales cuyo encanto queda deslucido en parte por la frustrada coartada de los decorados de interior.
G. Sherman imprime dinamismo a la acción y, a pesar de la evidente tendencia al maniqueísmo y a su ingenuidad tanto en el ámbito de lo formal como de lo conceptual, el argumento está bien contado y pudo resultar atractivo para el público juvenil cuando el pasado siglo alcanzaba su mitad.
Hoy posee el valor de una sugestiva curiosidad.