El sol del membrillo
Sinopsis de la película
Ésta es la historia de un artista (Antonio López) que trata de pintar, durante la época de maduración de sus frutos, un árbol —un membrillero— que hace tiempo plantó en el jardín de la casa que ahora le sirve de estudio. A lo largo de su vida, casi como una necesidad, el pintor ha trabajado sobre el mismo tema en muchas ocasiones. Cada año, con la llegada del otoño, esa necesidad se renueva. Lo que el artista no ha hecho nunca en su pintura del árbol es introducir entre sus hojas los rayos del sol. Desde el estilo que le es propio —un estilo que parte de la exactitud— esa tentativa posee una gran dificultad, se revela, según las circustancias, casi como una imposibilidad. En esta ocasión decide afrontarla. Pero lo hace como es habitual en él, con una tensión razonable, sin perseguir siquiera el acabado del cuadro, sin otro afán que permanecer unas semanas junto al frágil y generoso árbol. La película da cuenta de esta experiencia y, a la vez, de todo aquello (el paso de los días, la rutina cotidiana de personas y cosas…) que gravitan sobre esa casa y ese jardín. Un espacio y un tiempo —otoño de 1990— donde el artista trabaja y los frutos del árbol llegan al momento de su máximo esplendor. Cuando el invierno empieza a anunciar su llegada, los membrillos maduros, al caer de las ramas, ponen punto final a la labor del pintor, iniciando en tierra el proceso de su descomposición. Es entonces cuando, en la noche, el pintor nos cuenta un sueño.
Detalles de la película
- Titulo Original: El sol del membrillo
- Año: 1992
- Duración: 139
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Opinión de la crítica
7.4
80 valoraciones en total
Una de las películas más asombrosas que he visto nunca, que puede percibirse abstractamente debido a la magnitud y grandilocuencia de la totalidad de lo que abarca este documental y ficción a la vez, como lo era de alguna manera Tabú. Como las grandes películas tiene misterio y secretismo, y la sensibilidad tan peculiar y a la vez inabarcable que demuestran tener Erice y Antonio López, su alma gemela. Una película hecha con la sencillez y perfección Fordiana o Griffithiana y la sinceridad y veracidad Rosselliniana. Como acertó Guarner una vez más, es, entre otras muchas cosas, un ensayo sobre la naturaleza del cine , un viaje a los inicios en busca de respuestas, descubriendo la creación del lenguaje cinematográfico. Un desafío al tiempo y al espacio con las antiguas técnicas del cine mudo en forma de encadenados y sobreimpresiones, ahondando así en otra pieza ensayística sobre la vida y el mundo en el que se desarrolla esta. El que piense que es la gran obra maestra de Erice tendrá motivos para hacerlo. El que piense que es la mejor película española hecha nunca, también.
Víctor Erice es poseedor de una de las filmografías más cortas en número pero más consagradas del cine español. No extraña para nada que El espíritu de la colmena y El sur estén las listas de los mejores filmes españoles de todos los tiempos.
El sol del membrillo es un documental experimental al margen de reglas. Cine de autor puro y duro, de arte y ensayo, que explora terrenos fílmicos a los que pocos o nadie se ha asomado. Erice se acerca a este estilo para explorar la imposibilidad de retratar lo efímero, de detener el paso del tiempo. Lo hace a través de un pintor, Antonio López, que desea retratar en un cuadro el apogeo de los membrillos, tarea imposible por las condiciones metereológicas que acompañan la llegada del invierno.
Desde un punto de vista técnico Víctor Erice abusa de planos detalles, utiliza el sonido ambiente y no introduce música no diegética hasta el desenlace. También está repleta de encadenados sobre la misma posición de cámara para mostrar la evolución del trabajo del artista a modo de elipsis.
