El juez
Sinopsis de la película
En una pequeña población francesa, el juez Michel Racine es presidente de un temido tribunal de lo penal. Tan duro consigo mismo como con los demás, es apodado el juez de las dos cifras : con él, siempre caen más de diez años. Todo cambia el día en que Racine se topa con Ditte Lorensen-Coteret. Ella es miembro del jurado que va a juzgar a un hombre acusado de homicidio. Seis años antes, Racine estuvo enamorado de esta mujer, prácticamente en secreto. Es quizá la única mujer a la que jamás haya amado.
Detalles de la película
- Titulo Original: Lhermine
- Año: 2015
- Duración: 98
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Opinión de la crítica
Película
5.8
86 valoraciones en total
El juez
El cine francés atraviesa una época dulce, prolífica. Numerosas producciones vienen ocupando con asiduidad las pantallas de nuestros cines y aunque no todas vuelen a la misma altura, como ocurre, por otra parte, en cualquier actividad, la media arroja un nada desdeñable nivel de excelencia. Para los amantes del cine, esta es una buena noticia, nos reconforta y reafirma en la idea de que el corazón que impulsa la maquinaria de esta maravillosa industria, goza, al menos en ese país, de saludable vitalidad. El juez es el último trabajo del veterano director Christian Vincent, del que ya hemos visto otras espléndidas realizaciones como La cocinera del presidente .
Así como las irrepetibles Testigo de cargo , Doce hombres sin piedad e incluso, en buena medida, Matar a un ruiseñor , por citar algunas de las más paradigmáticas del género, centran la trama en demostrar la culpabilidad o inocencia del reo a través de formidables combates de esgrima dialéctica, astutas trampas, giros inesperados y una portentosa capacidad deductiva poco comunes de sus protagonistas, El juez nos revela la cara que se oculta tras las bambalinas de un tribunal de lo penal en alguna comarca de la provincia francesa.
Se trata de una cinta distinta, delicada, hecha con enorme sensibilidad, espontánea, brillantemente didáctica y, sobre todo, ilumina una zona que no habíamos contemplado antes. A los profanos, tan necesitados siempre de magisterio, nos ilustrará sobre los escrupulosos procedimientos y la liturgia -no exenta de cierto boato escénico- que hacen posible el desarrollo de un juicio en nuestro país vecino. La infinita paciencia, contención, ética y respeto de su Presidente, Michel Racine -interpretado magistralmente, nunca mejor dicho, por el laureado Fabrice Luchini- hacia el acusado y el resto de los integrantes de la causa es toda una invaluable enseñanza.
Y por otro lado, nos mostrará su lado más humano, despojado ya de la pompa de su investidura, la complicada vida personal de este hombre honesto, de conducta intachable, comprometido moralmente con la responsabilidad de su cargo y los valores que representa, frente a la hostilidad que padece por defender su independencia en el entorno profesional más próximo, sus recurrentes manías, el frágil andiamaje que sustenta su vida doméstica, sus inseguridades y también la arrebatadora ola de emociones que experimenta ante la casual contingencia en la que el destino le coloca.
Un película, en fin, que nos somete a una profunda reflexión, nos enseña y, al terminar, nos deja la agradable sensación de haber recibido una apasionante lección de lo más provechosa.
Emilio Castelló Barreneche
El amor, en un sentido romántico, es un sentimiento complejo, los expertos (y tus conocidos) afirman que dura unos 7 años –aunque hay quien dice que menos– y que su existencia sólo sirve para dar a la pareja tiempo para procrear y criar a sus queridos vástagos, la justicia es un principio moral aún más complejo y cuestionado, y cuya concepción y durabilidad puede traer más quebraderos de cabeza en una conversación entre cuñados, ya que, en este caso, esta es mucho más interpretable. Hay quien se pregunta y da más importancia, en cambio, al por qué de la persistencia y fortaleza sin desgaste de los amores pasados y rotos por el azar o por la mala suerte, o de aquellos nunca consumados, igual que otros se pueden cuestionar cómo es posible que los familiares de las víctimas –o las propias víctimas– busquen más el perdón o el arrepentimiento del criminal para calmar su pena y su desasosiego, de algún modo, más que el propio castigo de la Ley.
En El juez, el décimo largometraje de Christian Vincent, la trama se centra en estos dos temas: el jurídico y el romántico. Durante los 98 minutos de duración se cuestiona (a la vez que se muestra en todo su esplendor) el funcionamiento del sistema jurídico francés mientras presenta a través de la casualidad los planteamientos de un amor casi olvidado. En ambos casos, se trata de desentrañar el misterio de no conocer los hechos e intentar darles verosimilitud, de escuchar la versión de cada testigo y de las víctimas, si se da el caso, hasta dictaminar un veredicto. Esa es la principal virtud de este film, y puede que también su mayor defecto, el del enigma, los secretos y el interés que te provoca no saber realmente qué ha pasado antes del preciso momento en el que empieza la película. Un ejercicio de suposiciones donde apenas intuimos qué más hay alrededor de los protagonistas de la(s) historia(s).
