Flor pálida
Sinopsis de la película
Muraki es un yakuza (mafia japonesa) recién salido de la cárcel. Hastiado con el rumbo que ha tomado su organización, conoce a Saeko, una enigmática joven interesada en el juego y las sensaciones fuertes.
Detalles de la película
- Titulo Original: Kawaita hana (Pale Flower)
- Año: 1964
- Duración: 96
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Opinión de la crítica
Película
7.1
62 valoraciones en total
No importa el retraso con el que se descubra: Flor pálida se hace rápidamente un hueco entre los referentes más distinguidos del cine negro japonés y mundial Un relato sonámbulo, adecuadamente nocturno, carente de toda estridencia y que se mueve virtuosamente entre el clasicismo y la innovación. El ecléctico e irregular Masahiro Shinoda (1931) acepta los estilemas tradicionales del cine de género, de ese concreto género, pero abre de par en par las ventanas a efluvios nuevaoleros contagiados, desde Francia, a toda una generación de directores japoneses, que emprendieron, a partir de las conquistas de nuevas y muy amplias libertades expresivas y formales, un camino que acabaría dando una buena pasada de radicalidad a los colegas europeos. Por supuesto también olemos a Melville (de quien probablemente Shinoda lo desconocía todo en el momento del rodaje) y, como sugieren acertadamente determinados críticos, es innegable una confluencia con el discurso antonioniano sobre la incomodidad, el angst adulto y el aislamiento.
No destaca por su originalidad el punto de partida alrededor del preso de largo recorrido que encuentra, cuando es puesto en libertad, un mundo que no termina de reconocer, que ha sufrido transformaciones en todos los órdenes, pero al que está obligado a adaptarse para tener hilos de continuidad que le permitan seguir sosteniendo la ilusión de tener suelo firme bajo los pies. Muraki (un excelente Ryo Ikebe, impávido pero en modo alguno inexpresivo), tiene la virtud de ser un yakuza muy samurái. Digamos que un hombre de empresa (criminal) disciplinado, inmensamente fiable para los superiores jerárquicos y que no parece tener ninguna preocupación por avanzar en el organigrama de su gang. Simplemente está ahí, disponible, como antes del paréntesis penitenciario, para resolver problemas y acatar órdenes. Si acaso, ha desarrollado el convencimiento de no encadenar su destino, por la vía afectiva, al de ninguna otra persona, lo que deja en patente fuera de juego a la mujer que le ha esperado.
En la ociosidad de su permanente estado de guardia, tiene una adicción de carácter no ludópata a las timbas clandestinas. No va en busca de ganancias ni se arriesga a graves pérdidas, porque no se apuesta fuerte, pero es un ambiente que le inspira confortabilidad. En una de esas reuniones siente el calambrazo de la atracción por una joven y bella jugadora que parece haber sido educada en la misma escuela de laconismo que Muraki. Pero esta Saeko (magnética Mariko Kaga) no puede ser una mujer más distinta a él. Se acaba revelando como una coleccionista de sensaciones fuertes y, en el orden del juego, le resultan altamente insatisfactorias las partidas de clase media en las que se ha venido involucrando. Así que, en cuanto le es patente la condición de Muraki como hampón y connaiseur de los resortes de acceso a mundos más extremos, se vale de él para alcanzar las grandes ligas del naipe venal. Ambos reconocen su confluencia exacta en un punto en el que ella, evidente niña malcriada de pudientes recursos, demanda más transgresión, más velocidad, más emociones, más adrenalina, mientras él, en trayecto de vuelta, afronta los ritos del juego casi como una canción de cuna. En términos baudelairianos ( Las flores del mal es la influencia más importante que reconoció Shinoda), Saeko está lanzada en la ruta del Ideal y Muraki dormita y se reactiva en asumida fase de Spleen.
La plena densidad de atmósfera llegará con la incorporación de un elemento todavía más lacónico de expresividad, un killer hongkonés que, enganchado a las drogas, está totalmente ajeno al autocontrol exquisito de Muraki y conecta del todo con las apetencias de Saeko por explorar límites. El momento perfecto, dramáticamente, para que Muraki sea requerido, como soldado de la más alta cualificación para forzar el terremoto que pueda reasentar, a favor de su organización, la imposibilidad de llegar a una confluencia de intereses con la organización rival. Lo que dará pie a una secuencia operística, magistral, a cuya influencia puede que no fuera ajeno el Coppola corleoniano.
En ‘Flor pálida’ confluyen, en cóctel exquisito, Antonioni, la nouvelle vague y el género yakuza.
Antonioni, en el tedio existencial de hombres, mujeres y lugares. En calles y recintos, atestados o desnudos. En la incomunicación profunda de los personajes, sus silencios. Su voluntad desesperada de encontrar sentido al borde del abismo.
En el ritmo y el absurdo.
La nouvelle vague, en encuadres, movimientos de cámara y juegos con el eje.
El actor Ryo Ikebe encarna a un yakuza extraordinario. Imponente, sobrio, noble e implacable. Un personaje de acción ‘estático’ y perfecto.
Saeko es el eterno femenino, inalcanzable. Su palidez es metáfora sencilla, hermosa y visual. Su apariencia y gesto fantasmal la sitúan casi al otro lado de la vida. El coche deportivo simboliza el ansia permanente y enfermiza de fuga hacia adelante. Velocidad sin dirección y huida en el vacío.
Hay un tercer personaje imprescindible, Yoh. Una presencia muda, de rostro oscuro, que aguarda siempre en sombra. Personificación espectral del drogadicto –más bien diría que es la imagen misma de la droga.
El triángulo Muraki–Saeko–Yoh es maravilloso. Saeko oscila entre dos polos. Uno de ellos, Muraki, es siempre bien visible. El otro, Yoh, carece de sustancia, es casi inmaterial –parece que sólo cristaliza en forma de destello: un cuchillo clavado en la madera, la mirada, brillante y turbia, las facciones imprecisas y afiladas. Todo lo que se refiere a él es brumoso e inquietante, rumor o sueño, como un soplo de muerte. Yoh tiene algo del secuestrador de ‘El infierno del odio’ (estrenada un año antes), de Akira Kurosawa.
Muraki querría llevar a Saeko hacia la luz, ¿pero existe la luz?
La iluminación, la música de Toru Takemitsu, el sonido –creador de espacios– la sobriedad de los actores (aquí no grita nadie), el tempo narrativo, la calidad en las elipsis, el clímax de la ‘ópera’ final…
–No quiero ver amanecer –dice Saeko–. Que no se acabe nunca la noche llena de peligros.
Que no se acabe nunca.