Es cierto que no es cine convencional, que para algunos se puede convertir en un ejercicio de pedantería y vacuidad, de cine aburrido indigerible. Pero tiene detalles que dejan fascinado, sobre todo los invitados que se introducen en el trabajo del artista para añadir paralelismos y profundidad a la cinta.
Al igual que uno de los invitados renuncia a la foto de Conchita, Antonio López renuncia a su trabajo. También esos obreros que realizan una reforma en el estudio enfatizan la destrucción / construcción de toda obra . O ese cierre de la puerta ligado al final del trabajo del pintor.
Como sucede en la también recomendable y más corta Tren de sombras de José Luis Guerín, los terrenos en los que se introduce Erice atentan claramente contra el cine de entretenimiento y también contra de los nueve primeros mandamientos de Billy Wilder: no aburrirás. Para aquellos que no nos hemos aburrido, aunque sea parcialmente, como ha sido mi caso, apreciaremos mejor la película.
Me gustan las películas que se apartan de los cánones y tratándose además de mi admirado Víctor Erice, fui a ver ésta con gran interés, ya que Erice es como el cometa Halley del cine y han de pasar años y años para poder disfrutar de una obra suya.
El estudio sobre el complicado proceso que vive un pintor tan perfeccionista como Antonio López a la hora de plasmar en el lienzo un árbol, un membrillero, y captar la luz y la esencia, se convierte, cuanto me pesa decirlo, en una tediosa e inacabable experiencia.
Creo que se equivocó en el montaje al no disminuir más la duración y es que 139 minutos son muchos minutos, cuando además está el precedente de sus dos obras maestras anteriores que habían sido cortas de metraje.
Si el intento del pintor es insatisfactorio el del cineasta también lo es pero, pese a todo, no por ello dejaré de asistir a la siguiente pasada del cometa cuando un año de éstos Erice estrene una nueva película. Que sea pronto.
En otoño, el membrillero comienza a madurar sus frutos. Bien lo sabe Antonio López, pintor de profesión, pues tiene uno en su huerto. En ese otoño, el de 1990, Antonio se propone intentar nuevamente pintar el membrillo. Pero no en cualquier momento. Debe captar el instante exacto en el que el sol calienta al frutal en su plenitud. Una estampa preciosa, muy bonita.
Sin embargo, el otoño va pasando. El sol cada días es menos feroz. Las nubes tormentosas se asoman al cielo de Madrid. Y Antonio ve como su misión parece muy complicada. Octubre ha sido borrado del calendario, y ya estamos en Noviembre. Las lluvias y el viento no persisten. Así que Antonio olvida su ilusión, no podrá ser. Su inacabada pintura acabará en un sótano, olvidada. No valdrá para el año próximo, pues el frutal, como muchas cosas, cambia de año en año. Sin embargo, a él le ha quedado ese punto de insatisfacción. Si el óleo no puede ser, probemos con el dibujo, acompañando así la vida del membrillero hasta su decadencia allá por diciembre. Si tampoco da resultado, si no ha habido tiempo, habrá que esperar a que la fruta vuelva a salir allá por la primavera, hasta que transcurrido el verano, madure nuevamente durante el otoño.
Le dicen, extrañados, que por qué no hace una fotografía. Más fácil, sencillo y rápido. Sin tener que esperar a ese momento en el que luzca el sol diariamente. ¿La respuesta? Más que el fin, lo que cuentan son los medios. Y para él, el simple día a día acompañando al frutal, ya merece la pena, independientemente del resultado final.
Antonio prefiere vivir con naturaleza. Ajustando sus cálculos. Sus marcas. Sus clavos. Las varas. El invernadero. Las finas cuerdas. Todo calculado milímetro a milímetro. Observándolo día a día, siendo un compañero fiel. Y así transcurre su vida. Una vida plácida y tranquila inundada de momentos de alegría (desprendida de sus canturreos), de soledad (con sus pitillos), de regocijo (explicándole a dos amigos chinos su modo de pintar), de nostalgia (recordando con su buen amigo su juventud), de tristeza (bajo una lluvia persistente), de amor (acompañado de su mujer), de convencionalidades (con sus amigos), de familia (con sus hijos). Una vida marcada por una pasión, la pintura. Y por una forma de vivir, esa que añora a los membrilleros con los que creció en su niñez y con los que aún sueña cuando la muerte le acecha.