Por otra parte, cabe destacar la sencillez con la que los franceses ruedan conversaciones en grupo en las inmediaciones de una mesa en un bar, convirtiéndolas en lo más trascendental y más normal del mundo, aunque parezcan carecer de utilidad dentro del asunto principal, introduciéndote cada vez más en los diálogos, que van de un lado al otro y que nunca se llegan a desarrollar del todo, como ocurre en la realidad. Christian Vincent ha conseguido crear una obra íntima y, en cierto modo, hostil, divida en dos argumentos que ofrecen más preguntas que respuestas.
Uno no puede evitar acordarse de Doce hombres sin piedad cuando está viendo El juez, aunque esta última sea bastante inferior en muchos sentidos, pero mientras se intenta desentrañar la verdad de los hechos, es fácil desear poder consultar algunas dudas al gran Henry Fonda. A pesar de la lógica comparación, basada en la situación de los miembros del jurado, en este caso el guion de Vincent ofrece bastantes más puntos de vista y pistas para recrear los hechos juzgados e intentar llegar a una conclusión satisfactoria, sin mostrar las personalidades del jurado tan a fondo, dejando algo de libertad en ella y mostrando cómo funciona la justicia en Francia de una forma competente.
Como película, hay poco que poder reprocharle a una cinta correcta en sus formas, que se sigue con interés y que tiene cierto encanto cuando te ofrece algunos tiempos muertos, esos que sirven para conocer mejor al presidente del tribunal, un hombre temido y odiado por su agrio carácter, pero que en el fondo nos cae bien, gracias al rostro amargo de Fabrice Luchini y sus dotes como actor cómico dramático, pero también gracias al personaje de Sidse Babett Knudsen, cuya presencia, aunque quizá demasiado escasa, ofrece algo de luminosidad en un drama judicial en su mayor parte bastante aséptico, y donde se dejan caer algunas reflexiones sobre la justicia y su finalidad, sobre la moral y la moralidad de jueces y abogados (en contrapunto con doctores y enfermeros), o incluso sobre la cantidad de mujeres y hombres en que se dividen los tribunales.
Extraña película que juega al despiste y que va cambiando de piel según avanza. Que si apunto a típico fresco social crítico en la línea del mejor realismo crudo y riguroso del cine francés, que si no, que cambio a un estudio jocundo sobre un misántropo de manual en ambiente judicial, para, en eso que no te lo esperas, torcer hacia la izquierda, donde está el corazón de melón de los buenos sentimientos y los amores otoñales, sea, una comedia romántica que emerge de entre las sombras del escenario penal, escondida bajo el manto carnavalesco de la representación teatral de un juicio. Así es, se alternan los requiebros amorosos con las reflexiones justicieras y los suaves apuntes costumbristas sociales. O:
– El juez como rey de la cabalgata, disfrazado de Rey Mago (o Papá Noel, lo mismo da en este caso), enfadado y medio tarado en apariencia, pero con un poeta en su interior lleno de sensibilidad, galanura y alma de Don Juan de los tribunales.
– La justicia no busca, ni quiere, la verdad. Solo pretende reafirmar su fuerza, mantener sus viciadas reglas del juego, la farsa.
– Espectáculo de variedades con drama, comedia, tragedia y casos escabrosos, con escenario, actores, buenas y malas interpretaciones. Y hasta con sorteo, premios y castigos.
Es un juguete entretenido e inofensivo. Un pasatiempo favorito. Es cierto que se queda en nada, agua de borrajas, que se pierde en el titubeo entre la seriedad del crimen que se esboza y la levedad del juego del galanteo, que no acaba profundizando en ninguna de las vertientes planteadas, pero es un producto digno, elegante, ligeramente sofisticado y con un final simpático, juguetón, inspirado.
Su mayor fallo radica en que se toma demasiado poco en serio a los personajes acusados, casi como si se olvidara de ellos o los utilizara como simple excusa, unido a una superficialidad general que impide una mayor hondura o verdad, tanto de los personajes como de las situaciones.
Su mejor baza está en los actores y en su leve amabilidad, acogedora y educada.