Cine, poesía y pintura se dan de la mano en esta cinta para aliarse contra la televisión, un instrumento de control de masas, un emblema de nuestras sociedades. Una crítica centrada en esa imponente Torrespaña que se nos muestra iluminada al centro de la imagen, expandiendo su señal a toda la ciudad, inundando todo el paisaje urbano con su luz azul. Una torre que aleja a la urbe de la forma de vivir de Antonio, tan sencilla, como bonita. Erice contrapone lo urbano frente a lo rural, lo combina, y da como resultado una preciosa película que cala hondo.
Erice acompaña a Antonio López en el intento de pintar un árbol que plantó en su patio cuatro años atrás.
Aunque el pintor se ayuda con procedimientos de precisión (plomada, compás, regla y escuadra, marcas en hojas y ramas), varios inconvenientes dificultan la tarea. El peor, un otoño metido en aguas que permite pocas sesiones de pintura.
El lienzo es aparcado y da paso a dibujos, con igual precisión rigurosa y apasionada.
En paralelo, unos obreros polacos reforman la casa. Otra forma de trabajar con la materia y transformar el espacio.
A unos visitantes chinos, el pintor explica que no importa un cuadro inacabado. No lo entiende como un fracaso: lo que él quiere es estudiar el árbol, el bonito membrillero, estar cerca, admirar la iluminación del sol a cierta hora en los frutos rugosos.
Otras visitas llegan, los amigos habituales, que Antonio López consideró imprescindibles para lo documental, junto con los familiares. Enrique Gran, el más asiduo, da abundante conversación, sobre los viejos tiempos en Bellas Artes, los profesores (esas enseñanzas lapidarias que al final se quedan: ¡Más entero, López!), la bohemia de los cafés…
Esta condición de abrir la película a familiares y amigos, que irrumpen sin guión, pero tampoco con total espontaneidad, complica bastante el manejo del ritmo. Sin embargo, Erice lo aceptó, pues no tenía planteamiento previo.
El director se acerca a diario con un equipo reducido, buscando no interferir los acontecimientos que descubre al tiempo que los filma. Es tan discreto que, se diría, el aliento de por sí lento y pausado entra a veces en apnea, y los sucesos quedan suspendidos. Usa muchos planos fijos y una sintaxis elemental, que incluye sonido directo: ladridos, trenes de la estación cercana, boletines de noticias, conciertos en la emisora clásica…
La película, excelente aproximación al fenómeno concreto de la pintura, es algo más que un documental. Al ahondar en el proceso de creación y conocimiento de lo visual, emprende un movimiento reflexivo, una sutil meditación en imágenes.
Una escena se repite. Al llegar la noche, el edificio Torrespaña iluminado domina la ciudad. En las ventanas de rascacielos y bloques parpadean al unísono televisores, sincronizados en el mismo programa, las mentes de los usuarios también sincronizadas como un ejército. En su rápido crecimiento, tales barriadas engullen a los pueblos de los alrededores, a las colonias de casitas en una de las cuales, contra corriente, el pintor se obstina (¡bicho raro!) en conocer directamente la realidad, usando sus propios sentidos para contemplar ensimismado con qué belleza el sol ilumina rincones de su patio. No renuncia a conquistar ese disfrute, no se resigna a que se lo retransmitan por TV.
Con independencia de que la pintura de López guste, es de reconocer cierto heroísmo en su forma de vivir. Para atestiguarlo, Erice creó este singular poema fílmico, de enorme influencia en el actual auge del género en España.