Me ha parecido una de esas películas deliciosas con las que el cine francés nos obsequia de vez en cuando. Una película inteligente y muy estudiada para lograr el efecto que pretende. La contraposición entre la frialdad de una sala de justicia y el trágico caso que se juzga con el calor del espíritu romántico es de una eficacia asombrosa para que al final de la proyección sintamos ese regusto que proporciona el discreto sabor del sentimiento amoroso entre personas maduras, que, como el más pasional, puede llegar a desarrollarse en las tierras más áridas y yermas.
¿Cómo lo consigue el Director, Christian Vincent?
1 ) Recurriendo a un actor y a una actriz que se adaptan perfectamente a sus personajes y hacen dos grandes interpretaciones. Fabrice Luchini compone un juez, que profesionalmente se nos muestra seguro de sí mismo, consciente de su responsabilidad, fiel a sus obligaciones, poco amigo de dar confianzas y que busca con tenacidad la verdad en la seguridad de que en ocasiones es muy huidiza, pero que privadamente es detallista, sensible, comprensivo, culto y tiene un gran sentido del humor. ¿Cómo no admirar a alguien así?
Sidse Babett Knudsen emana un encanto que explica que casi sea obligado sentir atracción por ella. Su concepto de la medicina, en la que cabe la relación humana, buscando a las personas en los pacientes, resulta muy creíble.
2 ) Logrando una gran naturalidad en los diálogos de todo tipo que contiene la historia. Esa sencillez tras la cual se intuye un gran trabajo de ensayos y repeticiones.
A destacar la figura de la hija —a la que da vida la actriz Eva Lillier—, que ha heredado el encanto de su madre, y esa relación maternofilial que seduce tanto por la complicidad de sus protagonistas.
La película es, además, un documento muy válido de cómo funciona la justicia francesa —con sus pequeñas liturgias y considerables limitaciones—, que si no es forzosamente envidiable, sí es razonablemente digna, y de lo que es una sociedad multiétnica, con la problemática aparejada a la complejidad que la define —sociedad multiétnica que ya es una realidad en la mayoría de las naciones avanzadas—.
En resumen, una mínima y bonita historia que, si uno está atento, le podrá permitir, incluso, aprender alguna cosa.
Desvelar la verdad no es tarea fácil ni grata ni evidente. Y muchas veces nos forjamos un carácter que dificulta o impide que los demás lleguen hasta nosotros, para no mostrar nuestra fragilidad, nuestra necesidad, nuestras carencias. El disimulo como naturaleza. Entonces… ¿Cómo averiguar lo que realmente nos pasa? ¿Cómo deducir, concluir e interpretar lo que les pasa a los demás seres humanos? Por ello no es baladí que el personaje principal – que vive en el disimulo y se ha pasado muchos años ocultando su verdad íntima – sea el presidente de un tribunal de justicia francés. Un juez áspero, duro, implacable, maniático con las formas, obsesivo con el fondo, pero consciente de las limitaciones de poder conocer la verdad para juzgarla con un mínimo de rectitud, imparcialidad y justicia.
Pareciera que esta cinta hurtara el eje central del relato, desconcertando al espectador que no sabe por qué derroteros quiere su guionista y director llevarle. A primera vista es un drama judicial, ya que asistimos a las vistas por un asesinato de un bebé de 7 meses. ¿Es el padre culpable? ¿Dice la madre la verdad? ¿Qué ocultan los silencios? ¿Quién miente? No sabremos la verdad aunque al final habrá un veredicto. Pero todo ese drama que presenciamos paso a paso – desde la elección de los miembros del jurado, la retahíla de testigos, las deliberaciones formales e informales del jurado hasta su desenlace – es el mero telón de fondo, el marco que contiene el meollo del cogollo de la trama: la inexorable presencia turbadora de la faz del amor.
Con similares argucias, zigzagueos y disimulos el juez revela y desvela, poquito a poco, con recelo, turbación, desconfianza y sobriedad, su historia de amor largamente negada y callada con una miembro del jurado que le salvó la vida hace más de un lustro. Hay algo pero no conocemos lo que hay, sentimos algo pero no estamos seguros de lo que sentimos, barruntamos algo pero no sospechamos hacia dónde nos llevará. La parcialidad y parquedad de nuestra visión del mundo dificulta que seamos capaces de conocer lo que realmente está sucediendo o ha sucedido. Las dos historias – la pública y la privada – se complementan y completan mutuamente. Podemos sacar nuestras conclusiones pero ¿quién nos asegura que se corresponden con la realidad?
Filme atípico, embozado y muy ameno pese a lo que pudiera parecer, lleno de ingenio y con una sabia dosificación del relato, contiene dos interpretaciones modélicas (Fabrice Luchini y Sidse Babett Knudsen) que redondean el conjunto. Una pieza de cámara encantadora.